…de un fin de semana en La Plata.
Yo quería subirme a un autobús. Quería la separación que da el trayecto de autobús. Yo siempre me quejaba, antes, de vivírmela en autobuses, de tomar uno cada ocho días, cada quince, una vez cada mes, desde que recuerdo. Por eso quise vivir en algún lugar donde mis fines de semana estuvieran asegurados. Pero después, como siempre pasa, vi que necesitaba ir a una terminal de autobuses y subirme a un autobús y ah, el ritual: la ventana, la mochila en los pies, los audífonos, el libro o no, el cuaderno o no, la película o no, dormir o no, y siempre tras mirar un poco a las personas que van viajando también.
Los trámites se alargaron, hice la fila dos veces, al aire libre, en la plaza frente a la estación Retiro, en esa zona donde la ciudad se va desvaneciendo, se va llenando de espacios vacíos. Pero no me enojé, esperé. Y cuando por fin pude entrar y escoger mi asiento, ah, ridiculez: sentí hasta emoción. Me resultaba cansado lo que hacía en México antes, tomar el metro y transbordar en La Raza, cruzar la enorme terminal del norte, tomar el autobús a Polo, bajarme en el km 133… Pero a veces también suponía una pausa y un descanso.
Bueno. Me subí al autobús. Ventana. Del lado derecho, como casi siempre. Un error, porque de ese lado la ciudad de Buenos Aires se fue convirtiendo en el conurbano bonaerense, la pobreza de los márgenes se fue revelando, las viviendas precarias y unas vacas pastando, y espectaculares con candidatos electorales, y unos niños jugando futbol en un claro, pobres, mal vestidos; después el club aéreo de Río de la Plata, hangares blancos, avionetas estacionadas, un cartel: APRENDA A VOLAR. Pasto reseco. Más adelante, humo del corte y quema. Árboles raquíticos. Una avioneta en el aire, volando. Del otro lado del autobús, del pasillo izquierdo, llanura pura.
El inconfundible olor a pipí. Una señora hablando por teléfono. El amenazador llorido de un bebé. De mi lado no hay vastedad. Del otro sí. Un tractor, más propaganda electoral, y luego los tímidos comienzos de una ciudad pueblo de casas bajas y pocos coches.
Me gustó La Plata. Me gustó el aire socialista -esos edificios altos, rectangulares, manchados de humedad- que se respira en la Plaza Moreno, donde está la catedral. Después esta impresión se diluye en sus calles anchas, con mucha arquitectura europea clásica -de pronto interrumpida por edificios ochenteros- y los famosos tilos que, según leo, es su árbol emblemático. Una ciudad planificada como poquísimas en Latinoamérica, un cuadrado perfecto surcado por diagonales -la ciudad de las diagonales, la llaman- y plazas que aparecen en cada intersección de avenidas, hasta sumar 23, leo en Wikipedia, además de representar el paradigma del “higienismo”. Diría que unas cuantas calles densamente comerciales en el centro, con tiendas y servicios para locales y turistas, para gente con mucha lana y gente con poca, y otras calles solitarias, tranquilas, vacías, que me hacían sentir en Polo (vi una carreta empujada por una mula).
Buscaba un cuaderno. Llevaba uno, pero para otros fines. Muchas vueltas en círculo, como siempre. Y otras que me desubicaban, me desnorteaban. Pero las calles numeradas facilitan todo. Evité un tramo de la 50 muchas veces, que después reveló una librería Ateneo a medio cerrar, donde venden un cuaderno que yo codicié. Antes había entrado a una tienda de fayuca china y me emocioné un poco porque pensé en Oracle Night: el narrador y protagonista encuentra un misterioso cuaderno azul en una papelería china; en él escribe la historia de un escritor, como él, que tras varios giros de la trama termina encerrado en un búnker y al que después ambos autores -Auster y Sidney Orr- dejan abandonado (la angustia que, a la fecha, siento por el personaje encerrado durante toda la eternidad). Ese cuaderno en el que escribirá más tarde, impelido por una fuerza extraña, la historia que pudo o no suceder entre su esposa y su amigo y mentor.
