Ensayo sobre Mario Bellatin y Guadalupe Nettel

Ensayito que escribí para la maestría que, para mí, todavía está en curso. Esto fue escrito en 2017, para que no digan.

Ahora que releo este ensayo, hay cosas que me disgustan y que cambiaría. Pero no quiero cambiarlas ni publicarlo en algún lado, así que así lo dejo, una comparativa sencilla, monstruosa, entre Nettel y Bellatin.

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Monstruo, ficción y reproducción en Flores, de Mario Bellatin y El matrimonio de los peces rojos, de Guadalupe Nettel

A Mario Bellatin le falta medio brazo y a Guadalupe Nettel, un ojo sano. Son, a su manera, monstruos. Unidos por el hecho de que lo más particular en ellos –en sus cuerpos y, después, en su literatura– es una anormalidad, un defecto, una falencia. En sus obras aparecen deformes aquejados por condiciones similares a las suyas: el escritor sin pierna de Flores (2004) o los jugadores de volibol sin dedos de La escuela del dolor humano de Sechuán (2001), en Bellatin; o la narradora de El cuerpo en que nací (2011), de Nettel,que nació con un lunar blanco en el ojo. Pero en su galería de freaks existen los de otro orden, el de las manías: en Nettel, el hombre que captura con su cámara fotográfica párpados defectuosos y la mujer que se arranca compulsivamente el pelo (en Pétalos, 2008), o el Amante Otoñal que practica una sexualidad alternativa y los hombres a los que les gusta lastimar niños, también en Flores, para no ir tan lejos ni bucear demasiado profundo en la prolífica, compleja y extraña obra de Mario Bellatin. También los une una nacionalidad fracturada: Bellatin, aunque nacido y educado en Perú, se considera a medias mexicano. Nettel, mexicana de nacimiento, ha vivido y estudiado muchos años en Francia. 

El monstruo los une, pero todo lo demás los separa. Ese todo lo demás es literatura: temas, procedimientos, modos de entender la labor literaria, de intervenir públicamente, de politizar –o despolitizar– la escritura. Pero el monstruo es poderoso. Flores y animales son monstruosos porque no son humanos, aunque se reproduzcan, ¿y no es la reproducción una especie de monstruosidad? Un duplicar lo extraño, el error. La deformidad de lo supernumerario. El cuerpo de una mujer que se hincha hasta que los huesos le crujen y su fisiología cambia, y también su interior y sus procesos. En Flores, una novela que se categoriza como fragmentaria, los fragmentos construyen un todo perfectamente cerrado: son pétalos. Las flores aparecen materialmente en la narración: recuerdan el olor de un laboratorio, cobran la forma de un texto profético, están plantadas en el paisaje que es escenario del asesinato de un niño, simulan a una madre y un hijo afectados por la radiación de Hiroshima, permanecen entre vivas y muertas en los cementerios, sin nadie que las cuide. En El matrimonio de los peces rojos, los animales son motivos y también protagonistas: tres peces Betta; un ejército de cucarachas; una pareja de gatos; una serpiente venenosa, y aquellos parásitos que pertenecen al reino fungi pero cuyo comportamiento bien podría caracterizarse como animal: los hongos de la candidiasis. 

Foucault, en su curso sobre Los anormales del College de France (las clases tomaron lugar en 1974-195, y el libro en el que nos apoyamos fue editado en 2008), establece la arqueología, el origen de los anormales del siglo XX, en tres categorías, todos seres peligrosos: el monstruo, que transgrede las leyes de la naturaleza y las normas de la sociedad, por tanto cometiendo una infracción doble que puede entenderse como jurídico-biológica; el individuo a corregir, con el que lidian los dispositivos de domesticación de cuerpos; y el masturbador, producto del disciplinamiento de la familia moderna. Todos ellos son excepcionales por su rareza, porque representan la excepción en cuanto especie, y porque combinan lo imposible y lo prohibido. El monstruo es la excepción por definición: cada anormalidad es única. El escritor definido como protagonista del relato, en Flores, lo representa de manera simple: el alto costo de las prótesis se debe a que no pueden fabricarse en serie, ya que cada malformación es particular. Y después, cuando Alba la Poeta inventa la historia de los gemelos Kuhn, que no tienen brazos ni piernas y a los que ha adoptado valiéndose de su legitimidad como poeta leída y publicada, recuerda el decir de un médico (que vendría a representar la ciencia) respecto a un proceso al final del cual “la sociedad acostumbraba reconocer que lo anormal estaba, de alguna manera, llamado a convertirse en lo esperado” (2004: 419). Si los padres de los gemelos se casaron, siendo hermanos, fue sólo porque “lo similar cura lo similar”, y entonces habría que esperar años para que “los cuerpos transmitieran, de forma natural, la verdad de los defectos” (2004: 420). Para Foucault, el monstruo es “la forma espontánea, la forma brutal, pero, por consiguiente, la forma natural de la contranaturaleza” (2008: 62).

Si para Deleuze el devenir en la escritura siempre implica una forma inferior, con la que el escribiente no necesariamente se identifica o mimetiza sino con la que entra en “zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación” (1996: 12), en Flores se deviene monstruo y, también, flor, que es lo mismo que decir especie, herencia transmitida pero, sobre todo, descomposición. Bataille, en El lenguaje de las flores, dice de los pétalos de una flor que, “tras un periodo de esplendor muy corto, la maravillosa corola se pudre impúdicamente al sol, convirtiéndose así para la planta en una escandalosa deshonra” (2003: 29).

Los personajes de Nettel no devienen animales; quizás es lo inverso lo que ocurre, si es que puede decirse algo como esto: sus animales devienen humanos. Tómese el cuento que da título a la colección de El matrimonio de los peces rojos, en el que una pareja a la espera de su primera hija recibe de una amiga dos peces Betta cuyo errático comportamiento se convierte, rápidamente, en reflejo de la lenta descomposición de la pareja (como una flor que, bella cuando está viva, y todavía un símbolo del amor, termina pudriéndose). Los peces son animales domésticos, aunque no ofrecen materialidad puesto que permanecen en un ambiente hermético y, por tanto, habitan una realidad ajena a la de la pareja. En Por qué miramos a los animales (1970), John Berger dice que los animales le brindan al hombre una compañía diferente ante la soledad de la especie. Sin embargo, el ambiente doméstico restringe su animalidad ya que (el animal) “está o esterilizado o sexualmente aislado, extremadamente limitado en sus ejercicios, privado del contacto con casi todos los demás animales y alimentado con alimentos artificiales”. Después de todo, mantenerlos confinados dentro de casas con el único propósito de su compañía, más allá de la utilidad que pueda extraerse de ellos, es una conducta reciente en la historia. Para Berger, “éste es el verdadero proceso material sobre el que se sustenta la extendida opinión popular de que los animales llegan a parecerse a sus dueños. Son hijos del modo de vida de sus amos” (1970). 

Hay alguna tesis, aunque vaga, en el libro de Guadalupe Nettel: la narradora de El matrimonio de los peces rojos cree que los animales “son como un espejo que refleja emociones o comportamientos subterráneos que no nos atrevemos a ver” (2013: 16). Entonces el vaivén de la trama reproduce los comportamientos de ambas parejas, la compañía constante y el ataque descarnado, el alejamiento y finalmente la muerte. En Berger, la relación de dependencia con el animal termina en que “el animal completa a su amo, ofreciéndole respuestas a ciertos aspectos de su carácter que, de no ser así, no se verían confirmados” (1970). Y como si algo de esto sospechara la dueña de los peces Betta, más tarde reflexiona: “Los peces son quizás los únicos animales domésticos que no hacen ruido. Pero estos me enseñaron que los gritos también pueden ser silenciosos” (2013: 24). La mirada del que juzga y comprende no le pertenece a la humana sino, extrañamente, al animal con el que la intercambia: “Muy pocas veces me asomé al cristal de su pecera y lo miré a los ojos (…). Él, en cambio, tuvo más tiempo, más serenidad para observarnos a Vincent y a mí” (2013: 15).

Según Foucault, en una tradición jurídica y científica, el monstruo puede leerse como la mezcla de dos reinos, el animal y el humano. Si este monstruo es fruto de la cópula de sus padres con un animal, en Flores es también la ciencia –su error, la posibilidad de su error– la que engendra monstruos peculiares, mutantes y afectados. Sin embargo es el monstruo moral el que causa mayor repugnancia, como el hombre que inocula el virus del sida en su hijo. Hay también en Nettel monstruos morales (su monstruosidad es interior, es su comportamiento el que produce repulsión): la familia que aniquila una plaga de cucarachas comiéndoselas, por ejemplo. Pero el monstruo siempre se resiste a la clasificación, del mismo modo en que Bellatin se escapa de los confines literarios efectuando una puesta en texto de lo que debería o podría ser un texto, a manera de fragmentos que sólo el ojo que lee puede unir. Con Nettel tenemos a una narradora que puede no ser confiable, pues su voz es la única que da cuenta de los hechos. Al reproducir a sus monstruos peculiares en obras que deben leerse como ficción, aunque tomen materiales de su propia experiencia, ambos autores efectúan una estrategia de sanación por medio de la clasificación: el muestrario de rarezas que, por su persistencia o mera existencia, pasan a formar parte de lo común y lo vivible. Incorporar lo falso en la ficción, dice Juan José Saer, no hace más que subrayar “el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario” (1997: 12). Quedan así emparentadas las flores y los animales, dos caras de lo monstruoso en lo cotidiano, dos nuevas formas de imaginar monstruos distintos: también objetos e ideas que reproduzcan lo perturbador humano, quizás el monstruo más monstruoso de todos.

Bibliografía

Bataille, Georges. “El lenguaje de las flores” en La conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2003.  

Bellatin, Mario. Flores. Barcelona, Anagrama, 2004. 

Berger, John. Por qué miramos a los animales. 1970.

Deleuze, Gilles. “La literatura y la vida” en Crítica y clínica. Barcelona, Anagrama, 1996. 

Foucault, Michel. Los anormales. Curso en el College de France (1974- 1975), Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008.

Nettel, Guadalupe. El matrimonio de los peces rojos. Madrid, Páginas de Espuma, 2013. 

Saer, Juan José. “El concepto de ficción”, en El concepto de ficción. Buenos Aires, Ariel, 1997. 

Todos somos guacherna: la política del desvío en Ornamento, de Juan Cárdenas

Publicado originalmente en SENALC (Seminario de Estudios sobre Narrativa Latinoamericana Contemporánea)

Cárdenas, Juan. Ornamento. Cáceres: Periférica, 2015.

Hay dos epígrafes en Ornamento, tercera novela del escritor colombiano Juan Cárdenas (Popayán, 1978)De Adolf Loos, arquitecto austriaco, Juan Cárdenas elige un fragmento del ensayo Ornamento y delito, escrito en 1908. Del poeta colombiano León de Greiff, un verso del poema Balada de los búhos estáticos, de 1914. Leídos uno tras otro, tradición y pensamiento, el contorno epistemológico de la novela aparece como en un reflejo:

Cada época tiene un estilo, ¿sólo la nuestra carecerá de uno que le sea propio? Por estilo se quería entender ornamento. Por tanto, dije: ¡No lloréis! Lo que constituye la grandeza de nuestra época es que es incapaz de realizar un ornamento nuevo. Hemos vencido el ornamento. Nos hemos dominado hasta el punto de que ya no hay ornamentos. Ved, está cercano el tiempo en que las calles de las ciudades brillarán como muros blancos. Como Sión, la ciudad santa, la capital del cielo.

