Uff. Quería ver algo ruso (como cuando quieres ver algo gracioso, algo profundo, algo sobre solteros y drogas en Las Vegas). Y tuve algo muy ruso, aunque no fuera en Rusia.
En la película, Viggo Mortensen es el chofer ruso (él sí creció en Rusia) de un junior ruso-inglés amanerado (Vincent Cassel, de quien me maravilla esa mezcla de afeminamiento y virilidad y erotismo), hijo del jefe de la mafia Vory V Zakone (Armin Mueller-Stahl, de sangre alemana pero rostro eslavo, con ojos muy azules y piel morena). Naomi Watts es una partera que, a pesar de tener sangre rusa, entiende poco sobre el funcionamiento de la mafia. Esa lección que el cine nos ha enseñado tan bien: nunca te enredes con la mafia.
Viggo Mortensen es un hijo de puta, una estatua que puede moverse. Hay una escena bellísima en la que recibe un nuevo tatuaje (el mapa de la vida de un miembro de la mafia se escribe sobre su cuerpo), y su cuerpo marmóreo (este adjetivo horrendo es, en este caso, ideal) está recostado sobre una poltrona como un David lleno de fibra y músculo.
El aspecto hierático de la cultura rusa y aun de la mafia es hermoso y denso, todo lleno de ceremonias y folklor. Pienso en Brighton Beach, lo más cerca que he estado de Rusia: los anuncios en cirílico, la tiendita que parecía bodega de granos, las señoras con las cabezas cubiertas, el ambiente de un Tepito bien ruso (la piratería a raudales, los señores de los que sospechas que al hablarte te timarían, el ‘caos ordenado’).
Hay orgullo, fascinación y desprecio por la cultura rusa. Nunca confíes en un ruso. La familia es importante para los rusos. Armin Mueller-Stahl se queja: En esta ciudad (Londres) nunca nieva, nunca hace calor. El temperamento ruso moldeado por el clima ruso: extremo, severo y feroz. Tal vez por eso no puede confiar por entero en su hijo, que no fue domado por este clima maldito (las historias de los ejércitos de Napoelón y de Hitler, vencidos por el clima ruso, por Rusia misma más que por sus soldados, me fascinan). En cambio, Nikolai (Mortensen) lo entiende, como se entienden entre rusos.
Y la escena del baño de vapor (tuve pesadillas toda la noche). Viggo, desnudo, peleando a mano limpia con dos chechenos que lo atacan con cuchillos para limar linóleo. Hay algo muy violento en esta forma de pelear, sin armas de fuego. Leí que Cronenberg se enteró que la mafia rusa no anda con pistolas, en caso de que los detengan; por eso tienen esta navaja curveada, de instrumento de carpintería.
Acá Viggo es como un Jesucristo ruso, desnudo y ensangrentado.
(parte con spoilers a continuación)
El twist no me gustó del todo. No sólo queremos que las personas sean como queremos que sean, sino que los personajes sean como imaginamos. Antes de saber que Nikolai era un agente secreto del FSB, lo imaginaba con el mismo destino de las niñas rusas y ucranianas que, llegadas a Europa occidental, son convertidas en prostitutas. Él, en un sicario. Hubiera querido eso, que un hombre rural común fuera llevado a Europa para convertirse en sicario. En cambio, el final al estilo The Departed me pareció poco merecedor. Pero es Cronenberg. Ese beso entre Nikolai y Anna, como homenaje al Hollywood clásico.
Ya quiero ver Cosmopolis. La novela es rarísima y, desde luego, la película lo será también.
¿Me dicen que la actuación no es una de las bellas artes? ¿Ver a Daniel Day-Lewis durante 158 minutos en There will be blood, ver sus miradas, sus tics, advertir las entonaciones de su voz, sentir algo -bello, horrendo- por un sujeto que está detrás de un pedazo de pantalla, no merece compararse con escuchar una pieza, leer una novela, sentir el peso del mundo?
Me gusta ver a la gente actuar, pero reconocer su actuación, no como algo que tiene las costuras al aire, sino como un oficio que se trabaja, se medita, se presenta de manera reflexionada. No algo que surge con naturalidad. La actuación no puede ser un talento por accidente como a veces, decía Susan Sontag, es la fotografía.
La animación es bella, pero, creo, no tendrá nunca la falibilidad de la actuación de un humano, sus accidentes, sus momentos iluminados. Las experiencias contenidas o puestas al servicio de una emoción. Me gusta ver la cara de los actores, sus arrugas, sus defectos, sus manierismos, reconocerlos después, volver a verlos en el recuerdo y asociarlos con la emoción suscitada por la ficción.
El agente 007 es, esencialmente, un personaje de la Guerra Fría. La contraportada de Casino Royale, la primera novela del agente secreto, se presentaba como (cito): un relato altamente dramático de la lucha entre eloccidentey elcomunismo, entre elServicio Secreto Británicoy elSMERSH, la terrible organización soviética para el asesinato.
El primer villano de James Bond era un comunista maniático (Dr. No, 1962). Los siguientes villanos de James Bond fueron comunistas maniáticos (sus nombres los delatan: Ernst Stavro Blofeld, Anatol Gogol, Rosa Klebb, Auric Goldfinger, Aristotle Kristatos, además de algunos cubanos, chinos y neonazis). La tensión venía del conflicto político y, por tanto, hacía posible que las historias de James Bond estuvieran inscritas en el mundo. Aunque este mundo era casi una caricatura cuando era pasado por el lente jamesbondiano, las luchas estaban intactas: la Unión Soviética (y sus aliados) contra el resto del mundo (o: Inglaterra y Estados Unidos, representado por Felix Leiter, agente de la CIA, colega y amigo de Bond).
