De aquí originalmente.
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On the road (Walter Salles, 2012) es la historia de Sal Paradise y su amigo Dean Moriarty, quienes caminan por Estados Unidos como si las dimensiones de ese país se zanjaran fácilmente, una y otra vez, a finales de la década de los cuarenta. La adaptación cinematográfica de la novela de Jack Kerouac es digna, es larga, es graciosa, es lenta, es bella, es conmovedora incluso, pero no arde, arde, arde como velas romanas. Al final deja una sensación de promesa apenas cumplida, como una fiesta que estuvo divertida a secas. Una fiesta con todos los elementos: luz, locaciones, belleza en todas las personas que asisten (todos son bellos, hasta Steve Buscemi con sus ojos de huevo cocido y su cuerpo rancio y flaco), momentos de lucidez y reflexión. Pero una fiesta sin, ¿qué será?, ¿espíritu?, ¿locura?, ¿huevos?
Hay que detenerse en la belleza de la película: un coche corriendo sobre una carretera en una pradera nevada, o Sal de pie frente a la tumba de su padre, de simetría perfecta, o la luz que cae sobre el sudor en las caras de los personajes: todo es muy hermoso, como una serie de fotografías con una paleta de colores cálidos. También hay actuaciones luminosas: Garrett Hedlund (Dean Moriarty) es salvaje, guapo, brutal y vulnerable a la vez; Viggo Mortensen (Old Bull Lee) es una presencia fúnebre e imponente; Tom Sturridge (Carlo Marx) se roba todas las escenas; Amy Adams -en sus breves apariciones- es la Amy Adams que ha maravillado en cada película, y hasta Kristen Stewart (Marylou) hace otra voz, se desnuda sin pena, mira a Dean desde el fondo del coche con tristeza y abandono, y sus ojos se humedecen sin esfuerzo, y es fácil saber lo que piensa y siente.