Ignacio Solares estudió Filosofía y Letras en la Universidad Autónoma de México. Escritor desde siempre (o desde que su escritura automática se reconcilió con los signos de puntuación) y con una vocación bastante notoria de historiador, Solares es elocuente y sencillo sin abandonar la profundidad y el más sagaz estilo literario. También puede advertirse una cierta inclinación hacia el trabajo periodístico, y dos de sus novelas más conocidas lo prueban con exactitud. Columbus, “crónica” puntual de la única invasión mexicana a territorio estadounidense, es una sátira a ratos desenfadada y a ratos nostálgica contada desde la óptica de un periodista. Y la paradoja, como en toda vuelta de tuerca que se precie de serlo, es que la entrevista como meollo y catalizador de la trama no es más que un espejismo… producto de la ebriedad, la confusión, la melancolía o el guiño siempre identificable de uno de los mejores escritores mexicanos de la actualidad. El Espía del Aire, por otra parte, es en cierto modo más autobiográfica y más fantástica también. Él, quien sabemos es un Ignacio jovencísimo e idealista en plena década de los sesenta, planea escribir el más vívido y humorístico reportaje en torno a la historia del cine Olimpia. Naturalmente, no sabe por dónde comenzar. Pero una credencial antiquísima encontrada (y regalada por el celador, después) en una de las butacas se convierte en el motivo siempre anhelante de correr las manecillas del reloj hacia atrás y convertir el reportaje en una precipitada y anacrónica historia de amor. La oportunidad de regresar veinte años en el tiempo y encontrarse con ella, Margarita, vale más que mil reportajes sobre el cine y sus anécdotas históricas: único sitio de la ciudad donde cantó Enrico Caruso –el tenor italiano– en 1919, exhibición de la primera película hablada que llegó a México, Sonny boy; montajes de obras de teatro, algunas con María Teresa Montoya y la primera versión cinematográfica de Santa, de Federico Gamboa. Nada de eso importaba si una tarde cualquiera, una muchacha –de complexión no muy delgada pero rostro angelical– veía una versión ridiculísima de María Magdalena, de Miguel Contreras Torres, y se besaba con su novio ante la mirada iracunda y celosa de Ignacio. Veinte años antes de que él lo escribiera.
El narrador de Columbus revela, desde el inicio, que se unió a Villa más por joder a los gringos que por otra cosa. Un tipo en constante lucha interna, inmerso en los cuestionamientos de la fe, de las ideologías políticas y sociales y también de las eventualidades del amor. Un intelectual frustrado de ciudad Juárez, Chihuahua, que sobrevive con trabajos infructíferos en un hotel y en un burdel, sobajado de nacimiento: por el sólo hecho de ser mexicano y vivir en una ciudad fronteriza, el narrador experimenta el renacimiento de la fe perdida al observar en Villa los ideales libertarios que acaso podrían dotar de sentido su insípida existencia. Decide dejarlo todo atrás (quizás, como él mismo intuye, no hay nada que dejar en realidad) y aventurarse a la lucha revolucionaria, con sus ilusiones, con sus ideales y desesperanzas y, sobre todo, con su chavala Obdulia. Lo hace por joder a los gringos, de eso no le cabe duda, y como Villa va por lo mismo, decide ignorar las bienintencionadas advertencias de aquellos que han llegado a conocer a Villa a fondo. Odia a los gringos; ha convivido con ellos desde siempre, los comprende y los desprecia al mismo tiempo; se siente profundamente afectado por la muerte de uno de ellos, un norteamericano que muere ante sus ojos, solo y abandonado en un hotel de Juárez. Esta imagen y la del primer gringo que mata (símbolo de su aparente superioridad sobre el otrora yugo) inciden poderosamente en su temple, evolucionan su ideología, lo preparan para la rendición. Consolado por algunos pasajes del Bhagavad Gita, el narrador comprende (o se obliga a comprender, más bien) que la muerte no existe, que el alma trasciende y que él mismo puede acabar con cuantas vidas quiera (gringos, carrancistas, Obdulia incluso), aunque el pensamiento de la perdurabilidad de estas almas corrompidas lo atormente aún más.
En la hazaña que persigue, con los más francos tintes revolucionarios, conoce a personajes de elemental importancia, como Pablo López, que muere fusilado a mano de los carrancistas, tachado de pernicioso bandolero capaz de atentar contra la soberanía de los buenos vecinos del norte. El narrador trata de buscarle un sentido a cada acción (como el episodio de Santa Isabel), una razón válida. No lo consigue, pero no se rinde aún. Llegará a Columbus para llevar a cabo su primordial objetivo: matar unos cuantos gringos. Durante el ataque, improvisado y frustrado por el miedo y la desorganización, surgen las preguntas e inseguridades. El narrador, sintiéndose de pronto vacío y ausente, desprovisto de toda identidad, corre por las calles con un miedo y una angustia insondables (¿qué carajos hago aquí? se pregunta como lo ha hecho antes y como, probablemente, seguiría haciéndolo hasta el final de sus días)… Finalmente, al menos para él, la lucha no fue –no puede ser– en vano. Relata sus memorias después de muchos años de imaginarlas, recrearlas, enriquecerlas y hasta inventarles detalles adornativos. Anciano y propietario del bar ‘Los Dorados’ en el Paso, Texas, desdobla su personalidad en esa otra, la ya perdida, el periodista comprometido, nacido en Juárez, aguantador y ambicioso, escrutador de la realidad, recopilador de información, mexicano de sangre y de honor. Por eso dijo que su identidad estaba perdida: la perdió en Columbus, la perdió al alimentar la paradoja de terminar viviendo en Estados Unidos, rememorando la lucha de antaño, contándole sus memorias a un espejismo– el espejismo que alguna vez fue.
El Espía del Aire es, como ya se había dicho, más íntima y biográfica. No se cuida de caer en la ficción más confusa, pero tampoco abandona los límites de lo lógico. Ignacio escribe un reportaje imposible sobre un México que a él se le antoja idílico y romántico: en ese contexto sólo podría visitar las construcciones apenas nacientes del edificio de la Lotería Nacional (no ver la Torre Latinoamericana le hizo pensar que quizás él tampoco estaba ahí y es que, en efecto, la ilusión era intensa pero intangible) y las aulas de su queridísima facultad de Filosofía y Letras. Hablaría incluso con su profesor José Gaos sobre la teoría de las cuatro vidas que el profesor encumbraría años después. Ya sentía a los elegantes y taciturnos estudiantes de entonces como sus compañeros. Y luego ella… con quien la química fluiría rápida y fugazmente. El frío en los pies, la calidez de sus besos, el sentimiento beatífico de estar a su lado y no querer nada más, nunca más. Sensaciones reales y, sin embargo, tan ilusorias y metafísicas. Sensaciones que sólo un espía del aire puede imaginar y vivir al mismo tiempo. Sensaciones que décadas después (incluso después de su etapa estudiantil) serían rememoradas como una trama perfecta para novela, biográfica y fantástica. Histórica y romántica.