La espía que me amó. De Rusia con amor. Al servicio secreto de Su Majestad. La semántica de James Bond resumía sus ideas principales: espionaje y socialismo soviético. El Servicio Secreto, según Ian Fleming, otorga “licencia para matar” a los agentes secretos designados con el prefijo “00”.
Puestas las cartas, era fácil entender a Bond, a pesar de su ironía: adalid de lo justo y lo bueno de este mundo, que puede matar. Sus historias son presentadas como capítulos con estructuras inamovibles: una persecución improbable como secuencia inicial, un villano con planes de destruir el mundo, una orden de M que James desobedecerá, dos chicas Bond contrapuestas, el suministro de gadgets salvavidas de Q, escenas “de cama” y escenas de acción, y en el centro un hombre atractivo, maduro, severo, pero un tanto hueco e inaccesible.
En las primeras (¿qué?, ¿diez?, ¿quince?) historias de James Bond, el enemigo fue más o menos el mismo (en la novela de Casino Royale, Vesper Lynd es una contraespía rusa). Luego se cayó el muro de Berlín. El fin de la Guerra Fría pegó en la narrativa de James Bond como el cese de los gobiernos militares en la literatura latinoamericana. En los noventa, cuando la franquicia volvió con Pierce Brosnan (no el peor Bond, pero sí el que vivió las peores tramas), los villanos se hicieron más variados, los complots más enredados y los zapatos con dagas, el cigarro-misil, el coche que se convierte en submarino o se hace invisible dejaron de ser graciosos. Lo que antes era entretenido ahora es ridículo.
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Casino Royale (2006) fue, para la saga de James Bond, lo que Batman begins para las adaptaciones cinematográficas de Batman. Una reinterpretación de la historia que antes fue tratada con fanfarria, a través de una mirada más oscura, tal como lo exigen los tiempos (el mundo post-septiembre once, presenta).
Antes de este reseteo bondiano (Casino Royale abre con los asesinatos que le valen el grado de doble cero a Bond, por tanto anulando narrativamente las veinte películas predecesoras), James Bond no crecía como individuo. Era como la familia Simpson: pasaban los años, pasaban las épocas, el mundo se dividía, y él seguía igual, martini en mano, traje arreglado por sastre, reloj costosísimo en su muñeca, mujeres bellas a su alrededor.
Aunque el James Bond de Daniel Craig abreva de la misma fuente que los cinco anteriores (incluido George Lazenby, quien lo interpretó una sola vez), es otro James Bond. Es quizá el verdadero James Bond, tal como lo describió Ian Fleming: frío, desconfiado, herido en su orgullo, concentrado, hijo de puta.
En Casino Royale, esta deliciosa escena entre James Bond y Vesper Lynd (Eva Green, en adelante La Chica Bond de la que todas las demás serán una pálida comparación), una reta de deducciones estilo Sherlock Holmes que también es un coqueteo sensualísimo y un duelo actoral.
Más adelante, James Bond es torturado… desnudo, sentado en una silla, con un latigazo que va directo a sus testículos. Aún más adelante, James Bond es traicionado por Vesper, y el hombre derrotado se dobla de dolor, y llora. James Bond llora.
La idea de que Sean Connery es el mejor James Bond está bien. Pero Sean Connery, al ser Bond, era Connery: el mismo valemadrismo, la sonrisa burlona, el mojo con las mujeres. Craig, en cambio, interpreta a su Bond con tanta seriedad que es factible encontrarlo, dos años después, en otra misión (Quantum of Solace, 2008), intentando vengar la muerte de Vesper: esta clase de universo cronológico se había visto raras veces en la saga (y un James enamorado nunca, obvio).
En Skyfall (2012), James Bond siente por primera vez el Inexorable Paso del Tiempo. El famoso MI6, víctima de un ataque terrorista, se muda a los subterráneos en los que Winston Churchill se ocultó durante los bombardeos a Londres. El villano no es otro país, otro ideal, sino un ex agente doble cero, Raúl Silva, interpretado con magistral locura por Javier Bardem (la escena en que se presenta a Bond, con un fugaz destello homoerótico, es la más disfrutable; tal vez la segunda es cuando Bond persigue a un hombre en medio de una oscuridad surcada por neones trippy en Shanghai).
Skyfall es más personal y dura que las anteriores películas, pero a la vez que se emancipa de ellas, les rinde tributo. Lo hace través de las referencias: un sobre for her eyes only, un James Bond que se mete a la regadera con una chica linda, una pastilla de cianuro, el asiento eyector dentro de un Ashton Martin, el regreso de cierta secretaria encantadora… El nuevo Q (un adolescente genio, más acorde con nuestros tiempos de entrepreneurs) le entrega a Bond sus gadgets correspondientes, un radio miniatura y una pistola que sólo responde a su ADN; esta última, menos una máquina para matar que una declaración de principios. “No esperabas una pluma explosiva”, advierte Q, guiñando hasta el infinito.
Skyfall le hace justicia a sus rituales: hay un Bond, James Bond de rigor, un martini shaken, not stirrred implícito (en una toma bella: la barista termina de mover el agitador, y James exclama Perfect!), una persecución improbable en una locación exótica como secuencia inicial (Bond persigue a un hombre en moto sobre los techos de Estambul y luego pelea con él sobre un tren en movimiento). Es bondiana como ninguna porque decide desbocarse sobre sí misma: el conflicto principal ocurre entre M y James Bond, como si el universo Bond por fin se reconociera como tal y le asignara un lugar a sus mitologías.