(a veces me pregunto si volveré a leer otro libro de Paul Auster, creo que lo agoté demasiado; creo que en este momento de mi vida me interesa demasiado la literatura escrita en español).
Los cuadernos de la fayuquería no me convencieron y después terminé adquiriendo uno en Todo Moda, un sencillito de forma francesa, de hojas blancas, con estampado de pata de gallo en turquesa. Por la hora, más factible refugiarse en un bar que en un café: un irish pub, Wilkenny, donde fui observando a los asistentes emborracharse paulatinamente. Entraron unas promotoras de Philip Morris y nos regalaran objetos como: una playera y unos lentes con ojos falsos. Ahora releo mis apuntes, um.
(recuerdo que esa tarde me ladraron dos perros, lo que siempre me pone en un ánimo lóbrego debido a mis misticismos e intachable historial con los canes).
Ah, qué noche. Me quedé en un hostal barato, en una típica casa argentina de las que llaman chorizo: larga, con un pasillo por el que se distribuyen las habitaciones, con techos muy altos, puertitas de madera y hierro, y mosaicos pintados. Apenas había dormitado una hora o menos cuando entró al cuarto una mujer de botas muy largas, que hizo mucho ruido y me despertó. Ya no pude dormir. Ya no pude. Me moví inquieta, me di vueltas, abrí Twitter, Facebook, Instagram, Gmail, fui al baño -un chico jugaba un videojuego de computadora; el otro, el encargado, estaba sentado en un sillón de la sala-, tomé agua, sentí calor, sentí frío, me acosté, di muchas vueltas, empecé a angustiarme, la angustia me subió, me inundé. Las cuatro, las cinco, las seis. A las seis empezó a roncar alguien en el cuarto, muy fuerte. Alguien más se despertó y tosió muchas veces pero el concierto no se aquietó. Los ronquidos venían de la parte superior de mi litera. Estiré los brazos, hundí los dedos en el colchón, le di golpecitos a la madera para que dejara de roncar, pero no dejó de roncar nunca; de pronto, a mi costado izquierdo, en la penumbra, apareció un pie enorme que se fue alargando hasta formar una pantorrilla larguísima y después, a su lado, otra pantorrilla que se hizo más larga todavía, hasta contornear un muslo, metro y medio de extremidad, y todo esto yo lo observé estupefacta, con una sonrisa congelada de miedo. Por fin la altísima mujer tocó el piso y se estiró toda: sólo vi la silueta negra, duramente negra, mientras el ronquido persistía: no era de arriba de donde venía. Intenté dormir. Dieron las siete. La luz del día no entraba al cuarto, la ventana estaba tapiada. Alguien más entraba y salía del cuarto: la puerta, avejentada, no cerraba bien y se abría y cerraba hacia las estrechas escaleras, iluminadas por un foco amarillo, por las que se llegaba al cuarto. Un aire frío me caía en la cara intermitentemente. No sé en qué momento me dormí, no sé en qué momento entré a ese otro lugar, con un pedazo de la conciencia en el sueño y otro en la vigilia, y en aquel lugar yo sabía que no podía o no debía mirarme al espejo, y sin embargo me veía: mi cara, con gran nitidez, reflejada en varios espejos.
Después viene lo de miedo. Hubo sobreposición de planos y ahí, en el sueño, con la conciencia de los sueños sobre las cosas, yo estaba en el cuarto del hostal, acostada, mientras una figura negra, negra, pero humosa, como una sombra, entraba por la puerta que rechinaba y se acercaba a mí y se metía a la cama y, a punto de abrazarme, de rodearme con un aliento frío sobre la oreja, abrí los ojos como quien abre una alacena, de golpe, y exclamé chingatumadre y me levanté.