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En el jardín los árboles eran rectos, retóricos,

las avenidas rectas, los estanques retóricos… retóricos,

y en fila los búhos, rectos, retóricos, retóricos…

Loos y De Greiff, modernistas, radicales, disruptivos, señalan una senda, un pensamiento al que se suscribe y contra el que escribe Cárdenas. Entonces, segunda apertura de discurso, un incípit que es una paradoja o un oxímoron: Hoy han traído por fin a las voluntarias. Las voluntarias, que son llevadas, pierden su voluntad o son nominadas por medio de un equívoco. El lenguaje, el discurso, la retórica, la cárcel de la educación (la interpretación, siempre a través del lenguaje, que se hace del mundo) son observados en esta obra, puestos en crisis, reducidos a su distorsiónpara bordear el resto, el ornamento, el significado. En Ornamento hay un pensamiento que aborda críticamente el mercado del arte, así como la idea de progreso, evolución, limpieza (la limpieza que Loos, reaccionariamente, deseaba liberada del adorno inútil). Pero en su centro hay algo más, que se resiste a ser explicado: una búsqueda por el sentido de la creación artística y el valor de la interpretación, la configuración de un espíritu que indaga sobre la gracia, el misterio, aquello que puede ser sugerido, creado o destruido por el lenguaje.

“Todos somos guacherna”

Gracia, la primera parte de Ornamento, inicia con la voz del científico encargado de diseñar y perfeccionar una droga recreativa, extraída de una flor del género datura, que produce, únicamente en mujeres, efectos de goce extremo –por razones fisiológicas, es inocua para los hombres–. El narrador observa el comportamiento de las voluntarias, a las que llama número 1, número 2, número 3 y número 4, denominaciones que las acompañarán el resto de la novela. Como ellas, como el narrador mismo y el resto de los personajes (la esposa del científico, los gerentes del laboratorio, el arquitecto encargado de diseñarlo), la ciudad donde transcurren los acontecimientos permanece innominada. Se trata de una capital latinoamericana, “una ristra de cosas gastadas y mohosas”, con un viejo centro financiero dotado del “funcionalismo criollo” de los años cincuenta, rodeada de cerros y verde, y barrios marginales. Un personaje incidental, un taxista, dice de las mujeres colombianas que “son todas unas malparidas”: entonces se trata de Colombia, son colombianas quienes conforman el mercado para aquella novedosa droga de diseño, pero Ornamento no ofrece más pistas. Lo impreciso o sin nombres, el despojamiento de identidades fijas, es procedimiento frecuente en Cárdenas.

La única particularidad que las voluntarias comparten es que todas han sido madres a una edad precoz, “pero eso es algo normal en las mujeres de las clases inferiores”, dice el narrador. En esta primera versión de la fórmula, tres de las voluntarias se quedan dormidas, excepto número 4, que produce un monólogo retorcido, sin mucho sentido aparente; la esposa del científico lo considera una forma de anamorfosis, o “el arte de hacer aparecer una imagen bajo un aspecto casi irreconocible recurriendo a una calculada distorsión de la perspectiva”. En este discurso logra desprenderse que la madre de número 4, sometida a innumerables cirugías estéticas, transformada en una especie de grotesca muñeca “recién salida de la caja”, suele pedir de su hija que le unte cremas y pomadas como parte de sus curaciones, tarea que ella emprende con indiferencia, con asco o con rencor, al tiempo que recuerda la costumbre de su madre de formar escenas en una vitrina con figuras de porcelana.

Con este movimiento de variación de Las hortensias, cuento largo del uruguayo Felisberto Hernández, Cárdenas traza una línea interesante al interior de la literatura latinoamericana. Horacio, el protagonista del texto felisberteano, colecciona muñecas muy parecidas a mujeres reales, que dispone en vitrinas formando escenas peculiares. Obsesionado con una de ellas, a la que llama Hortensia (una duplicación de su esposa María Hortensia, quien, para evitar confusiones, termina identificándose o degradándose a María), la muñeca pasa a formar parte de la pareja, primero como un accesorio o juguete, después como un elemento corruptor.

El científico comparte con su esposa las transcripciones de los monólogos que produce número 4 y ella, que es una artista prestigiosa, comenta que tienen su gracia. “Me pareció curioso que justo hubiera empleado esa palabra y se lo hice saber, no sin recordarle lo que ella misma había dicho hace unos días sobre el misticismo de la gracia, el esbelto reflejo que surge de la renuncia al amaneramiento de la conciencia”, apunta, pomposa y deliciosamente, el narrador. La esposa del científico, a quien él suele darle la razón en cuestiones de arte por considerarla la autoridad estética en la pareja, admite que a ella “no le importa el significado de lo que se le ocurre”. Las ideas se ensartan como cuentas de colores en un hilo, esa es su gracia, como las marionetas que “no necesitan de la voluntad para moverse de acuerdo a la geometría más elemental”. El científico quiere creer, como su esposa, que “el significado de las cosas es un accidente, un sobrante”, y a pesar de todo considera que número 4, como una marioneta, está imbuida de gracia.

Eventualmente, tras ser invitada a la exposición de la esposa del científico con uno de sus vestidos (como la Hortensia de Felisberto), número 4 se va a vivir con la pareja, que tiene por costumbre invitar a terceros a la relación, pues después de todo un triángulo es una forma perfecta, forma pura sin significado.

La droga, lanzada al público, es un éxito de ventas, y el científico fantasea con que se trata de una droga igualitaria, feminista, que no requiere códigos para acceder a ella, ni “intérpretes dotados de una lengua hermética, ninguna liturgia. El único espacio de legitimación es el mercado, o sea, el cuerpo y el mercado”. Los gerentes del laboratorio (son gemelos, como los gemelos felisberteanos) mueven sus tentáculos en el senado para evitar una regularización de la venta de drogas, que sería el paso previo para la legalización del tráfico y consumo, y el científico se pregunta si en tal escenario él y su esposa se clasificarían en el mismo “nicho ideológico” como “diseñadores de estados de ánimo artificiales”.

En este punto la trama de Ornamento se vuelve distópica, y no deja de avanzar. En una de las “ollas”, barrios dedicados a la venta de toda clase de drogas, una banda de mujeres se amotina y roba mil doscientas pastillas a punta de revólveres, cuchillos y machetes. Después de una batida de los proveedores por la zona, catorce mujeres son asesinadas. La esposa del científico, quien además de la cocaína se ha hecho adicta a la droga todavía sin nombre, sospecha que pronto será abandonada, y número 4 decide irse sin dejar rastro. El científico, recluido en el laboratorio montado sobre una hacienda colonial, el progreso platinado fundido con la herencia de la Conquista, gasta el tiempo paseando por el jardín, acompañado de los perros rottweiler y la pareja de monos que custodian la propiedad. Como el Horacio de Las Hortensias, ve augurios por todas partes: un búho moribundo, las atávicas columnas de humo que se desprenden de los barrios periféricos, número 2 con su rostro grotesco, puro exceso, capas de maquillaje aplicadas como con espátula (“hay instantes en que cierto efecto de la iluminación le otorga una repentina velocidad al conjunto”). El científico se acuesta con ella, extrañado ante su propio deseo y la forma en que puede perderse en aquel rostro que:

…no es el umbral de ningún cuerpo, porque ahora solo hay cuerpo o solo hay cabeza, no hay entradas ni salidas de ningún cuerpo, las tetas como otras dos cabezas que solo saben mirar hacia adentro, por encima del ombligo que parece mascullar algo y ahora soy yo, yo como una extensión del rostro, como un adorno, como un firulete macizo, accesorio perplejo y poco grácil que le hubiera salido por la boca a ese rostro expansivo y sin centro (Cárdenas, 2015: 126).

En algún momento, mirando los esbirros que pasean por el bosque alrededor del laboratorio, con sus armas y su imponencia barroca, el científico cae en cuenta de que él, y todos ellos, no son otra cosa que narcos. “Somos guacherna, todos somos guacherna”, concluye.

Quitar los ídolos y poner las imágenes

Hay, en Ornamento, un momento de catástrofe. El narrador, que hasta ahora ha presentado una voz desafectada, la sobria voz de un hombre culto, atravesada por un cinismo motivado por su clase, habla en el capítulo doce de Gracia de un “guayabo descomunal”. En el siguiente capítulo se transcriben las respuestas de número 1, número 2, número 3 y número 4 a una encuesta sobre los efectos de la droga. La de número 2 comprueba que un lenguaje escrito no sometido a la normatividad ortográfica es, tal vez por eso, poderoso y expresivo: “Nose bien zabroso, rico, como que te salen halas y se te_erisa el lomo. Como que sos la más perra, como que te da un ardorsito vien bacano por acá abajo”.La droga que no tenía nombre –a los gerentes e inversionistas sólo se les ocurren conceptos angélicos o celestiales, y el científico se rehúsa a ponerle nombre a sus “criaturas”– ya ha sido apropiada por las consumidoras, que no han necesitado guía alguna para nombrar lo innominado, aquello que atañe directamente a sus cuerpos: según número 2, las pastillas se llaman “caracolitos, perrunitas, berrinchitos, chamusquinas, cucarachas, crispeta Golden, triangulitos, raspacuca, chiripiorca, mariconas…” Si una de las ideas que se presentan en Ornamento, de manera dialéctica, es que la educación (por tanto el lenguaje) es una cárcel, estos momentos de ruptura, la incursión de la marca regional, establecen lingüísticamente la idea de gracia o misterio como aquello inapresable, resistente a la clasificación; pues apelan a un desvío del castellano neutral que ciertos criterios editoriales dictados desde España exigen de las obras escritas en nuestro idioma.

La frase “todos somos guacherna” lo sintetiza. El baile popular, la comparsa de las “clases inferiores” (como las llama el científico), designa en el castellano de Colombia una noción común a los dialectos latinoamericanos: gentuza. Científico y esposa, con su cultura y su estrato y su separación de todo aquello que está por fuera del intelecto, son, también, gentuza. Guacherna.

En un pasaje de la novela, ambos observan, en la ciudad, murales cubiertos de graffiti, algunos con mensajes políticos, cifras de muertos y desaparecidos. A ella, la artista, le parecen una “asquerosidad” y comenta que deberían borrarlos todos, dejar las paredes limpias. El científico finge o cree estar de acuerdo, como sin duda aprobaría Adolf Loos, para quien el ornamento (el residuo, el sobrante, el significado accidental) debe erradicarse.

León de Greiff, en cambio, sabía que los árboles, las avenidas, los estanques y los búhos pueden ser, y de hecho son, retóricos, retóricos, retóricos… El científico, que intuye que hay algo perteneciente al orden de lo sublime, quizá lo sagrado, recuerda el extraño fenómeno lumínico que solía observar de niño, en una finca sobre las montañas, producto de la ionización de huesos enterrados. El Fuego de San Telmo, que es resplandor y luego ya nada, tras un instante devuelve la vulgaridad de la noche.