Este desapego a su propia fórmula también tiene que ver con el mundo al que ahora se suscribe. En una audiencia pública en la que M comparece ante el Comité de Inteligencia y Seguridad por los malos resultados del MI6, Dame Judi Dench (perfecta, como siempre) se cuestiona si el espionaje es necesario cuando los enemigos son invisibles, cuando no forman parte de una organización (la URSS, Al Qaeda) y son en cambio sujetos ordinarios, insertos en la vida diaria. Después del sermón, Silva se infiltra en la sala vestido de policía, disparando a quemarropa. No hay honor en el ataque terrorista, que se vuelve de inmediato un símbolo (de nuevo, Nolan y su influencia en la saga Bond).
Al final, Sam Mendes vuelve a James Bond en algo muy de su estilo, una película sobre reflexiones más que una película sobre acción. Incluso, la acción se dosifica y la secuencia clímax ocurre de noche, con usos de luz más artísticos que hollywoodenses.
Hay dos momentos que la hacen indispensable: uno, la secuencia tradicional de créditos con la canción interpretada por Adele (ay, casi Nancy Sinatra con “You only live twice”). Bond en un abismo. Bond disparando a su reflejo. Otra reinterpretación del clásico collage con siluetas de mujeres, pero con un claro sentido sobre la historia que está antecediendo. Y Ralph Fiennes, las pocas veces que está cuadro, la importancia sutil de su papel sobre la historia.
Skyfall podría ser la mejor película de Bond (si no existiera Casino Royale).
**Esto salió originalmente en el blog de cine de Letras Libres**
Apenas vi Finding Forrester. Me gustaría tener un mentor.
Empecé a pensar una teoría sobre cómo asumirte escritor implica una salida del clóset (la salida del clóset del escritor). Hay una desnudez ahí. Una exposición de sueños muy caros e íntimos. Luego vi que el personaje de Sean Connery, además del hiper-obvio guiño a J.D. Salinger, está basado un poco en John Kennedy Toole, y leí sobre su vida, y la paranoia y la humillación a las que lo llevó el rechazo de su novela, y el posterior suicidio. El adolescente talentoso del Bronx que oculta su talento, además, lo oculta por un motivo. De nuevo, asumirte escritor es una declaración de principios. Y pensé en todos los escritores que conozco, que he tenido la suerte de conocer, y los que leo aunque no conozco, que escriben maravillosamente pero no se han asumido. Y es lo mismo que en la otra salida del clóset. Hay riesgos que es difícil correr. Pienso en algunos que incluso repiten que no son escritores, y en la negación se asumen. Pero nadie los apura. Escriben. Es lo importante. Aman escribir.
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Ayer también vimos Moonrise Kingdom (la rentamos en iTunes). Es preciosa, desde el principio; la paleta de colores es bellísima y todas las tomas son simétricas, y hay montajes hermosos (spoiler: cuando se leen sus cartas en voz alta y ves sus problemas y sus vidas tristes y la violencia en la que viven, y cómo se acompañan en esta adversidad). Pero no logré conectar del todo con ella. Me reí (Jason Schwartzman es casi siempre una versión de Jason Schwartzman, pero Jason es tan bello que es bello verlo donde sea) y me conmoví un par de veces (en esa escena), y es cierto que es la culminación de la estética de Wes Anderson… pero Rushmore sigue siendo mi favorita de él. Y es una película que no tiene estética, no al menos la estética planeada y meditada de The Royal Tenenbaums o de ésta, pero que tiene mucha fibra y sentimiento, y donde puedes palpar la tristeza de Bill Murray como algo crudo, sin filtro Instagram, pues.
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Ayer criticamos a Gus Van Sant pero luego me di cuenta que sí me gusta, o que me gustan muchas películas de él al menos. La última que había visto de él fue Paranoid Park y me pareció hermosa (es un problema no intentar escribir crítica objetiva cuando escribo de lo que me gusta y verme en dificultades porque lo que me parece bello, me parece bello, y no encuentro muchos sinónimos de esto). Claro: todas las historias que interpretan Crimen y castigo me van a gustar por ósmosis, pero aún así. Elephant también me gustó. Me gusta la forma en que retrata a los jóvenes. Esas tomas innecesarias -que tal vez no ayuden a que la trama avance- de conversaciones de adolescentes que no dicen nada, que sólo ensayan formas de convivencia social. El final de Finding Forrester no me gustó y hasta parece capítulo de caricatura un poco (Jamal está acusado de plagiar y William Forrester, el escritor famoso y recluido, llega a su escuela y lee una pieza del joven escritor, probando su talento). Además, no está bien que le aplaudan a un escritor. En la mañana vi un capítulo de Mad Men al azar, Waldorf Stories, que me pareció impresionante: la carrera de Peggy como un espejo de la de Don, y la importancia de tener más fracasos que éxitos, y tal vez de que nadie te aplauda durante un buen tiempo. Tal vez luego escriba algo estructurado de eso.
Sólo he visto The Dark Knight una vez, la única vez que la vi en cine en 2008. Pero me gustó muchísimo. Y cuando lo pienso, creo que fue por el discurso final del teniente Gordon. Esta frase sobre todo, que no olvido: “We’ll hunt him, because he can take it”.
Hay muchas ideas en esa frase: el sacrificio. El héroe manchado. El héroe que resiste.
He’s the hero Gotham deserves, but not the one it needs right now. So we’ll hunt him, because he can take it. Because he’s not our hero. He’s a silent guardian, a watchful protector… a dark knight.
Toda la idea es épica. La película entera está llena de ideas, de leitmotivs, como una obra de literatura.
Pero lo que yo entendí, lo que ponderaba sobre todo cuando recordaba lo buena que era, es que Batman seguiría peleando, a pesar de Gotham. A pesar de la policía. A pesar de que la ciudad por la que lucha lo desprecia. Because he can take it.
