El agente 007 es, esencialmente, un personaje de la Guerra Fría. La contraportada de Casino Royale, la primera novela del agente secreto, se presentaba como (cito): un relato altamente dramático de la lucha entre el occidente y el comunismo, entre el Servicio Secreto Británico y el SMERSH, la terrible organización soviética para el asesinato.
El primer villano de James Bond era un comunista maniático (Dr. No, 1962). Los siguientes villanos de James Bond fueron comunistas maniáticos (sus nombres los delatan: Ernst Stavro Blofeld, Anatol Gogol, Rosa Klebb, Auric Goldfinger, Aristotle Kristatos, además de algunos cubanos, chinos y neonazis). La tensión venía del conflicto político y, por tanto, hacía posible que las historias de James Bond estuvieran inscritas en el mundo. Aunque este mundo era casi una caricatura cuando era pasado por el lente jamesbondiano, las luchas estaban intactas: la Unión Soviética (y sus aliados) contra el resto del mundo (o: Inglaterra y Estados Unidos, representado por Felix Leiter, agente de la CIA, colega y amigo de Bond).
La espía que me amó. De Rusia con amor. Al servicio secreto de Su Majestad. La semántica de James Bond resumía sus ideas principales: espionaje y socialismo soviético. El Servicio Secreto, según Ian Fleming, otorga “licencia para matar” a los agentes secretos designados con el prefijo “00”.
Puestas las cartas, era fácil entender a Bond, a pesar de su ironía: adalid de lo justo y lo bueno de este mundo, que puede matar. Sus historias son presentadas como capítulos con estructuras inamovibles: una persecución improbable como secuencia inicial, un villano con planes de destruir el mundo, una orden de M que James desobedecerá, dos chicas Bond contrapuestas, el suministro de gadgets salvavidas de Q, escenas “de cama” y escenas de acción, y en el centro un hombre atractivo, maduro, severo, pero un tanto hueco e inaccesible.
En las primeras (¿qué?, ¿diez?, ¿quince?) historias de James Bond, el enemigo fue más o menos el mismo (en la novela de Casino Royale, Vesper Lynd es una contraespía rusa). Luego se cayó el muro de Berlín. El fin de la Guerra Fría pegó en la narrativa de James Bond como el cese de los gobiernos militares en la literatura latinoamericana. En los noventa, cuando la franquicia volvió con Pierce Brosnan (no el peor Bond, pero sí el que vivió las peores tramas), los villanos se hicieron más variados, los complots más enredados y los zapatos con dagas, el cigarro-misil, el coche que se convierte en submarino o se hace invisible dejaron de ser graciosos. Lo que antes era entretenido ahora es ridículo.
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Casino Royale (2006) fue, para la saga de James Bond, lo que Batman begins para las adaptaciones cinematográficas de Batman. Una reinterpretación de la historia que antes fue tratada con fanfarria, a través de una mirada más oscura, tal como lo exigen los tiempos (el mundo post-septiembre once, presenta).
Antes de este reseteo bondiano (Casino Royale abre con los asesinatos que le valen el grado de doble cero a Bond, por tanto anulando narrativamente las veinte películas predecesoras), James Bond no crecía como individuo. Era como la familia Simpson: pasaban los años, pasaban las épocas, el mundo se dividía, y él seguía igual, martini en mano, traje arreglado por sastre, reloj costosísimo en su muñeca, mujeres bellas a su alrededor.
Aunque el James Bond de Daniel Craig abreva de la misma fuente que los cinco anteriores (incluido George Lazenby, quien lo interpretó una sola vez), es otro James Bond. Es quizá el verdadero James Bond, tal como lo describió Ian Fleming: frío, desconfiado, herido en su orgullo, concentrado, hijo de puta.
En Casino Royale, esta deliciosa escena entre James Bond y Vesper Lynd (Eva Green, en adelante La Chica Bond de la que todas las demás serán una pálida comparación), una reta de deducciones estilo Sherlock Holmes que también es un coqueteo sensualísimo y un duelo actoral.