Cerca del final de la novela, cuando la violencia desatada por la droga los obliga a refugiarse en una cabaña campestre, el científico y su esposa descubren petroglifos de una cultura extinta en un acantilado, cubiertos por pinturas de escenas religiosas mandadas a hacer por un cura alarmado por los cultos paganos a su alrededor. Quitar los ídolos y poner las imágenes es el leitmotiv que atraviesa la novela, primero en boca de número 4 durante sus discursos, después por el científico, en sueños y en relación con los petroglifos, quien recuerda que la frase le pertenece a Hernán Cortés, pero sin lograr llegar al fondo de su significado.

La tercera parte de la novela, Economía II (Lo que dijo número 4 cuando nadie escuchaba), recoge el discurso de número 4 mientras se oculta en uno de los edificios abandonados del antiguo centro financiero, donde monta escenas a gran escala, de patrones gratuitos, “sin otra motivación que la de completar la acción más allá de su cumplimiento, como una coda”. Completa así la obra que la esposa del científico, con su renuncia al significado, nunca pudo concebir: “El efecto ornamental, lo que dura, es el fósil vivo de la acción”. El arte como una potencia de la acción, puesto que “las obras de arte no se ejecutan, se cumplen, como una profecía”. Es entonces, sin ser escuchada, sin ser transcripta, en la soledad del abandono y la locura, que número 4 produce el verdadero dislocamiento de su discurso, mientras se refiere por medio de una perífrasis a lo que hizo con su madre: “Yo morirá con el rostro de mi madre”.

Tras descubrir los petroglifos, el científico y su esposa terminan en un arroyo que desemboca en una cascada, al fondo de la cual varias campesinas, al ritmo de cumbias, ríen estrepitosamente mientras lavan la ropa, sumergidas sin saberlo en el efecto de la flor del género datura de la que se extrajo el principio activo de la droga. Hace mucho tiempo que no hablan de número 4, él y ella, menos ahora que saben lo que hizo, “pensar en ella nos produce algo cercano al hartazgo del lenguaje”. Sin embargo, reconocen que “tiene gracia lo que hacen las lavanderas con sus cuerpos”. Y al final, lenguaje como engaño u ornamento, el narrador apoya su mano sobre la cabeza de su esposa, “pero su cabeza ya no es su cabeza, ni su pelo es su pelo, ni mi mano es mi mano”.

Ornamento fue publicada por Periférica en 2015 y será reeditada este año por la joven editorial argentina Sigilo.

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Mario Levrero y la política de la postergación en La novela luminosa

Publicado originalmente en Página Salmón

Un escritor posterga la escritura. El proyecto de Mario Levrero se funda en la postergación. Levrero pospone, desorganiza el tiempo, vive separado de la gente y sus costumbres, y en medio de una “angustia difusa”. Para escribir necesita un determinado “ánimo psíquico” y una serie de condiciones a veces inconseguibles (sufre fobia a las interrupciones). Pero: escribe. A mano y mientras lucha con el dibujo de la letra o en el Word de la computadora, cuando ha logrado sustraerse de la inercia de otras actividades: los juegos (repetitivos, de azar) y la instalación de programas cibernéticos. Levrero suele llegar tarde a todo: a la escritura y a la experiencia, a sus obligaciones y afectos. Entonces parece un cálculo, tal vez maligno, pero también humorístico, que hasta su magnum opus, La novela luminosa, aparezca en 2005, un año después de morir. Pero éste es también, después de todo, un gesto típicamente levreriano: un mensaje desde el más allá, el retorno fantasmagórico que es interés suyo y figura recurrente en su literatura, y la puesta en suspenso de la noción de luminosidad que ha buscado, que nunca deja de buscar y que lo elude.

Un problema: ¿Cómo generar un pensamiento original en torno a La novela luminosa, de la que se ha escrito en abundancia tanto en la academia como en la crítica literaria ligada a los medios? La influencia de esta obra, no sólo en la crítica sino en la producción literaria latinoamericana reciente, es vasta y heterogénea. Son tantos los problemas que propone que todavía es posible extraer una hebra, abordar alguna idea (los juegos paratextuales[1], la noción del ocio[2], la interrogación de las experiencias luminosas[3]) y generar por adición una visión caleidoscópica de su sentido. Pensamos aquí una crítica como la que propone Walter Benjamin en El autor como productor (1934): una lectura política de Mario Levrero, autor que pone en entredicho los medios de producción y al mismo tiempo, siguiendo a Adorno, reclama la lugartenencia del artista y renegocia su papel en la sociedad. El concepto de autonomía cobra importancia central al leer a Levrero, que para defenderla (esto es: la sagrada esfera de la Literatura) recurre al diario éxtimo y a la “investigación de sí mismo”. Al contrario de las subjetividades que, nos dice Paula Sibilia, hacen de la intimidad un espectáculo, Levrero lleva el adentro al afuera, entra en sí mismo y se persigue con y a pesar de la escritura, y en este proceso cuestiona la antinomia vida-arte y renueva la literatura, es decir, la Literatura.

Levrero: un rodeo

Un índice.

Una nota aclaratoria: Este libro fue escrito en su mayor parte gracias al generoso apoyo de la John Simon Guggenheim Foundation, a través de una beca otorgada en el año 2000.

Agradecimientos: a “las Potestades” que le “han permitido vivir las experiencias luminosas”, a la fundación Guggenheim, a “los que han aceptado figurar como personajes”, a los “lectores-cobayo” y a varios amigos, indicados por su nombre.

Una advertencia, firmada por M.L.: Las personas o instituciones que se sientan afectadas o lesionadas por opiniones expresadas en este libro deberán comprender que esas opiniones no son otra cosa que desvaríos de una mente senil.

Hacia la página 17: un prefacio de título grandilocuente (“Prefacio histórico a La novela luminosa”), donde Mario Levrero narra las circunstancias en las que, años atrás, acosado por la inminencia de una operación de vesícula, intentó escribir una novela dedicada a ciertas experiencias que para él habían sido luminosas. Apenas alude a ellas al tomar la palabra, ya sabe, o al menos así lo declara, que la empresa es imposible, que “ciertas experiencias extraordinarias no pueden ser narradas sin que se desnaturalicen; es imposible llevarlas al papel” (17). Este prefacio, fechado entre el 27 de agosto de 1999 –un año antes de obtener la beca– y el 27 de octubre de 2002 –un año después de terminada– nos hacen conjeturar que se trata del texto presentado a la fundación Guggenheim como justificación y explicación del proyecto, completado después ante el “fracaso” de terminar (pero quizá la palabra terminar no alcanza) La novela luminosa. En este paratexto, el autor habla de la deuda que contrajo a raíz de la operación y que lo obligó a tomar un empleo de tiempo completo en Buenos Aires, de los cincos capítulos de la novela luminosa que logró escribir y conservar, de la idea (que desechó para atenerse a lo inédito) de incluir en el libro dos textos anteriores, Diario de un canalla (2013) y El discurso vacío (1996), y del fracaso general de la obra, en la que seguirán “faltando una serie de capítulos que no fueron escritos” (22).

Sigue un prólogo, titulado “Diario de la beca”, que en la primera edición de Alfaguara Uruguay se extiende monumentalmente hasta la página 431. Tras La novela luminosa propiamente dicha (apenas 100 páginas) y el relato “Primera comunión”, sobreviene un epílogo, el “Epílogo del Diario de la beca”.

Los juegos paratextuales en La novela luminosa ya han sido señalados (por ejemplo, por María Pía Pasetti, quien observó cómo un discurso al servicio del texto cobra una función esencial en la obra[4]). En Levrero el espacio paratextual se vuelve problemático y, al integrarse a la obra o de algún modo transformarse en la obra misma, nos obliga a pensar en aquel espacio textual secundario, ligado a la labor editorial, que el lector tiende a pasar de largo y que de manera explícita señala la burocracia de la escritura y la publicación. Al aparecer señalada de manera marginal en los paratextos iniciales, como suele suceder con algunas obras beneficiarias de apoyos económicos, la alusión a la beca que le permite a Mario Levrero encontrar el ocio y las condiciones para la escritura regresará una y otra vez a lo largo del texto, cada vez con menor ceremonia y solemnidad, hasta transformarse en comicidad pura (“el señor Guggenheim puede irse despidiendo de la idea de que su beca produzca los frutos esperados”, 198).

Las escrituras sobre La novela luminosa suelen caracterizarla como el testimonio de un fracaso, la imposibilidad de traducir en lenguaje literario ciertas experiencias “luminosas”. Pero el fracaso se anuncia, quizá irónicamente (“Yo tenía razón: la tarea era y es imposible. Hay cosas que no se pueden narrar. Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso”, 22); pero también quizá misteriosamente (¿Y qué libro se está leyendo al leer esto, y cuál es su título, y cómo encarar el fracaso durante las 525 páginas que le siguen?)

Sin embargo, lo que resulta imposible es hablar de La novela luminosa sin aludir a sus condiciones de producción, no sólo porque éstas aparecen explícitas en el texto, sino porque constituyen el mecanismo que echa a andar la escritura y uno de sus motivos principales. Conviene, por tanto, detenerse en la beca, condición de posibilidad de la escritura.

Levrero se ve obligado a producir, y de esta imposición nace un conflicto: el de la productividad. El autor, acostumbrado a escribir por inspiración y deseo, se rebela de la escritura preceptiva y en cambio busca el ocio por oposición al negocio (el cual, según una teoría etimológica suya, encarna la negación del ocio). Sin embargo, al tanto de que ha contraído un compromiso, se propone escribir un diario que dé cuenta “al señor Guggenheim” del modo en que gasta su dinero. Este diario debe ser un hábito, se recuerda continuamente, haciendo eco de los conflictos (y los temas) de Diario de un canalla y El discurso vacío, obras que prefiguran ésta que nos ocupa: en la primera, el fantasma de la novela luminosa inconclusa, el retorno a la escritura tras el silencio que ha supuesto la transformación en un canalla, fruto de un empleo y horarios fijos y lujos impensables como “una heladera eléctrica”, y la consecuente claudicación de la vida de artista; en la segunda, una serie de ejercicios caligráficos que pretenden transformar, por la vía del dibujo de la letra, su personalidad y “psique” (un término muy levreriano). Paradójicamente, si en algo fracasa Levrero, es en la improductividad deseada: la naturaleza autoimpuesta del diario lo obliga a escribir y al cabo de un año produce más de 400 páginas.

Produce. Levrero, como quería Benjamin, revela la posición que su obra y su labor mantienen con las relaciones de producción de su época. Más allá de sus concepciones románticas sobre la literatura (la Literatura, que escribe con mayúsculas y que a estas alturas considera elusiva e inalcanzable), Levrero pone en entredicho la idea del artista como genio y nos permite ser testigos de su proceso, de su constitución como productor. Supera además la falsa oposición entre forma y contenido por medio de la técnica, pues, ¿qué otra cosa lo obsesiona sino su perfeccionamiento? Aquella constante indagación con lo escrito, lo que se puede escribir y lo que está por escribirse, la lucha con las condiciones materiales (siguiendo a Adorno, en quien nos detendremos más adelante) y el convencimiento de que éstos pueden asir esa otra cosa que falta, el misterio inapresable de la literatura, son los ejes de su obra.