Por eso, me decepciona su caída. O no. Creo que la caída es una idea poderosa. Y que lo que hace a Batman un superhéroe tan fascinante es que es humano y envejece y se cae y sangra. Y que verlo en la caída es importante porque también es un súperheroe -aunque uno humano- que se levanta de las cenizas. Ahí está la idea. El murciélago fénix.
Pero lo que me conflictúa es eso: que la idea de la segunda tenga que devaluarse para que la idea de la tercera brille. El sacrificio se convierte en derrota. El vigilante protector se deja vencer. El he can take it se convierte en he couldn’t take it. No es un caballero oscuro, sino un caballero caído. Lo cual, ya dije, es importante. Es más importante que el sacrificio porque explora temas más complejos.
Entonces, sin la mano confiada de la segunda, The Dark Knight Rises trata de llevar a cabo su idea por todos los medios. En lo visual, lo simbólico. Aún así, después de todos los momentos ridículos, la muerte chusca de Marion Cotillard, la voz que después de Abed de Community no puede tomarse en serio, la boca enorme de Anne Hathaway, las ridiculeces que ya todos han apuntado como si enumeraran los defectos de una mujer fea, a pesar de todo eso, hay esos momentos: las explosiones silenciosas, el hoyo, la ciudad cubierta de nieve, la quebradora.
Al final, queda una idea que es poderosa por sí sola -la caída-, aunque cuando recuerde la película, años después, ya no sienta esa emoción del sacrificio. Esa otra idea, que sí fue bien ejecutada, me la quitaron.
Hagamos una película de narcos, debió pensar Oliver Stone. Hagámosla realista. Habrá descabezados y mensajes intimidantes, como en los cárteles. Sangre. Explosiones. Persecuciones. Hackersque hackean golpeando furiosamente un teclado. Habrá humo de marihuana y entonces la cámara se alejará, la imagen se distorsionará, nuestros actores pondrán ojos de beatitud, sumidos en la pacheca, como en la vida real. Además, como es de narcos, tendremos a Demián Bichir y a Salma Hayek. Y a Benicio del Toro, que no es mexicano, pero qué bien le salen los mexicanos (piensa Oliver Stone). Y sexo, sexo desenfrenado, sexo entre tres incluso, pero como un acto de amor. Todo eso tendremos.
Pero Savages, cómo pudo anticiparlo Stone, es un fracaso. Parte de una anécdota que por sí sola es poco verosímil (chavos fresas en Laguna con negocio sustentable de marihuana enfrentados a un cártel poderoso) y luego pretende desenvolver el conflicto como si éste fuera posible, como si dos chavitos que fuman marihuana recreativamente pudieran enfrentarse –tener la oportunidad de hacerlo– contra un cártel sanguinario.
Pero veamos: Ben y Chon son dos amigos californianos que surfean (porque son californianos, qué más) con la idea grandiosa de cultivar semillas de cannabis provenientes de Afganistán y comercializar su propia marihuana extra potente. ¿Pero cómo? Uno es ex miembro de la armada SEAL y el otro estudió negocios y botánica en Berkeley. Fácil. Donde uno tiene cicatrices protuberantes y wargasms en lugar de orgasmos, el otro enseña a leer a niños en África. Su negocio está tan exento de violencia que parece iniciativa verde, como un Starbucks de la ilegalidad.
Ophelia (Blake Lively, interpretando a Blake Lively), O, es su amante compartida. Los tres viven la California de sus sueños hasta que el Cártel de Baja les propone una asociación, que rehúsan. O es secuestrada. El Cártel de Baja les manda mensajes por mail, en letras gigantes, rojas y con caritas felices. Cada que llega un nuevo mensaje, suena la tonadita del Chavo del Ocho. En el primero hay unas cabezas –nunca se dice de quiénes. ¡Miren estas cabezas decapitadas!, parece decir el Cártel. ¡Miren qué malos somos! Excepto que Oliver Stone desestima, en todo su barroquismo sanguinario, la lógica elemental de una organización criminal.
Ahí es donde Savages, además de churro dominguero, es deshonesta. Retrata la violencia del narco (decapitaciones, torturas), asumiéndolos como los salvajes que, en su infinita hipocresía, se escandalizan con el mènage a trois de los gringos, pero termina presentándolos como una bola de pendejos. Eso son para Stone: mandan mensajes violentos con imágenes de víctimas, que sin embargo no son las víctimas de los receptores del mensaje. Además, los mandan por internet. Por internet. Lo tecleo de nuevo: por internet. Con tonaditas del Chavo del Ocho.
Savages es, además, obsoleta. Pensé que ya habíamos superado la idea folklórica de la reina de cártel. Pero no. Y para que quede claro: se llama la Reina Roja. Y es Salma Hayek. Hablando spanglish, usando pelucas, viendo películas de Pedro Infante. Un cliché. Si a Oliver Stone le interesa tanto el narco, si respeta el tema tanto como pregona, ¿por qué no se molesta en inventarse un jefe de cártel creíble, duro, estratega, curtido, desalmado hasta donde es necesario, un hombre que ha perdido todo y lo ha creado de nuevo? Podría inspirarse en este perfil del Chapo Guzmán, Cocaine Incorporated, en la revista de The New York Times. Hay más cinematografía en un párrafo de esa pieza periodística que en 131 minutos de Savages.
Podríamos pedirle verosimilitud a Stone. No la hay. Una rehén sin importancia pide hablar con la jefa del cártel y se lo conceden, vaya, hasta termina cenando con ella. Por tanto, no podemos pedir eso. Pero tal vez podamos pedir seriedad.