Más adelante, James Bond es torturado… desnudo, sentado en una silla, con un latigazo que va directo a sus testículos. Aún más adelante, James Bond es traicionado por Vesper, y el hombre derrotado se dobla de dolor, y llora. James Bond llora.
La idea de que Sean Connery es el mejor James Bond está bien. Pero Sean Connery, al ser Bond, era Connery: el mismo valemadrismo, la sonrisa burlona, el mojo con las mujeres. Craig, en cambio, interpreta a su Bond con tanta seriedad que es factible encontrarlo, dos años después, en otra misión (Quantum of Solace, 2008), intentando vengar la muerte de Vesper: esta clase de universo cronológico se había visto raras veces en la saga (y un James enamorado nunca, obvio).
En Skyfall (2012), James Bond siente por primera vez el Inexorable Paso del Tiempo. El famoso MI6, víctima de un ataque terrorista, se muda a los subterráneos en los que Winston Churchill se ocultó durante los bombardeos a Londres. El villano no es otro país, otro ideal, sino un ex agente doble cero, Raúl Silva, interpretado con magistral locura por Javier Bardem (la escena en que se presenta a Bond, con un fugaz destello homoerótico, es la más disfrutable; tal vez la segunda es cuando Bond persigue a un hombre en medio de una oscuridad surcada por neones trippy en Shanghai).
Skyfall es más personal y dura que las anteriores películas, pero a la vez que se emancipa de ellas, les rinde tributo. Lo hace través de las referencias: un sobre for her eyes only, un James Bond que se mete a la regadera con una chica linda, una pastilla de cianuro, el asiento eyector dentro de un Ashton Martin, el regreso de cierta secretaria encantadora… El nuevo Q (un adolescente genio, más acorde con nuestros tiempos de entrepreneurs) le entrega a Bond sus gadgets correspondientes, un radio miniatura y una pistola que sólo responde a su ADN; esta última, menos una máquina para matar que una declaración de principios. “No esperabas una pluma explosiva”, advierte Q, guiñando hasta el infinito.
Skyfall le hace justicia a sus rituales: hay un Bond, James Bond de rigor, un martini shaken, not stirrred implícito (en una toma bella: la barista termina de mover el agitador, y James exclama Perfect!), una persecución improbable en una locación exótica como secuencia inicial (Bond persigue a un hombre en moto sobre los techos de Estambul y luego pelea con él sobre un tren en movimiento). Es bondiana como ninguna porque decide desbocarse sobre sí misma: el conflicto principal ocurre entre M y James Bond, como si el universo Bond por fin se reconociera como tal y le asignara un lugar a sus mitologías.
Este desapego a su propia fórmula también tiene que ver con el mundo al que ahora se suscribe. En una audiencia pública en la que M comparece ante el Comité de Inteligencia y Seguridad por los malos resultados del MI6, Dame Judi Dench (perfecta, como siempre) se cuestiona si el espionaje es necesario cuando los enemigos son invisibles, cuando no forman parte de una organización (la URSS, Al Qaeda) y son en cambio sujetos ordinarios, insertos en la vida diaria. Después del sermón, Silva se infiltra en la sala vestido de policía, disparando a quemarropa. No hay honor en el ataque terrorista, que se vuelve de inmediato un símbolo (de nuevo, Nolan y su influencia en la saga Bond).
Al final, Sam Mendes vuelve a James Bond en algo muy de su estilo, una película sobre reflexiones más que una película sobre acción. Incluso, la acción se dosifica y la secuencia clímax ocurre de noche, con usos de luz más artísticos que hollywoodenses.
Hay dos momentos que la hacen indispensable: uno, la secuencia tradicional de créditos con la canción interpretada por Adele (ay, casi Nancy Sinatra con “You only live twice”). Bond en un abismo. Bond disparando a su reflejo. Otra reinterpretación del clásico collage con siluetas de mujeres, pero con un claro sentido sobre la historia que está antecediendo. Y Ralph Fiennes, las pocas veces que está cuadro, la importancia sutil de su papel sobre la historia.
Skyfall podría ser la mejor película de Bond (si no existiera Casino Royale).
**Esto salió originalmente en el blog de cine de Letras Libres**