En El autor como productor, Walter Benjamin desecha la idea de que la tendencia política correcta de una obra (las “opiniones, convicciones o disposiciones” del autor) en sí misma incluya su calidad literaria, y en esto dialoga con Adorno, quien a su vez piensa en Sartre cuando rechaza el compromiso social del escritor y en cambio encuentra la posibilidad de resistencia, dentro de la obra, en su negatividad, en su renuncia a transmitir un sentido y una comunicabilidad. Para Benjamin, “el lugar del intelectual en la lucha de clases sólo pude ser establecido –o mejor: elegido– con base en su posición dentro del proceso de producción” (10). Y la única forma de lograrlo es, precisamente, no abasteciendo ese aparato de producción, sino transformándolo. No escribir la novela esperada, la novela por la que se pagó por adelantado una suma de dinero, la novela que podría escribirse en las condiciones adecuadas (Levrero puede librarse de varios compromisos laborales y obtener tiempo “de sobra”, que por supuesto pierde, desperdicia), no escribir esa obra sino otra cosa, un prólogo que es un diario que es una novela sobre nada, que persigue por medio de la postergación y el rodeo un texto que nunca llega, que hace de la escritura en negativo una estética, y que deja al desnudo las condiciones materiales de un escritor. Y con esa otra cosa, dislocar el estatuto de lo literario.

Lo que nos interesa señalar es cómo Mario Levrero reivindica la noción de artista desde su condición de intelectual latinoamericano marginal (poco mimado por el mercado, el gobierno y las instituciones culturales). Exhibe y cuestiona el lugar del escritor y, más aún, lo hace desde la enfermedad y la vejez. En otros términos: reflexiona su posición en el proceso de producción a través del medio del que dispone (sus habilidades técnicas), con lo cual se hace un traidor de su clase de origen. Lo político, en Levrero, se halla en el trastorno de la técnica. Sobre las obras que hacen de la miseria y del imperativo revolucionario un objeto de consumo contemplativo, Benjamin dice que han evadido la tarea más urgente del autor contemporáneo: “comprender lo pobre que es y lo pobre que tiene que ser para poder comenzar desde el principio. Porque de esto se trata. Sin duda, el estado soviético no expulsará al poeta, pero (…) le asignará tareas que no le permitirán sacar a relucir en nuevas obras maestras la riqueza ya hace tiempo falseada de la personalidad creadora” (14).

Para ilustrar su tesis del artista como lugarteniente del sujeto social, Adorno piensa en Valéry, quien a su vez se refería a Degas con “esa proximidad al sujeto artístico de que sólo es capaz aquel que produce él mismo con responsabilidad extrema” (126). La noción de responsabilidad, de quien critica el arte “tras bastidores” por conocer el oficio, es aplicable a Levrero, un autor que asume la obligación “que pesa hoy sobre toda filosofía consciente de sí misma”. La obra de arte exige un sacrificio que comporta la entrega y pérdida del hombre individual, quien se involucrará entero en la obra y le otorgará todas sus capacidades. Levrero incluso encaja en la idea de aquel hombre indiviso, “cuyas capacidades no han sido disociadas ellas mismas según el esquema de la división social del trabajo, enajenadas las unas de las otras, cuajadas en funciones utilizables” (127). Artista obsesionado con la técnica, encarna la contradicción del trabajo artístico que hoy (sostenemos que en esto Adorno no está desactualizado) se produce en las condiciones sociales de producción material dominantes.

El artista produce la obra –no es dueño de ella– por trabajar con el lenguaje, que es social. La manera de transformarse en el reverso de una sociedad oprimida y alienada es “sometiéndose a la necesidad de la obra de arte”, eliminando de ésta “todo lo que pudiera deberse pura y simplemente a la accidentalidad de su individuación”. Adorno encuentra esta posibilidad en el tratamiento crítico de los materiales, su especialización. Levrero lucha con la escritura porque su material, el lenguaje, no puede dar cuenta de la luminosidad. Pero la estrategia que elige plantea una paradoja. ¿Y no podría ser lo luminoso, acaso, el aura de lo literario, una esencia que no ha sido restituida?

Levrero, artista del yo

¿De qué habla Levrero en su diario? Del estado de su barba (cada día le crece más y no se la rasura); de una joven, a la que nombra Chl, con quien solía sostener una relación sexual que devino amistad célibe y que le provee milanesas y otros guisos; de sus obsesivas pesquisas para encontrar novelas policiales (nuevas o cuyo argumento haya olvidado); de las visitas de su doctora (su ex esposa); de experiencias “paranormales” (el avistamiento de un fantasma que lo visita desde un sueño ajeno, por ejemplo); de la telepatía con su librero (quien le anuncia, “psíquicamente”, cuando hay nuevos-viejos ejemplares de la colección Rastros); de sus hábitos de sueño (se va a la cama después del amanecer y despierta cuando quedan pocas horas o minutos de luz) y cibernéticos (juega Golf, Free Cell, instala y desinstala programas, o los programa él mismo en Visual Basic, y de vez en cuando, con gran culpa, agranda su colección de imágenes eróticas). Narra el comiquísimo sueño que tuvo con Vargas Llosa, en el que lo describe como un hombre muy elegante, “uno de esos peruanos aristocráticos” ante los que Levrero sólo puede sentir inferioridad. Sus amigos mueren: él registra las muertes y las lamenta y a veces se permite un chiste y un consuelo. En alguna entrada imagina que tiene cáncer, en otra registra los momentos de (fugaces) pensamientos suicidas, en varias el ánimo desfalleciente. Hacia la página 413 confirma que ya tiene 394 programas instalados en la computadora. Describe las dificultades para cumplir con los talleres literarios, que lo dejan exhausto e inician siempre demasiado temprano para su gusto. Algunas salidas, acompañado por amigas a las que designa por la inicial de su nombre, por un Montevideo claustrofóbico (nunca más allá de la zona centro) que le resulta violento, ajeno, pesadillesco. La postergación es el signo que atraviesa el diario.

Si la escritura no puede llevarse a cabo, entre otras indisposiciones, debido a las condiciones materiales imperantes, el autor (el productor por obligación) recurre a una escritura menorsuplementaria, sucedánea de la verdadera escritura que todavía no existe. Esta escritura en negativo nos recuerda aquella que propone Josefina Vicens en El libro vacío (1958): José García, contador aspirante a escritor, adquiere dos cuadernos: en uno escribirá su primera, anhelada obra; en el otro se dedicará a recoger las impresiones y sedimentos del día, en espera de transformarlos en literatura. Como no puede ser de otra manera, un cuaderno se mantiene vacío (es el libro vacío, inconseguible) mientras que el otro, el sustituto, termina por convertirse en la única obra posible. Es probable que Levrero nunca haya leído a la escritora mexicana, pero sí a Rosa Chacel, autora española que también libró un perenne conflicto con su situación material, de género (su condición de mujer no le permitía, en su opinión, ser considerada tan seriamente como los escritores varones[6]). Al encarar la escritura de su diario, Levrero toma como modelo el que Chacel escribió cuando ella misma fue beneficiara de la beca Guggenheim, y encuentra enormes coincidencias en “percepciones y sentires”. Esta identificación es clave para entender dos aspectos en Levrero: el tipo de lectura que emprende (y que suscita) y la naturaleza autobiográfica de su último proyecto de escritura.

En La cena de los notables[7]Constantino Bértolo efectúa un análisis materialista sobre tres aspectos fundamentales del acto literario ficcional: escritura, lectura y crítica. Además de volver sobre planteamientos marxistas como el de mediación de la realidad, Bértolo nos obliga a considerar aquello que entendemos por literatura como un acto de interrelación social. En sus reflexiones sobre la lectura, llama urdimbre lectora a la imbricación de los estratos textual (el desciframiento lingüístico), autobiográfico (los hechos concretos de la vida del lector), metaliterario (las lecturas previas, el bagaje literario) e ideológico (el sistema de creencias sociales) que se ponen en juego durante el acto de lectura. Un acto público, oral, devino históricamente en uno solitario y silencioso, aquel diálogo íntimo, depositario de toda interioridad, que “permite al lector sentirse dueño de las palabras, apropiárselas” (45).

En su clasificación de lectores y su tipo de lecturas (sectaria, inocente, adolescente etc.), si bien discutible, situamos a Levrero (y nos situamos, que eso implica el doble movimiento) como un practicante fiel de la lectura letraherida. Ésta se caracteriza “por el sentimiento de la literatura como un privilegiado modo de acceso a una verdad trascendental o especial (…). La literatura como sensibilidad estética que parte de una consideración de lo estético como cualidad y sentimiento que alumbra una vía de comunión con la realidad que no pasa por la razón” (84). Es necesario volver a las prácticas lectoras: la lectura que se hacía frente o entre un público, en voz alta, se orientaba como un acto público, comunitario, social. La lectura que hizo de la soledad su piedra de toque, en aquel silencio que no requiere de los otros, permitió la emergencia del yo como relato. Paula Sibilia, en La intimidad como espectáculo (2008), también alude a esa historiografía del yo por medio de los relatos, que “son la materia que nos constituye como sujetos”. Es el lenguaje el que “nos da consistencia y relieves propios, personales, singulares, y la sustancia que resulta de ese cruce de narrativas se (auto)denomina «yo»” (38).

Si entramos en el problema del yo con cierta brusquedad es porque la lectura solitaria, y sobre todo la lectura de sí mismo, es clave en Levrero. Aquella apropiación solitaria del texto a la que alude Bértolo es, de otro modo, la restitución de algo que el lector ya poseía y que encuentra reafirmado o verbalizado en él, y entonces “se siente adivinado por el texto, desnudado y arropado al mismo tiempo. [Por eso] no es extraño que en consecuencia tienda a divinizar al autor y a sacralizar la literatura”. Esta lectura, además, “conlleva ese movimiento narcisista de leerse a uno mismo en el texto, y la tentación de servirse de la lectura como mera confirmación del propio yo” (46).

Volvamos a Levrero, a dos pasajes del “Diario de la beca”:

Estoy empezando, aunque tardíamente, a pensar en mí mismo. El tema del retorno, el retorno a mí mismo. Al que era antes de la computadora (…). Es la forma de acceder, creo yo, a la novela luminosa, si es que se puede (39).

Más adelante, tras encontrar una pila de las revistas que antiguamente editaba en Buenos Aires, Levrero pasa una noche en vela (otra más) releyendo las cartas de los lectores y las propias respuestas que él redactaba, sumergido en otro trance de remembranza, ejercicio de la memoria o reposición voluntaria, como quiera llamársele a la práctica del recuerdo que atraviesa su obra. Tras la prolongada mirada en el espejo, escribe:

Todo este pasado es también un criptograma que debo descifrar. El monólogo narcisista está funcionando a otro nivel. No debo abominar de él ni rechazarlo como patología pura, porque ahí hay muchas pistas para encontrar el camino de retorno; y no debo olvidar que donde no hay narcisismo, no hay arte posible, ni artista (170).