Alejandro Hope, uno de los expertos que han estudiado más a fondo los intríngulis del crimen organizado y el narcotráfico, ha hecho estimaciones de los ingresos del narco: la conclusión es que es imposible saber a ciencia cierta cuánto dinero mueve el narco, tanto en distribución como en mercados dentro de Estados Unidos. Entonces, ¿por qué Stone afirma con tanta soltura que la economía de México depende por entero del narco? Y entonces, si es como Stone cree, ¿por qué la jefa de un cártel tan poderoso se lanzaría contra un par de comerciantes indie que, además, sólo venden marihuana? Seguramente Stone, en su investigación, aprendió que los ingresos por exportación de cocaína son más del doble que los de marihuana, según esta presentación, también de Hope.
El narco no es un tema menor. Lo peor: es un tema fascinante, con cientos de aristas. Una sola nota de un caso relacionado al narcotráfico da para trama de película, como ésta que acaba de aparecer en El Universal. Pero no. Stone se basó en una novela y creyó con esto retratar al fin lo que es el crimen organizado, incluido el agente de la DEA corrupto (John Travolta, indigestándose con comida rápida en cada escena en la que aparece).
Al final, Savagesdesperdicia sus recursos. Menosprecia a sus actores: la única escena donde Bichir aparece realmente es una donde trae el ojo medio salido, Emile Hirsch la hace de un analista financiero/ciclista que, sorprendentemente, nunca se desprende de su atuendo de ciclista y Sandra Echeverría es un adornito nada más. El contexto, en Savages, se vuelve prescindible: hay una vaga mención de las elecciones en México y un jefe del narco, El Azul,con un Joaquín Cosío al que no permiten explayarse. Sin contar el final, que arranca las carcajadas.
Si Stone quería hacer arte donde las telenovelas colombianas han transigido, falló. En su épica digna de Galavisión, como siempre, los mexicanos son los malos y los gringos son los buenos. Pero si buscaba ridiculizar un tema que, en sus cifras más laxas arroja 60 mil muertos en un sexenio, triunfó. Por supuesto, el suyo es un triunfo vergonzoso.
Hace poco vimos The Descendants. Toda la primera parte me aburrió increíblemente. Pero a la mitad justo algo pasa, no sé qué, y la historia adquiere otro tono. Hay una escena que me conmovió muchísimo: después de muchas aventuras con su papá y su hermana en busca del amante de la madre que está en coma, una trabajadora social le explica a la niña precoz que su mamá morirá. Y la película es muy honesta: ésta es la reacción auténtica de una niña de esa edad. No hay las miradas introspectivas o reacciones mudas que según las películas tienen los niños ante la muerte. Hay llanto. La niña que a los diez años ya está hiper-sexualizada y dice groserías, al saber que su madre morirá pronto, vuelve al estado de inocencia. Aquí es donde The Descendants te hace llorar, como marca el cliché. Al volverse, la niña mira a su padre, que la mira consolándola. Esa mirada consoladora. La primera vez que leí Año nuevo, brevísimo cuento de Inés Arredondo, lloré:
Estaba sola. Al pasar, en una estación del metro de París vi que daban las doce de la noche. Era muy desgraciada; por otras cosas. Las lágrimas comenzaron a correr, silenciosas. Me miraba. Era un negro. Íbamos los dos colgados, frente a frente. Me miraba con ternura, queriéndome consolar. Extraños, sin palabras. La mirada es lo más profundo que hay. Sostuvo sus ojos fijos en los míos hasta que las lágrimas se secaron. En la siguiente estación, bajó.
Esa mirada consoladora, después de ese momento, simboliza todo lo que me da miedo en el mundo.
Para María, que ahora trabaja en su tesis sobre Paprika.
No dejo de pensar en la secuencia inicial de Paprika: el sueño del detective Toshimi Konakawa. Está el disparate propio de los sueños, en el que narrativamente puede experimentarse, pero la estructura onírica tradicional es respetada: secuencias que se superponen (el cambio de escenarios: “estaba en una feria, pero luego ya estaba en la escuela, aunque yo sabía que era la cocina de mi casa”); ambientes y atmósferas que se transforman y a veces guardan distancias enormes uno del otro; la transición de estados de ánimo con demasiada rapidez (entras a una secuencia nueva, que es alegre o por lo menos pintoresca, pero aún permaneces afectado por las imágenes de la secuencia anterior), y por tanto: el carácter siempre confuso de los sueños; los temores más acendrados, la repetición sistemática de los símbolos, hasta las sensaciones básicas de caída libre y gravedad distorsionada, etcétera.
Al despertar, Konakawa puede ver el sueño de nuevo, como si fuera una película. La terapeuta (Paprika) que lo acompañó en el sueño analiza con él cada secuencia, buscando extraer el significado en bruto (con los símbolos ahí puestos) de su subconsciente. Al principio, Konakawa puede examinar las imágenes sin alterarse demasiado. Entonces, llega una escena en la que, desde una jaula, observa a una horda que se le acerca y lo ataca, con un detalle: todos tienen su rostro. Konakawa suda y tiembla. Es llano (es japonés), sólo murmura: eso fue muy perturbador.
La reacción de Konakawa me inquietó muchísimo la primera vez. Imaginé entonces cómo sería ver los propios sueños, como un video que puedes pausar, adelantar, fijar en una imagen para mirarla por minutos y luego asimilarla. Imagino que hay una razón por la que no estamos programados naturalmente para recordar nuestros sueños. Se logra con mucho tiempo. María y yo (es una gran presunción) somos buenas soñadoras. Es un entrenamiento. Supongo que incluso cuando nos entrenamos para recordar nuestros sueños y también para vivirlos de modo consciente, elegimos después qué recordar. Tal vez los sueños deben accederse sólo desde la conciencia. Tal vez nadie debería mirarlos en crudo: observar el cardumen absoluto, completamente detallado, de todas y cada una de las imágenes que componen nuestros sueños. Imagino que lo que hay ahí adentro debe ser, a veces, intolerable y, muy seguido, monstruoso.