Desayuné sola en la mesa de madera de la cocina, café soluble y pan con mermelada de durazno y el ubicuo, ya casi casi chole dulce de leche, temblorosa todavía por la pesadilla, leyendo un cuento lindo de Hebe Uhart para despejarme. Después, a punto de irme, fui retenida por una mujer alta, llamada Eva, nacida en Taiwán, con un muy buen español argentino, quien por lo visto quería practicar el idioma y quien, después hilé, fue la mujer de botas largas que me despertó y, sobre todo, la dueña de los ronquidos pertinaces. Platicamos. Alguien más que no reconoce mi acento, que me lo halaga y me halaga en el ínter, que resultó trabajar en el Sheraton que yo siempre miro durante mis estancias en la plaza San Martín, un personaje raro y pintoresco, de los que suelo ligar en hostales.
Salí al domingo: solitario, frío pero soleado. Caminé por los paseos de los tilos. Crucé la ciudad para llegar al Museo de La Plata, de ciencias naturales, pero en el camino, donde hay un laguito con botes y un paseo con puestos de dulces -toda esa parte me recordó a Chapultepec pero en pequeño, en laplatense, en colores apagados e invernales-, por equivocación entré al zoológico. Evito los zoológicos, en primer lugar por las serpientes y en segundo lugar porque es casi siempre, sin excepción, un espectáculo profundamente triste. No fue la excepción ¡en nada! Gatos monteses, changuitos y cóndores del cono sur en prisiones deprimentes, jaulas demasiado chaparras, cuartos demasiado estrechos, cisternas horrorosas. Y en algún momento, leleando, caí en el herpetario, del que emprendí la carrera de forma harto ridícula. Traía las emociones a flor de piel, por la pesadilla, por las hormonas (es un hecho dado, que las hormonas nos afectan a las mujeres, que nos hacen presas de sí, que nos producen engaños y confusiones respecto a nuestros propios sentimientos, obligándonos a discernir, tontamente, los que son verdaderos de los que son producto de los ciclos del cuerpo enemigo, el sinvergüenza), en fin, por los acontecimientos recientes de mi vida. Los ojos se me llenaban de lágrimas mirando lo mismo a los animales que a unos cristianos practicantes disfrazados de payasos que a los niños y a las familias de estos niños, con el pensamiento de la pobreza, de las cruzadas diarias a las que obliga, de la intención y la concreción de la intención de dar a los niños algún entretenimiento, una salida feliz, una ilusión, con poco o casi nada de dinero, lo que a su vez me hacía pensar en mis papás y en mis hermanos y en nuestras infancias, que ellos procuraron felices a pesar de los vaivenes económicos. EN FIN. Demasiada intimidad. El punto es que estas ideas se tornaron más abstractas e inquietantes en el museo, ante los huesos de animales prehistóricos, ante las monografías de las eras geológicas de la tierra, de Pangea, del sistema solar, de la galaxia, del universo (otra vez: Melancholia). Y todo en una agradable soledad, en un diálogo interior, en la autonomía de acción y, lo más extraño, con buena disponibilidad de tiempo.
Antes de irme comí un sobresaliente arroz chaufa y un buen tamal de pollo en la plaza Moreno, donde había un festival de productos peruanos (ay, la gastronomía salada es el ámbito en el que los argentinos exhiben menos imaginación que en ninguno). Llegué casi de rodillas a la estación de ómnibus, me formé junto a una chica goth, me concentré en mis dolores (el viernes emprendí clase doble de yoga), en mis pendientes, en lo cercano que era todo a lo de antes, esperar el autobús al D.F. los domingos, sólo que esta vez el trayecto fue más corto, me senté del lado de la llanura infinita pero no logré mantenerme despierta salvo por cortos tramos, el autobús entró a Buenos Aires y a la avenida 9 de Julio, me bajé a cuadras del departamento y la luz del crepúsculo era espectacular.