Sibilia inicia su larga indagación sobre la constitución de la subjetividad posmoderna, construida hacia fuera, preguntándose con Nietzsche cómo se llega a ser lo que se es. “El estatuto del yo siempre es frágil”, nos recuerda. Rastrea las primeras escrituras de este yo, desde los ensayos de Montaigne, quien “se proponía alcanzar el conocimiento de sí mismo desdeñando los atributos universales del género humano para indagar en las complejas aristas de una personalidad singular: su yo” (111), hasta Las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau, quien “delineaba la radical singularidad de su yo” (112). Y del volverse dentro de sí mismo en la búsqueda de un encuentro con Dios, como sucedió con San Agustín, piensa la modernidad como una exploración contraria, donde el yo requiere “escribir para ser, además de ser para escribir” (40). Narra la autoconstrucción de la interioridad a partir de los siglos XVIII y XIX, la entrada en juego del cuerpo (un enemigo: el dolor, la enfermedad, la vejez) y la autobservación producto del desplazamiento de lo objetivo de la realidad (la realidad ya no es “verosímil”) y una vida interior ligada a la proliferación de diarios, que a partir del siglo XIX, por medio de “síntesis perceptivas”, ordenan el adentro y afuera (una dicotomía que para Levrero es falsa, todavía más: en su pulverización se funda su proyecto literario). Es decir: un yo cohesionado que provea sentido. En esta larga tradición de la escritura como la gran creadora de la interioridad, la escritura de sí, Sibilia desbarata categorías como verdad, sinceridad, autenticidad. La primera persona del singular busca, ya no el encuentro místico, sino la afirmación de la individualidad.

Sería necesario, para abordar una obra que roza lo autobiográfico, bordear varios problemas que por el momento nos rebasan. Por suerte encontramos también en Sibilia, y en su alusión a Phillippe Lejeune, una definición útil: una obra es autobiográfica cuando las identidades del autor, el narrador y el protagonista coinciden (esta noción, por supuesto, es problematizada por Sibilia). Un amigo cercano de Mario Levrero, Elvio Gandolfo, plantea la situación de frente en una nota publicada en El País Cultural sobre La novela luminosa: “Todo coincide con su persona: el departamento de la Ciudad Vieja donde vivía, su adicción a la computadora, sus diversos achaques físicos, la serie de mujeres (entre las que destaca Chl) que lo sacan a pasear, sus lecturas, sus talleres literarios. Sin embargo, no es una autobiografía, ni sólo un diario.” [8]

Hay un gesto de desdoblamiento que Mario Levrero hizo de manera consciente al inicio de su obra literaria: la adopción de un seudónimo compuesto por su segundo nombre y su segundo apellido: así, la persona Jorge Varlotta (legalmente Jorge Mario Varlotta Levrero) se separa del autor y sin embargo, durante su obra tardía, se desplaza al primer plano, se torna tema único (la investigación de sí mismo) y permite un saqueo de lo íntimo que pone en crisis la noción de representación y mediación de la realidad. En Levrero pesa el factor emocional, la sinceridad, aquel desnudamiento (que es también un sacrificio) en pos de lo elusivo. Es, como propone Sibilia, un homo psychologius: “Un individuo con estrecho contacto consigo mismo –con las profundidades de su originalidad individual– (que) será capaz de revelar una realidad que es, al mismo tiempo, universal e individual, objetiva y subjetiva, pública y privada, exterior e interior” (125).

Ésta es la estrategia que Levrero emprende para perseguir la cualidad aurática de la literatura: lo íntimo hacia fuera, lo íntimo revelado, lo íntimo usado para un fin que se pretende mayor. Si en el análisis de Paula Sibilia, el internet y las redes sociales han contribuido a producir una subjetividad alterdirigida, que al exhibirse espectaculariza la personalidad, en Levrero la exhibición de la intimidad se transforma en la búsqueda de una interioridad que no se rebaja ante el espectáculo. No se trata de una literatura testimonial, un ejemplar más de la llamada autoficción que llena las mesas de novedades, en la que los autores sucumben (la elección del verbo es de Sibilia) a presentarse como personajes, sino de algo más, esa otra cosa a la que aludimos antes y sobre la que volveremos. Es pertinente detenerse un momento en Sibilia, que encuentra problemática la estetización de la vida en internet y también la paradoja que planteaba Benjamin[9] sobre el desplazamiento del valor de culto, el aura de la obra, hacia el autor o artista mismo. Encuentra, con Virginia Woolf, que si la obra de Shakespeare se resiste por completo a la porosidad es porque los datos de su vida –en gran parte desconocidos– no pueden “contaminar” lo escrito: la obra se presenta como acabada, completa, reacia a la espectacularización por medio de su vínculo con lo autobiográfico. El peligro de la exhibición, el develamiento de lo privado, nos dice Sibilia, se encuentra en la mercantilización de la subjetividad, la interioridad transformada en bien de consumo. De esto habla cuando advierte que “esas cosas groseramente materiales que forman parte de la vida de todo artista –así como de cualquiera– pasaron a despertar más interés que las finas telas de araña construidas con su arte y su oficio” (249). Como ejemplo vuelve sobre Woolf y otras autoras cuyo sufrimiento y esforzada labor literaria merecieron mayor interés que su obra misma.

También la escritura confesional ha seguido una trayectoria en la historia de la literatura, y no siempre avalada por la modernidad, nos recuerda Siblia, como fue el caso de las vanguardias a principios del siglo XX. La paradoja que plantea Levrero es que no hace falta más que acudir a él mismo para enterarse de los detalles más privados de su vida, de sus “cosas groseramente materiales”, porque en ellas hay un valor revolucionario: gracias a estas confesiones, a la subjetividad puesta en la picota, los materiales son revolucionados. Levrero nos muestra que es necesario disputar la noción de autor y narrador una vez más, llevando la intimidad (lo real, la persona que escribe, el sujeto que implica su cuerpo y el sitio que lo rodea) a una exhibición tan radical que el concepto mismo de escritor quede en entredicho. Pero siempre desde una postura de combate que disocia literatura de espectáculo, y literatura de mercado. Es importante, de todos modos, resaltar la ironía de que este libro sea publicado, de manera póstuma, por Alfaguara Uruguay (ediciones sucesivas por Random House Mondadori), y que entonces el reconocimiento –que para muchos ya existía– se vuelva unánime.

No resulta extraño, por ejemplo, que en el blog “Lo escribo por tu bien”, María Álvarez se imagine que el “Diario de la beca” sería “un blog maravilloso”[10]: la presentación de la escritura, algunos de sus contenidos (Levrero lo escribe en la computadora, después o antes o mientras navega por internet) y sobre todo las nuevas prácticas lectoras, desde la esfera de la recepción (la literatura se compara con los blogs), nos llevan a pensar en la categoría propuesta por Josefina Ludmer: una literatura postautónoma, que presentifica el presente, en la que nada queda por fuera y donde el régimen de lo real (la realidad real) se desarticula. Si alguna ironía plantea esta visión es que a Levrero la técnica (o mejor sería decir la tecnología) no lo libera, sino que lo somete.

¿Qué hay en la novela luminosa de La novela luminosa? Ya lo dijo bien Gandolfo: la narración de una conversión religiosa. Las páginas escritas en la década de 1980 apenas fueron modificadas: quizá no se modificaron en lo absoluto. Levrero las recuperó, las dejó intactas, y al presentarlas como lo que fueron se planteó un fracaso (diríamos que un falso fracaso). En el “Epílogo del diario” cierra cómicamente algunos cabos sueltos de su diario: la situación con los antidepresivos, el yogur que le causa hemorroides, su relación con Chl, los fantasmas que se le han aparecido. El resultado de esta aventura literaria es una obra un poco monstruosa, deforme, que sólo puede enfrentarse con un poco de perplejidad: en este tratamiento revolucionario de los materiales, Levrero introduce innovaciones, disloca la forma novela (una cualidad, por otro lado, inmanente del género mismo, que continuamente está replanteándose) y se atreve a crear otra cosa, cuyo estatuto es todavía una incógnita.

Pensamos en los lectores de La novela luminosa como una comunidad que puede ser encontrada en cualquier parte, sobre todo en aquel espacio neurótico en el que Levrero supo perderse mejor que nadie. En su blog Desde la ciudad sin cines, David Pérez Vega escribe: “Entiendo que “El diario de la beca” pueda exasperar a más de un lector ingenuo, pero he de decir que para mí ha constituido un verdadero estímulo creativo. Era adentrarme un día más en las páginas del diario, en esa epopeya de la digresión, de la cotidianidad trastocada, de la lúcida mente loca de un escritor, e incrementarse en mí las ganas de sentarme a escribir, sin pensar en nada más, sólo como un hábito o como un refugio”. [11] Y en el post de María Álvarez, un anónimo deja el siguiente comentario: “Es increíble la cantidad de delirios afines que encontré en la novela. Al terminarla hice un duelo como si se me hubiera muerto un amigo”. No podemos sino suscribir estas palabras, sucumbiendo (a pleno) a una lectura letraherida, que encuentra en esta novela el misterio y la luminosidad esquiva. Levrero, paradigma del artista que no transige, efectúa la labor que Benjamin exigía de los escritores que importan: “Un autor que no enseña nada a los escritores, no enseña a nadie”.

¿Cuál es la pregunta de fondo en La novela luminosa? ¿Cuál es la magia y el misterio de la literatura? ¿Cuál es nuestra postura, como lectores y como escritores, frente al problema de la escritura y la sobrevivencia? Quizá la antinomia arte y vida no ha sido superada, pero si la escritura y la lectura pueden ayudarnos a vivir, alguna pregunta ya ha sido respondida.

Bibliografía

Adorno, Theodor W. “El artista como lugarteniente”, en Notas de literatura. Madrid, Ediciones Akal, 2003.

Benjamin, WalterEl autor como productor. Traducción de Bolívar Echeverría. Disponible en el portal del filósofo ecuatoriano: http://www.bolivare.unam.mx/

Benjamin, WalterLa obra de arte en la era de su reproducción técnica (apostilla por Jorge Monteleone). Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2013.

Bértolo, ConstantinoLa cena de los notables. Buenos Aires, Mardulce, 2015.

Borg Oviedo, Matías. “Escrituras de la experiencia en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad Nacional de Córdoba, en III Congreso Internacional Cuestiones Críticas, Centro de Estudios de Literatura Argentina, Rosario, Argentina, 2013

Levrero, MarioLa novela luminosa. Montevideo, Alfaguara, 2005.

Ludmer, Josefina.  Aquí América Latina. Una especulación. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2010.

Pasetti, María Pía. “El espacio paratextual como frontera en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad Nacional de Mar del Plata-Celehi, en VIII Congreso Internacional Orbis Tertius de Teoría y Crítica Literaria. Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, La Plata, Argentina, 2012.

Sibilia, PaulaLa intimidad como espectáculo. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007.