En una parte de I’m Still Here, Joaquin Phoenix se pregunta, desesperado: is the dream unattainable or is it just the wrong dream?
Qué película-documental-mockumentary tan desgarrador. Se necesitan muchas agallas para llevar un performance más allá de las dos horas de una cinta y encarnarlo en cambio en tu vida diaria, interpretando el papel del actor lunático y talentoso que flipa de repente. Las mismas agallas que se requieren para gritarle a un tibio Ben Stiller cuando te muestra un guión, ver cómo se queda sin palabras, pero luego se venga burlándose de ti en una entrega de premios. Todo lo que es repulsivo, triste y ridículo de la industria: una broma monumental, una tomadura de pelo, un hoax que muchos considerarán de mal gusto, pero que encierra en la burla su tesis misma: no toleramos la decadencia.
Alrededor de Mulholland Drive hay muchos mitos. Además, desde luego, del propio que la trama propone: la prueba fehaciente es la lista de diez pistas que David Lynch (director y autor del guión) presenta paralelamente a la trama. La versión más aceptable es que el estudio –los franceses de Studio Canal– obligó a Lynch a producir un método alterno que explicara una película cuyo argumento, sencillamente, era incomprensible: en las primeras semanas de exhibición la cinta provocó pérdidas millonarias a Studio Canal. El otro mito, más bien cierto, es que la película fue concebida en un principio como un proyecto exclusivo para televisión. Cuando David Lynch encontró quien produjera la cinta que él originalmente imaginó, el formato cambió y se hicieron los ajustes necesarios; de ahí que los detractores del filme afirmen que algunos cabos sueltos (como, por ejemplo, la escena de los dos hombres en Winkie’s) son resultado directo de una supuración de personajes que, en una serie de televisión, llevarían cierto seguimiento. En realidad la afirmación anterior puede invalidarse de inmediato al reconocer que la película, aún cuando requiere un mínimo de dos veces para entenderse a profundidad, no tiene un solo cabo suelto: el misterio propuesto se resuelve en varios niveles y siempre con la discreción casi elitista de quien es un cineasta de culto y por ello puede darse el lujo de dirigir una historia complejísima y oscura. Pero jamás absurda o sin sentido.
En realidad no hay un argumento tangible sobre el cual construir la premisa de la cinta. Podría acotarse que la protagonista –una Naomi Watts sorprendente, que actúa mal a propósito y que luego, atada a las exigencias del guión, logra una transformación incluso física, temperamental– es una actriz canadiense venida a menos en un Hollywood banal y a veces tenebroso. La antagonista (la actriz de origen mexicano Laura Elena Harring) es una misteriosa mujer alrededor de cuya identidad gira la primera parte de la cinta. Y luego viene el golpe, el punto sin retorno a partir del cual las diez pistas parecen inminentes, aunque difícilmente necesarias. De hecho, cuando se logra la completa dilucidación de la historia, la lista de Lynch se antoja un mal chiste, un guiño evidentemente burlón para el espectador que espera las respuestas en bandeja de plata. La cuarta pista (“un accidente es un evento terrible, note el lugar en el que ocurre”) parece una bofetada con guante blanco: lo primero es indiscutible y lo segundo, el título de la película. Y en realidad no ayuda en lo absoluto para resolver el misterio. La función de las pistas es, luego de comprendida la cinta, comparar lo expuesto con lo explicado.
[Spoilers mayores a continuación]
Mulholland Drive, revelada
Dos pistas son reveladas antes de los créditos iniciales: la cámara sigue los contornos de una cama (sábanas y cobijas que veremos de nuevo, más adelante) y, luego de una respiración entrecortada -¿producto de una ingestión exagerada de drogas, alcohol? ¿una crisis emocional? Las probabilidades son infinitas y, lo mejor, opcionales-, una cabeza parece colapsarse contra la almohada. El sueño comienza.
La anécdota del sueño ha sido explotada por el cine incontables veces y sí, se ha convertido en un cliché. Baste recordar Abre los Ojos, de Alejandro Amenábar y su contraparte hollywoodense, dirigida por Cameron Crowe, Vanilla Sky. La diferencia es que, contrario a la mayoría de filmes apoyados en vueltas de tuerca, Mulholland Drive nunca explica el recurso deliberadamente. A pesar de que en momentos es obvio: cuando Diane Selwyn/Betty está a punto de despertar, el vaquero aparece sin más frente ella y le dice “despierta”. Ello sin contar que la atmósfera de la primera parte –el sueño– es indudablemente inverosímil, casi onírica. El espectador comprende de inmediato que algo está mal: la ingenuidad superlativa de Betty, los personajes acartonados, las situaciones absurdas, los misterios sin resolver.