Vergara, Pablo. “Querido diario lector. Escritura, forma y novela en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad de Buenos Aires, en Revista Laboratorio no. 8, Universidad Diego Portales, Chile, 2013.

Notas

[1] Pasetti, María Pía. “El espacio paratextual como frontera en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad Nacional de Mar del Plata-Celehi.

[2] Borg Oviedo, Matías. “Escrituras de la experiencia en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad Nacional de Córdoba.

[3] Vergara, Pablo. “Querido diario lector. Escritura, forma y novela en La novela luminosa de Mario Levrero”. Universidad de Buenos Aires.

[4] “…En ningún momento se habla del prólogo como “prólogo”, sino de diario y hasta de novela. Es más, el epílogo de la obra se denomina “Epílogo del diario” por lo que, paradójicamente, actúa como paratexto de otro paratexto, gesto que le otorga al prólogo un lugar de privilegio y quizás, un espacio aún más relevante que la novela en sí.” (Pasetti 2).

[6] Según un perfil de Laura Freixas en Letras Libres, enero de 2004. Citado por Gabriela Damián en “Reconstructoras del tiempo y el espacio”, dossier de género de Tierra Adentro, abril 2014.

[7] Publicado por Editorial Periférica, España, en 2008. Recientemente reeditado por Mardulce, Argentina, en 2015. Las citas corresponden a esta última edición.

[8] “El último libro de Mario Levrero. Descripción de un combate”. 16 de septiembre de 2005, recuperada en BazarAmericano en 2006.

[9] “Cada vez es más frecuente que el espectador reemplace en su mente la unicidad de lo que se manifiesta en la imagen de culto por la unicidad empírica del artista o de sus logros artísticos” (Benjamin 16).

[10] “La novela luminosa” (Viernes, 8 de mayo de 2009), en Lo escribo por tu bien, un blog de recomendaciones fílmicas, literarias, musicales (su autora lo define de “autoayuda social y cultural”), imbricado con apuntes personales que vinculan directamente lo recomendado con la subjetividad de quien escribe (blog que, por otro lado, se inscribiría en la práctica de fabricar presente, de Josefina Ludmer).

[11] “La novela luminosa, por Mario Levrero” (Lunes, 14 de febrero de 2011). Pérez Vega es escritor y poeta. Sobre su blog, lo describe así: “Este blog comenzó su andadura en el verano de 2009. Hasta marzo de 2010 vivía en Móstoles -una de las treinta ciudades más grandes de España-, donde no hay en la actualidad ningún cine abierto. Ahora vivo en la ciudad de Madrid, y tengo cerca de casa unos cines en versión original. La ciudad sin cines sigue siendo un estado de ánimo”.

‘El internet de las cosas’ de Pablo Duarte: voluntad y técnica

Publicado originalmente en CECLI revista.

En la quietud del asueto, bajo la luz de la mañana que de otra manera pasaría en la oficina —y que por eso también era extraña y novedosa— los objetos de su propio departamento se enrarecieron de pronto.

Entonces, Pablo Duarte miró.

Miró los objetos, luego los fijó. Con un lápiz y sobre papel blanco se dedicó a dibujar, sobre todo, electrodomésticos. Los contornos de una licuadora, las líneas rectas y las esquinas curvas del módem, dos lámparas contiguas que parecen conversar. En 2014 empezó a subir estos bosquejos a su cuenta de Instagramcon la etiqueta #malosdibujos.

Es verdad que en ellos hay algo de malhechura, pero deliberada: líneas salidas que bien podrían borrarse pero que el autor elige dejar ahí, en trazos que a la vez son limpios e hiperrealistas, con sombras y perspectivas, con detalles como nombres de marcas, raspaduras, y papelitos e imanes en la superficie del refrigerador (o heladera, o nevera, como prefiramos llamarlo). Dignos, estáticos, los objetos transmiten una melancolía o una impotencia que viene, nos damos cuenta de repente, de su inutilidad. De su corta expectativa de vida. De lo pronto que sus servicios dejarán de ser requeridos (una tosca aspiradora), de su perdurabilidad forzosa a falta de una mejor opción (los conectores de luz o los cargadores de teléfono), o de su desuso general (una caja registradora, una radio de pilas). “Pobres objetos”, nos obligamos a pensar, tan mortales y tan envejecidos y tan próximos a convertirse en desecho como cualquier cuerpo humano. Destinados a la inoperancia y, en algún sentido, a la aniquilación.

El libro El internet de las cosas recopila algunos de los #malosdibujos de Pablo Duarte (Ciudad de México, 1980). Se publicó a fines de 2017 bajo la licencia Creative Commons por el Centro de Cultura Digital, espacio multifuncional que opera en el sótano de la vilipendiada Estela de Luz de la Ciudad de México, y se encuentra disponible para su libre descarga en su sección de e-literatura, donde también hay otras interesantes obras de literatura digital y proyectos alternativos; uno de ellos es UnBotMás, instalación que estuvo en este espacio entre junio y agosto de 2017, y que se compone de un robot alimentado con textos de las autoras mexicanas Enriqueta Ochoa, Josefina Vicens, Rosario Castellanos y Nellie Campobello. Todavía tuitea en @botliterario1.

En el proyecto de Pablo Duarte también hay espacio para el humor. Los objetos hablan como chavos y aluden a la cultura digital en la que navegan. Junto al dibujo de la licuadora, una exclamación: “¡Mamá! ¡La licuadora está haciéndose pasar por mí en Facebook!”. La lavadora y el refri: “Ponle: «Aquí esperando a Godot», y taguéame”. Un artefacto de apariencia extraña, tan ubicuo en los tianguis mexicanos, advierte: “Googleame. En serio, soy conocido” (es la máquina para preparar eskimos).

Según el posfacio de Guillermo Espinosa Estrada, la idea subyacente del proyecto es la obsolescencia programada (un término popularizado por Bernard London y entendido como la creación de productos de mala calidad para incentivar el consumo constante). Me parece una manera un tanto perezosa de leer lo que se revela en los objetos excelentemente maldibujados de Pablo Duarte.

En su ensayo Apuntes sobre el tecnologismo y la voluntad de no querer (revista Artefacto, diciembre de 1996), el teórico argentino Héctor Schmucler recupera el origen de la palabra técnica –tan cara a la escuela de pensamiento marxista– en el término griego techné: aquello que implica conocer una cosa profundamente, comprenderla a ella, y, por ende, su producción. El concepto encierra en sí mismo la poiesis, es decir la poesía, es decir el momento creador. El vínculo de amoroso, renovado asombro entre el hombre y aquello que lo rodea, más parecido a la labor del artesano que a la del trabajador posfordista que no crea sino que produce y, por tanto, está desvinculado de su trabajo. Pero la técnica provocante, como la propone Heidegger según recuerda Schmucler, exige permanentemente de la naturaleza, la concibe como una proveedora de recursos. La provoca. Y el hombre, reificado, se vuelve un mero recurso humano, un productor.

El tecnologismo sería, así, la ideología dominante sobre la técnica: es tautológica porque no permite crear un discurso sobre ella, la considera una y necesaria, y, de este modo, la reafirma; además, la opone a la no-técnica y la excluye de la voluntad humana. Extirpa la poiesis. Vamos: lo que se juega aquí es la libertad, el progreso entendido como la máquina que deshumaniza y borra, la técnica ante la que el ser humano se rinde. El tecnologismo detiene el tiempo ya que declara superfluo el pasado, pues “para la técnica moderna no hay más futuro que el de su propia multiplicación dominadora; verdaderamente no hay futuro sino una expansión mimética del presente”.

Cuando Duarte dibuja las máquinas las humaniza sólo porque están degradadas, o porque están a punto de serlo aunque no lo sepan: el iPhone le habla en algoritmos a la máquina registradora, que responde con los caracteres del código ASCII. Ninguno sospecha –porque en su existencia son puro presente– aquello que Schmucler advierte: sólo importa el futuro, el modelo siguiente. Cuando la máquina se descompone se individualiza: ya no realiza su destino, abdica de él. Pero también se dignifica cuando confía en su viabilidad –en un desempeño de una sencillez tal que tiene que ver más con la pericia que con el discurso– a largo plazo: una imponente cafetera italiana. A mí, por lo menos, ese instrumento tan antiguo todavía me maravilla.

Entonces Duarte mira la técnica, y al capturarla mediante lo que podemos categorizar como arte, la comprende como poiesis. Si la reproductibilidad se traslada al papel, si se anula el uso y la acción para abrir paso a la contemplación, Duarte puede constituirse como un artesano que encuentra la poesía en la tecnología. Y en esta operación también puede encontrarse, sobre la técnica, el triunfo de la voluntad humana.

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El canto de Temporada de Huracanes, de Fernanda Melchor

Publicado originalmente en Página Salmón.

En la primera imagen, cinco niños se dirigen a jugar pedradas por un canal que sube al río. Son cinco, con un líder que los guía entre el pantano. En el lenguaje hay un augurio: los niños se preparan para una batalla, conforman una tropa, están dispuestos a inmolarse y ninguno de ellos confesaría que siente miedo. Entre las aguas encuentran un cadáver, “una máscara prieta que bullía en una miríada de culebras negras, y sonreía”. Con el cadáver se revela un crimen, y la novela avanzará como una investigación polifónica que reúne testigos, cómplices y objetos que son pistas o huellas recurrentes.  Esto no alcanza, sin embargo, para clasificarla en el género de lo policiaco, pues Temporada de Huracanes (2017) aspira a algo más, está plenamente al tanto de la geopolítica y la corpo-política de su enunciación (o, mejor, de su canto): los niños que marchan como soldados tienen impresa en el cuerpo la marca de aquello que los espera al crecer, las opciones mínimas con que cuentan los hombres que habitan los márgenes tropicales: sicarios, militares, consumidores. Colaboradores, obreros, de una economía narca que ya no tiene que nombrarse, explicarse, justificarse: se funde en lo vivible.

El asesinato de La Bruja es la espina dorsal de la segunda novela de Fernanda Melchor (Veracruz, México, 1982). El texto apunta, desde el epígrafe, a su genealogía literaria y al procedimiento mismo de escritura: “Algunos de los acontecimientos que aquí se narran son reales. Todos los personajes son imaginarios”. La advertencia es de Jorge Ibargüengoitia en Las muertas (1977), que pasa por el tamiz de la ficción el caso de las hermanas González Valenzuela, Las poquianchis, tratantes de personas y asesinas seriales a mitad del siglo XX. Fernanda Melchor, para su novela, se basó en algunas historias tomadas de la nota roja veracruzana.