La verdadera historia, la real, es simple. Se trata del amorío frustrado entre dos actrices: Diane Selwyn y Camilla Rhodes. Gracias a los flashbacks (y cuyo espacio temporal puede inferirse a partir de un objeto que Lynch menciona en las pistas: el cenicero que aparece y desaparece de la mesa) se descubre lo enfermizo de la relación, la insistencia de Diane por continuarla y la resistencia de Camilla, su traición. Después de que Camilla consigue el papel estelar en la cinta The Silvya North Story (pistas 3 y 8: el talento por sí solo no ayudó a Camilla) la ruptura es ya evidente: sostiene un romance con el director, Adam Kesher, y abandona a Diane –quien, para complicar el panorama, ansiaba el rol de Camilla–. Una situación desencadena el trágico final: Camilla invita a Diane a la cena en que anunciará su compromiso con Kesher y la humillación extrema en que se convierte la escena para Diane es luego sufrimiento desmedido: para ella, para quien la invitación significaba quizás una reconciliación. La desesperación la lleva a contratar un matón y, aunque nunca son explícitos, se sabe que es para matar a Camilla. El matón le da una llave azul, “cuando la veas en el lugar que acordamos significará que el trato está hecho”, verla en la mesa (fría, hermética y tonta; una llave que no abre nada pero que encierra un simbolismo insoportable) significará que Camilla está ya muerta. Y la anécdota es circular: la mañana en que Diane descubre la llave en su mesa, y especialmente después de un sueño sobrecogedor, es el final y principio de la historia. Su neurosis, sus demonios, su culpa, el sueño… finalmente Diane no puede con el peso de la situación y se suicida.
El sueño, una vez aceptado que es sueño, tiene mucho sentido y lógica. Roba elementos de la realidad y los mezcla y confunde. Diane se sueña como una idealización de sí misma: la inocente y bondadosa mujer que, en la vida real, jamás fue. La talentosa y amada mujer que nunca supo ser. Idealiza a su amante, le roba su identidad y la sueña como una mujer desprotegida y casi inválida. En la vida real Camilla llevaba las riendas de toda relación, era poderosa, seductora e insidiosa. En el sueño de Diane la razón por la que nunca obtuvo el papel se reduce a una mera confabulación, jamás explicada, de una mafia que insiste, sin razón aparente, colocar a cierta actriz (el nombre de Camilla y el rostro de una mujer vista en alguna parte, que le robó algo más que un papel: la atención mínima y un beso poco inocente de quien Diane ama) en la película de Adam Kesher. Él, de hecho, es un perdedor en su sueño. En la vida real fue su rival y el único ganador. El fajo de billetes (con los que le paga al matón) aparece en el sueño, de pronto, en la bolsa de Rita/Camilla. El matón mismo protagoniza una escena cómica y aparece como incompetente y torpe. La llave simbólica es en el sueño una llave de aspecto peculiar que abre una caja… o nada en realidad, solamente abre o cierra las realidades alternas. La anécdota que le escucha a Adam de pasada en la cena se convierte en otra escena cómica: la de él cuando descubre a su esposa y el limpia-albercas en la cama. Y los rostros que vio en la cena (sin duda el evento que más la afectó): el hombre que luego se convierte en el mafioso Castigliani (por cierto, un cameo del compositor Angelo Badalamenti), el vaquero, la falsa Camilla Rhodes, la madre de Adam/Coco. Todo ello se mezcla magistralmente en el sueño con el inconsciente y anhelos más íntimos de Diane. Y es que es evidente, en su sueño, el amor inenarrable que siente por Camilla: su visita al Club Silencio, las palabras que le dice, la historia entera que le dedica. Al final, Mulholland Drive no es más que una historia de amor.
La cinta de Lynch es también un homenaje al cine mismo: algunas escenas y personajes están construidos especialmente como una respuesta a diversos géneros cinematográficos. El trabajo de un hombre (podría decirse que es una antipelícula, en cierto grado) que conoce la industria fílmica a la perfección.
Decir que el incesto es una transgresión moral es caer en un lugar común. Y, sin embargo, cuánto hay de cierto en esta afirmación. El arte ha explorado el tema con tal singularidad y fascinación que de pronto nos parece tan trágico como romántico y tan erótico como repugnante. En The Dreamers (Francia, 2003), Bernardo Bertolucci –maestro del erotismo cinematográfico– dirige la parábola de un amor enrarecido y poco ordinario. Isabelle y Theo son dos hermanos gemelos que han crecido en un mundo aparte, construido sobre la inocencia de lo que existe afuera y no conocen, sustentado en la perversidad erótica del juego que crece en intensidad y peligro. El amor que no se llama así, que no puede reconocerse ni perpetuarse.
Y es por el incesto que dos escritores mexicanos convergen en una ruta poco transitada y hasta temida. Uno, decoroso y ambiguo. El otro, discreto en la lenta pero aviesa explosión. Carlos Fuentes (México, 1928), en algún momento de su cuento Un Alma Pura, dice a través de su protagonista “no necesitábamos decir que lo mejor del mundo era caminar juntos de noche, tomados de la mano, sin decir palabra, comunicándonos en silencio esa cifra, ese enigma que jamás, entre tú y yo, fue motivo de una burla o de una pedantería”. En el viaje que la llevará de regreso a México desde Suiza y con el cadáver de su hermano como peculiar equipaje, Claudia compone con sus pensamientos la historia separada, trágica y volátil del amor que desde siempre la ha unido a Juan Luis –el hermano de sangre, piel y destino. Fuentes no escatima en referencias, guiños y coordenadas. Planea seducir con el cuadro inamovible de una historia que, en ese contexto, sólo ha podido suceder una vez y en un momento. Porque Claudia y Juan Luis son individuales como su historia. Porque no es el incesto el que permea en la circunstancia sino la circunstancia la que se impone a esta particularidad. Que su amor sea incestuoso es una certeza que ni siquiera ellos pueden comprender del todo y aunque la intuyen, lo demás (el ambiente, la vida, el año y el presente que para Fuentes es todo lo que existe y sin cuyos límites no existen historias ni corazones rotos) es lo visible, lo tangible, lo que se puede comprobar. Fuentes confiesa el tabú con sólo sugerirlo. El incesto es una sombra que recorre un cuento escrito con la plena conciencia de que las historias suceden sin motivos ni trascendencias, que se ubican en un momento preciso y del cual no pueden escapar. Fuentes parece (o finge, más bien) no comprender que el tema que ha elegido para engatusar a sus personajes es universal, que no puede conceptualizarlo como una cualidad más, como un adorno cualquiera.
En Juan García Ponce (Mérida, Yucatán; 1932) el incesto, aunque sugestivo, es mucho más abierto y sensual. El marco del cuento Imagen Primera es discreto y recatado: los límites son aquellos que surcan una casa familiar y fuera de ella sólo suceden actos aislados que no parecen compararse en intensidad con los pequeños detalles que el entorno familiar aparta. Inés y Fernando son dos hermanos que, primero juntos y luego separados, crecen sin más idea que la presente y visible. Tampoco saben que entre ellos ocurre un fenómeno distinto al amor fraternal pero cercano, en cambio, al pasional y erótico. García Ponce no es cosmopolita como Fuentes (no lo es, al menos, en esta historia en particular) y por ello su relato es más íntimo y sencillo. No hay transgresiones al lenguaje ni a la cronología ni al orden. Sólo hay descripciones concisas, diálogos, rectitud. Pero entre las palabras, en apariencia inocentes, se esconden la provocación y las miradas furtivas, el erotismo y los deseos reprimidos. Cuando, cercano el final, García Ponce confiesa que “Inés sintió su mano abandonar la suya y subir por su brazo para abrazarla por completo, y cerró los ojos para esperar la boca que respiraba apenas contra su mejilla…”, el lector sabe ya de antemano que no puede haber nada terrible entre un hombre y una mujer que se unen por el amor. Y que el amor no puede ser transgresor.
¿Por qué, si el tema es tan antiguo como las tragedias griegas, ambos escritores mexicanos fueron vistos como auténticos infractores de la tradición literaria del México de mitad de siglo? La respuesta no se encuentra en ellos como escritores, sino en la fractura entre las corrientes literarias. Los contemporáneos fueron vanguardistas, todos ellos. Y la vanguardia implica, a menudo, contravención.
Pero de regreso a los hermanos franceses, cuando Isabelle le dice a Theo que lo ama y que es para siempre, Theo no comprende al principio a qué se refiere ella con lo último. Porque la ama también y no puede concebir que no sea para siempre. “Dicen que somos monstruos, fenómenos” dice él, contrariado. “Pero es para siempre”, insiste su hermana. Porque un amor así, nos dicen Fuentes y García Ponce, no puede ser monstruoso.
A veces siento que decir “Eternal Sunshine of the Spotless Mind es una de mis películas favoritas de todo el puto mundo” es asquerosamente demodé. Por Alá, es tan 2004, es tan “Güey, Michel Gondry, ¿viste su video de Björk? ¿Lo viste? Güey, es lo más”, es tan lugar común, tan todos la vimos y la amamos, tan no-indie, tan no-rara, tan no-de-culto precisamente por haberse convertido tan-de-culto. Escribir de ella me provoca la misma incomodidad que me provoca decir que también amo Fight Club, porque es la película favorita de toda una generación y casi siempre, de forma invariable, está en los perfiles de Blogger de una centena de sujetos.
Pero debo hacerlo. Siempre que la veo me conmuevo y lloro. Siempre termino pensando en esa idea tan bella de volver a hacerlo todo, sabiendo que terminará mal. A veces creo que la idea original de Kaufman, esa semilla brillante desde la que construyó toda la historia, no era la posibilidad de borrar a una persona de nuestra vida. Creo que su pensamiento original, su idea hermosa, era esa resignación poética ante la disyuntiva metafísica de volver a hacer las cosas que hicimos en el pasado, aún con la certeza de su fracaso.
“Si pudiera hacerlo todo de nuevo, si pudiera volver el tiempo y conocerte, lo haría todo igual”. Creo que la única forma de ilustrar esa situación hipotética, para él, vino en la forma de Lacuna Incorporated: si borráramos a una persona de nuestra vida, si la conociéramos de nuevo, y si después de conocerla aprendiéramos de nuestra propia voz, de nuestra propia experiencia grabada en un casette, que esa persona llegará a cansarnos, que la relación se tornará hostil, contaminada e hiriente, que todo terminará mal… ¿seguiríamos adelante? Es tan bello pensar que Clementine y Joel, dos tipos totalmente ordinarios, aburridos, llenos de fallas y manías y vergüenzas, tan rotos como el resto de la gente, deciden hacerlo.
Me gusta mucho este diálogo. Es tan simple y tan poderoso al mismo tiempo. Resume la aceptación de algo que terminará mal, pero que se sabe feliz, mientras dure.
Joel: I can’t see anything that I don’t like about you.
Clementine: But you will! But you will. You know, you will think of things. And I’ll get bored with you and feel trapped because that’s what happens with me.
Joel: …Okay.
En la vida real no tenemos la posibilidad de saber qué pasará en el futuro, cómo resultarán las cosas con una persona, y sin embargo… ¿No decidiríamos hacerlo de todas formas?
La otra idea que me gusta mucho en la película es la subtrama de Mary Svevo y el Dr. Howard Mierzwiak. Creo que habla del destino. No importa que te borres de la cabeza a una persona, si todo tu ser, tu historia de vida, las cosas que te gustan, la forma en que te relacionas, y además esa persona precisamente, lo que es, lo que significa, lo que hace en ti… si todo eso conspira para que te enamores, lo hará siempre, una y otra vez. No podemos escapar a eso.
Enamorarte una y otra vez de la misma persona, ¿no es eso algo muy bello?