Con distintos posicionamientos y niveles de profundidad, la crítica mexicana lleva tiempo discutiendo la importancia o la banalidad de retratar la violencia: su ética, su incidencia estética. La narcoliteratura se publica desde los años noventa, pero su mera existencia y ya no su valoración se ha convertido en un tema central desde que, en 2006, la guerra contra el narcotráfico promovida por el sexenio calderonista devino guerra civil, y la violencia se recrudeció en múltiples zonas de México. Entonces la pregunta por el reflejo surgió nuevamente: ¿puede la literatura nombrar la realidad violenta de un país? O quizás no, quizás la pregunta era otra: ¿cuáles serían, en adelante, los temas del realismo, su materia prima? A medida que las plazas se calentaban, las mesas de novedades se llenaban de novelas y libros periodísticos sobre el narcotráfico, y si lo que se cuestionaba era su calidad u oportunismo, la pregunta verdadera por el reflejo quedaba en pausa ya que, probablemente, es un debate que no puede resolverse, ni siquiera desde la crítica literaria marxista. Ya Raymond Williams, en Literatura y marxismo (1980), argumentaba que las realidades sociales no se reflejan simplemente, sino que pasan por un proceso de mediación que termina por modificarlas: “El arte no refleja la realidad social; la superestructura no refleja la base directamente; la cultura es una mediación de la sociedad” (1980: 119). Es necesario preguntarnos, con Williams, si el arte refleja el mundo verdadero, no sus apariencias, así como la manera en la que pensamos hoy una categoría estética como realismo. En el siglo XIX, recuerda el teórico galés, se la pensaba como una respuesta al arte que se consideraba falsificador. ¿Podemos elaborar una distinción tan tajante y binaria de lo material –la realidad real– y el lenguaje –lo que, tradicionalmente, implicaría una función simbólica– en lo que respecta a las condiciones de existencia?

No es ocioso preguntarnos esto: Fernanda Melchor es periodista, y al tiempo que publicaba Falsa liebre (2013), su primera novela, aparecía simultáneamente una colección de sus crónicas periodísticas que abordaba la violencia del narcotráfico en Veracruz, Aquí no es Miami (2013). Se espera, pues, que la autora trabaje con el realismo y, sin embargo, Temporada de Huracanes, también pensada como novela negra, es una obra salpicada de elementos fantásticos.

Su realidad, en todo caso, está localizada: municipios marginales del trópico, una región asociada, por su confluencia histórica, con los rituales de santería. La muerte de La Bruja no es obra del narcotráfico (o no del todo); el descubrimiento de su cadáver no se asemeja, así, a los hallazgos monstruosos de cadáveres en la vía pública: descabezados, descuartizados, mujeres violadas y cercenadas. La historia de Temporada de Huracanes, al igual que la de Falsa Liebre, parece suceder momentos antes del azote de la violencia, una instantánea fijada durante los segundos previos a la develación del horror, lo que equivale a decir su revelación pública, su asunción como problemática social discutida colectivamente. Pero el narcotráfico está ahí, en los hechos, como estructura omnisciente: como la ley verdadera del pueblo (el comandante y los policías están a su servicio, no metafórica sino utilitariamente: forman parte de su planilla de empleados) y como el proveedor (de trabajo, de experiencias, de un nuevo orden). No hace falta, entonces, dedicarle la novela al tema del narcotráfico, porque éste ya está incorporado de raíz. ¿Hay realismo mexicano sin narco, hay realismo cosmopolita sin la violencia del capitalismo?

No el tratamiento estilístico del tema, como en Trabajos del reino (2004), de Yuri Herrera, una novela que parece haber conseguido el consenso de la crítica, ni una obra más convencionalmente comercial, como Perra brava (2010), de Orfa Alarcón, por nombrar dos libros que entran en la clasificación de narcoliteratura. En Temporada de Huracanes se trata de una realidad que ya viene abastecida con el tópico de la violencia, y agrega otros más, desprendidos de ella: el transfeminicidio, los crímenes estructurales e institucionales contra las mujeres, las cárceles de la educación y la religión. Lo que Fredric Jameson, en Una modernidad singular (2004), llamaría lo dominante, a su vez imbricado en lo determinante, es decir, las formas de producción.

Pero, ¿qué significa esto? ¿No se trata de distinciones poco productivas? Me interesa detenerme aquí un momento. Conceder la tesis de la desautorización de lo narcoliterario, argumentada por el escritor Heriberto Yépez en dos ensayos académicos disponibles en su blog.  Si la crítica y la narrativa avanzan de manera paralela, si entre lo que se publica y lo que se dice sobre lo publicado hay un diálogo, una muestra muy acotada de la narrativa mexicana con más presencia en los medios y en el boca en boca sugeriría una consigna, una elección frente al hartazgo del narcotráfico y la violencia: la indiferencia, no ante la violencia, sino a su tratamiento como material literario. El escritor Gabriel Wolfson, precisamente en su crítica a Temporada de Huracanes en la revista Crítica, lo resume como la opción a hablar sobre lo que pasa. Entonces, si atendemos esta categorización de lo publicado por los contemporáneos de Melchor, nos encontramos con las obras que hablan sobre lo que pasa (que intercambian dudosas estrategias con el periodismo, como La fila india, de Antonio Ortuño, de 2013), y las que se ocupan de otros problemas, teóricos por ejemplo (pienso en la colección de cuentos de Daniela Bojórquez Vértiz, Óptica sanguínea, de 2014, que dialoga con Barthes y Bazin), o que transcurren en atmósferas reconocibles –ciudades mexicanas en la segunda década del siglo XXI– donde la violencia no hace mella (En medio de extrañas víctimas, de Daniel Saldaña París, de 2013; Conjunto vacío, de Verónica Gerber, de 2015). A grandes rasgos, éste podría ser el problema que enfrenta la nueva narrativa mexicana: su toma de postura ante el conflicto que ofrece lo material, la base de la que participamos como habitantes de un territorio. El viejo conflicto: si hay un deber. Si hay un reflejo posible. Si es responsabilidad del arte dar cuenta de lo que pasa.

A la vez, hay una preocupación ante obras como Temporada de Huracanes, donde la piedra de toque es la miseria, un apego descarnado a la ruindad en todos sus aspectos que corre el riesgo de espectacularizar lo marginal. Hay muchas observaciones que pueden hacerse al respecto, pero una que me parece pertinente, aunque su objeto es otro muy distinto, es la que elabora Silvia Rivera Cusicanqui en su reflexión sobre sociología de la imagen y sus primeros trabajos en video. En un artículo sobre historia oral en la revista ecuatoriana Chasqui, donde refuta a aquellos que creen que se trata de un ejercicio pasivo, Rivera Cusicanqui se refiere a la “vulgarización de la práctica de la historia oral (que es) moneda corriente en muchas ONG que practican una suerte de “populismo” retrospectivo, donde la memoria de viejas sumisiones se canaliza hacia un discurso del lamento”. Traigo a cuenta a Rivera Cusicanqui porque me parece que la pregunta que habría de plantearse no es si ciertas obras tienen un compromiso ante la realidad, sino si poseen una postura descolonizadora, es decir, si están interesadas en constituir nuevos sujetos. Además, siempre puede argumentarse que lo político no está ahí, en los temas. En El autor como productor (1934)Walter Benjamin ya había hablado, en un contexto igual de urgente, sobre la tendencia política correcta de una obra, que no necesariamente se encuentra en las opiniones de un autor, sino en la técnica de la obra, en su resistencia al sentido.

Hasta aquí el planteamiento de una pregunta, para mí, sin respuesta. Al fin y al cabo, lo que me interesa señalar es el lenguaje de la novela, una oralidad que amenaza con volverla ilegible. Una postura que, más allá de su compromiso con retratar la realidad, se compromete con trastornar la lengua. Melchor no inventa un estilo del modo en que lo hizo un escritor como Daniel Sada, que se nos aparece como nuevo y original y delirante con su mezcla de habla coloquial y arcaísmos y culteranismos, y cuya invención acercaba sus obras a la poesía. Pero sigue su senda.

Temporada de Huracanes se compone de ocho capítulos que son, a su vez, larguísimos párrafos sin puntos y aparte, que manan con una cierta cualidad líquida, sin interrupciones. Pero la voz transita, y el discurso directo e indirecto libre alterna con la primera persona y aun con el narrador omnisciente, en una escritura coral que en los cuatro capítulos intermedios se concentra en la perspectiva de cuatro personajes: la Lagarta, el Munra, Norma y Brando. Antes de conocerlos, como la puesta en escena del territorio que acogerá la tragedia, el segundo capítulo parece narrado indistintamente por las voces de las prostitutas que llegaron a conocer a La Bruja y por los primeros hombres que se sirvieron de ella, pero también –y ya desde aquí hay un desvío– por la memoria del territorio donde está asentado el pueblo de La Matosa, por las tierras y las brumas cenagosas, las yerbas que crecen en el cerro y las viejas ruinas que son las tumbas de los antiguos, los habitantes primigenios, anteriores a los gachupines. Aquí están los restos, el detritus, no de la colonización, sino del “huracán del 78” que arrasó la tierra y enterró todo. Este territorio devastado es el escenario donde ocurre el crimen que inaugurarán o acompañarán otros, que predice con su brutalidad una devastación de otro orden.

Barthes anotó que la palabra hablada es irreversible: lo dicho no puede desdecirse si no es por adición. Los personajes hablan, chismean y testifican: la ley, así, se produce en el hecho de hablar. Pero la frase estricta como sentencia o palabra penal se eleva al ritual que es el canto en la que, para mí, es la escena clave de la novela: el descubrimiento de que lo que sucede al interior de la casa de La Bruja, donde se reúnen varios adolescentes para consumir drogas y a veces, a cambio de ellas, efectuar actos sexuales. Se trata de una actuación de extrema sencillez, de extrema inocencia y de extrema grotesquidad: La Bruja se disfraza y canta. Canta para un público narcotizado y a esas alturas indiferente, que simplemente la tolera. Pero no es este canto el importante, sino otro. En su conceptualización de las sirenas, en Fantasmas (2009), Daniel Link habla del canto que encanta, su poder de seducción. Tras la actuación de La Bruja, Luismi toma el micrófono. Así Brando, su amigo, se entera de que el apodo no es una cruel broma por su aspecto (mejillas roñosas, flacura, pelo encrespado), sino por el parecido de su voz con la del cantante Luis Miguel.  

Pero lo más cabrón vino después, cuando el choto se cansó de ladrar sus canciones culeras y el que se paró a cantar al micrófono fue el pinche Luismi, y sin que nadie le dijera nada, sin que nadie lo obligara a hacerlo, como si el bato hubiera estado esperando toda la noche aquel momento para tomar el micrófono y comenzar a cantar con los ojos entrecerrados y la voz algo ronca por tanto aguardiente y tantos cigarros, pero aún a pesar de eso, no mames, pinche Luismi, ¿quién iba a decir que ese güey podía cantar tan chido? ¿Cómo era posible que ese pinche flaco cara de rata, hasta el huevo de pastillo, tuviera una voz tan hermosa, tan profunda, tan impresionantemente joven y al mismo tiempo masculina?

Las sirenas arruinan a quien las mira o, mejor dicho, a quien las escucha. “Las primeras representaciones de las sirenas las muestran con garras y apariencia de buitre o aguilucho (siempre como criaturas hostiles)” y, según recuerda Link, a veces se las asoció con los Tritones por estar descritas con barbas o por sus cantos de voces masculinas. De cualquier manera, en ese breve paréntesis del horror continuamente descrito en Temporada de Huracanes, en ese espacio que no admite la alegría, la compasión, el humor, incluso el descanso, hay un atisbo de amor o por lo menos de enamoramiento y deseoY después de las pistas que son objetos, detalles recurrentes, queda una última presencia, fantasmal: la madre, la maternidad podrida, el matricidio. Aquello en falta.

He pensado que la glosa no le hace ningún favor a Temporada de Huracanes: una suma de arquetipos (o ya directamente estereotipos: la prostituta, el drogadicto, la niña violentada), un resabio de realismo sucio que coquetea con la magia negra, la delectación en el espanto, la violencia, el efecto, es decir, lo que pasa. La realidad más cruda. Podemos leer, o más bien escuchar, otra cosa, sin embargo: un género revolucionado por la oralidad que no transige ante la ilusión de la legibilidad, de la traducción, de la circulación por una región aplanada por un castellano pretendidamente neutro. Un canto grotesco de sirenas, una palabra que parece hablada pero está escrita, fijada, y aún así es irreversible. Un iris bien loco, dice Brando, o más bien canta, cuando recuerda el terror que le producía la Bruja cuando era un niño. Hay un canto. A veces no podemos entenderlo, pero nos horroriza y, todavía más, nos seduce.

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La vida que se vive como en sueño: Pedro Calderón de la Barca

Pero hay tardes como ésta en que, de pronto,
miro por la ventana. Un vago, esperado impulso
me obliga a olvidar lo que esté haciendo
y me llama por la ventana
Juan Vicente Melo



Da lo mismo[1]. Juan Vicente Melo deja asentado en su Obediencia Nocturna, en 1969 y en México, que todo da lo mismo. Más de trescientos años antes, en Madrid, el dramaturgo español Pedro Calderón de la Barca escribe: “el delito mayor del hombre es haber nacido”[2]. Tres siglos de diferencia y el sentimiento agónico, opresor de la vida persiste: es ésta una vida de lucha constante ante la incertidumbre y el desasosiego. Quizás la referencia al escritor mexicano, perteneciente al movimiento cultural de la Casa del Lago, no sea la adecuada para ilustrar la estética filosófica de uno de los mayores exponentes del teatro español del siglo XVII… pero es, al menos, una prueba innegable de la vigencia del tema. Entre ambos literatos median siglos, ideologías y contextos sociales de diferencia, pero su preocupación es la misma: dilucidar el carácter providencial del libre albedrío, la transgresión a un destino en apariencia impuesto. Sus personajes, sumidos en trances oníricos y hasta falaces, luchan y desafían los hados y las encomiendas: son títeres de una representación teatral que por lo tirana impone y doblega. Son producto de su sociedad, de la aspiración política de sus contemporáneos.

¿Cuál es la sociedad de Calderón de la Barca? Según el catedrático español José Antonio Maravall: la cultura del Barroco y los albores de un siglo XVII arrasado por la miseria, la muerte, la confusión y un despertar apenas incipiente de lo que hoy llamamos conciencia social. En palabras de Maravall, “el Barroco parte de una conciencia del mal y el dolor”[3], alimentada por la crisis del mundo y del hombre, que al fin se pone de manifiesto y es abordada en el arte y la literatura.

En medio de ello, Calderón de la Barca se muestra receptivo a la tradición teatral, por un lado, y, por otro, a la tendencia filosófica que permea en su sociedad. Hablamos de una España de un 1600 y tantos cuya monarquía católica estaba en decadencia; una España afligida y en plena coyuntura político-social. Al respecto, Maravall dice: “El Barroco es un arte de crisis, mas no un arte en crisis; expresa una mentalidad, no una conciencia”[4] y, sin embargo, “es también la época de la fiesta y el brillo”[5]. Esta contradicción es la que distingue una de las obras fundamentales del dramaturgo español: La vida es sueño. Como lectores, somos testigos de las reflexiones profundamente pesimistas de Segismundo, encadenado en una torre y obligado a vivir como una bestia sin conciencia de la vida y el mundo exterior. En esta particular circunstancia toman lugar los soliloquios trágicos que, mirados con detalle, constituyen epítomes de la filosofía personal de Calderón. Segismundo, un príncipe heredero al trono de Polonia, es privado de la posibilidad de vencer el destino que los hados han vaticinado: que será un rey tirano y déspota que llevará a su propio padre, a su nación, a la ruina. Sin advertir que con ello empuja a Segismundo precisamente al abandono de su humanidad, su padre Basilio lo encadena y busca con ello evitar el funesto vaticinio. El dilema es evidente: la reacción lógica de una acción represiva será indudablemente negativa, como lo prueba el hecho de que, una vez liberado, Segismundo obra con maldad y despotismo. ¿Pero no era ello acaso una consecuencia esperable y hasta comprensible en el caso específico de Segismundo? Calderón de la Barca plantea una pregunta clave: ¿el destino es inevitable o el resultado de las elecciones personales?

José Antonio Maravall, respecto de los valores de la cultura Barroca, nos dice: “Elección es libertad o, mejor dicho, es la versión de la libertad propia del hombre moderno”[6]. Sin la posibilidad de elegir, ¿qué es lo que convierte a Segismundo en un hombre íntegro, conciente? Más aún, como lo indica la trama, al ser devuelto a la torre es forzado a creer que todo ha sido un sueño… ¿y no es éste el carácter metafísico de la vida misma? La creencia de que todo cuanto se vive es un sueño, de que en él poco importan las convicciones personales y las luchas internas, de que pese al esfuerzo invertido en construirse una senda adecuada y libre de disposiciones ajenas, el destino terminará imponiéndose.

Calderón de la Barca utiliza el tópico, como explica Maravall en su obra La cultura del Barroco, del “gran teatro del mundo”. José Antonio Maravall sintetiza: “no hay por qué levantarse en protesta por la suerte que a uno le haya tocado, no hay por qué luchar violentamente por cambiar las posiciones asignadas a los individuos, ya que de suyo (…) está asegurada la rápida sucesión de los cambios”[7]. Al ser Segismundo sólo un personaje de una obra de teatro, es susceptible de ser manipulado por el dramaturgo, su creador. Así, Calderón de la Barca mueve los hilos de modo que, dentro de la intrincada red de sus personajes, logre extraerse una tesis viable, una conclusión de su propia ideología: a través de Rosaura, Clarín, Clotaldo, Astolfo, Basilio, Estrella y ante todo Segismundo, el dramaturgo español expone el sinsabor de la vida, la desilusión del siglo, la esencia del Barroco.

¿Da lo mismo? Desde luego que no. Para Calderón de la Barca, al final del sueño sobreviene la redención. Cuando por fin Segismundo, aclamado por el pueblo levantado en armas, es liberado por segunda vez y arrojado a la tentación de vivir como en un sueño, elige obrar con prudencia y sabiduría de rey. Se vence a sí mismo y a su destino.

¿Pero esto es lo que en realidad quiere decir Calderón de la Barca? ¿Es ahí donde termina la obra? No. En medio de la algarabía y el goce de los placeres cristianos, subsiste en el fondo una extraña sensación de melancolía y pesadumbre. Como un presentimiento que recorre con su velo los diálogos y acciones de los personajes de La vida es sueño, ya que a pesar de triunfar al final, no resuelven nunca la duda de la legitimidad del destino, de la predestinación de los acontecimientos. La duda es: ¿habría sido Segismundo un mal rey si no hubiera sido encerrado en la torre? La respuesta más fácil es que no, que al enclaustrarlo se precipitó una aguda sed de venganza que de otro modo no hubiera germinado. Pero he ahí la incertidumbre de la vida: la imposibilidad de comprobar las formas en que hubieran ocurrido los sucesos si las circunstancias se modificaran de raíz. Además, ¿es justo que Segismundo haya sufrido durante años para, luego de descubierta la verdad, perdonar a quien lo privó de su libertad? ¿La enseñanza es, a final de cuentas, que “hay que obrar bien no obstante los agravios que se cometan hacia uno mismo”?

Calderón de la Barca no responde estas cuestiones con exactitud, pero es lo suficientemente reflexivo y profundo en la psicología de sus personajes como para dejar abierta la interpretación. Si “el carácter de fiesta que el Barroco ofrece no elimina el fondo de acritud y de melancolía, de pesimismo y desengaño”[8] de la cultura y la sociedad, es pertinente entonces decir que el dramaturgo español no finalizó su obra conforme a los cánones de estilística en la comedia de su siglo. En apariencia, los personajes encuentran la paz (Segismundo se casa con Estrella y Astolfo con Rosaura, en un equitativo intercambio de bienes humanos), pero es Segismundo quien revela la esencia de la trama, al decir: “¿Qué os admira? ¿Qué os espanta, si fue mi maestro un sueño, y estos temiendo, en mis ansias, que he de despertar y hallarme otra vez en mi cerrada prisión? Y cuando no sea, el soñarlo sólo basta; pues así llegué a saber que toda la dicha humana, en fin, pasa como sueño, y quiero hoy aprovecharla el tiempo que me durare, pidiendo de nuestras faltas perdón, pues de pechos nobles es tan propio el perdonarlas.”[9] Obrar bien, parece sugerir Calderón de la Barca, poco importa cuando se hace creyendo que todo es un sueño.


Un vago, esperado impulso de obedecer el dictamen de los sueños. Lo dicho: más de trescientos años después, aún los individuos viven la contradicción –como explicó Maravall respecto al Barroco, sin saber que la definición aún aplica– “bajo la forma de una extremada polarización en risa y llanto”[10]. Cuando, al inicio de este ensayo, dijimos que Juan Vicente Melo y Calderón de la Barca compartían la inquietud literaria y estética por los efectos del sino, no escatimamos en la referencia. Sin embargo, al transcurrir los siglos, parece que la humanidad poco a poco ha comprobado la inutilidad de la lucha. Como un personaje sin nombre, a kilómetros de distancia de su origen, otro Segismundo se mueve con los ojos vendados en medio de la noche.

La vida es sueño y en los sueños nada es controlable, ni siquiera racional.

Bibliografía:

· Calderón de la Barca, Pedro. La vida es sueño. Navarra, España: Salvat Editores, S.A. Edición especialmente preparada para la Biblioteca Básica Salvat. 1971

· Melo, Juan Vicente. La obediencia nocturna. México, D.F: Ediciones Era. 1994.

· Maravall, José Antonio. La cultura del Barroco. España: Letras e Ideas. 2002.


[1] Melo, Juan Vicente. La obediencia nocturna. México, D.F: Ediciones Era. 1994. Pp 9
[2] Calderón de la Barca, Pedro. La vida es sueño. Navarra, España: Salvat Editores, S.A. Edición especialmente preparada para la Biblioteca Básica Salvat. 1971. Pp. 20
[3] Maravall, José Antonio. La cultura del Barroco. España: Letras e Ideas. 2002. Pp. 310
[4] Íbidem. Pp. 310
[5] Íbidem. Pp 322
[6] Íbidem. Pp 352
[7] Íbidem. Pp 320
[8] Íbidem. Pp 322
[9] Calderón de la Barca, La vida es sueño. Op. Cit. Pp 109
[10] Maravall. La cultura del Barroco. Op. Cit. Pp 322