Algunas lecturas de 2014

Finalmente pagué los cinco euros de Malherido. No estuvo mal, no me arrepiento. Pongamos de lado la polémica en torno a las reseñas -a su valor en la crítica literaria, a su actuación frente al mercado, a cómo se escriben, cómo se publican, etc., etc.- y digamos que sí, que a mí, como lectora, todavía me interesan. Es un juego perverso, claro. Es cierto que una reseña negativa, implacable, daña un libro o la posibilidad de su lectura. A veces pasa lo contrario, que el morbo gana (me desligo). Pero una reseña emocionante, agradecida, genuinamente afectada por la lectura (todo esto es emocional) conduce a libros que ¡sí! ¡QUE SÍ!

Por eso quise volver a leer a Malherido, aunque había dicho que no, que no iba a pagar, porque finalmente me dio a Eloy Tizón alguna vez, por ejemplo, cuyo “Técnicas de iluminación” va adelante en la carrera de los que ya leí o estoy leyendo en 2015. Después podría comentar lo negativo, el desacuerdo, la mala onda. Por ahora, consignar: puedo, para mí (para recordar) y para antojar la lectura y por motivos que me parecen no del todo horribles -más allá de una pobre pretensión: no leí demasiado- hacer un mapa incompleto, sesgado, de las cosas que leí el año pasado. Seguramente leí cosas que no me acuerdo ahora que leí pero que después recordaré haber leído (lo cual, además de cuestionar si lo leído fue memorable, retoma un tema que he estado rumiando, lo de meter pensamientos e ideas en un cajoncito detrás de la mente). Justificación que no es tal: obviamente las condiciones laborales en ciudades de movilidad deficiente como el D.F. impiden que una pueda leer tanto como le gustaría/debiera (o que se lea de manera superficial). Las lecturas se adelgazan, se dividen -en mi caso- en las ligeras (aptas para el transporte público) y en las chonchas: el pensamiento y la alta literatura. A veces pasa que lo segundo, de estar tan bueno, quiere convertirse en galopante, pero eso va en su contra y termina por darle en su madre; a veces en el momento adecuado para la concentración una acaba leyendo el cascajo y el divertimento. Total. Luego no hay método. Y entretanto, en horas del trabajo, por ejemplo, artículos y cuentos, ¡y ah!, muchos cuentos, que después pueden releerse. Releer me gusta mucho, ¿tal vez por eso me gustan los cuentos tanto?

La lectura más importante, por tantos y tan íntimos motivos: “Los cuadernos de Malte Laurids Brigge”, de Rilke.

La novela más importante, por factores de mucho peso: “Madame Bovary”, Flaubert.

Veo, por un diario, que este año terminé “Adán Buenosayres”, de Leopoldo Marechal. Gran novela, una rareza de gordura y ambición dentro de la literatura del sur.

Releí “Río subterráneo”, segunda colección de cuentos de Inés Arredondo. Los adoro a todos, a ella la quiero. Leí “Cambio de armas”, cuentos de Luisa Valenzuela. Con esos dos libros todo cambió, empecé a estudiarlos.

Leí una antología de Silvina Ocampo, con cuentos y poesía, llegada de Buenos Aires gracias al camarada Alén (junto a una novela de Lispector, una antología de hoteles literarios y un libro de ensayos sobre “women & power in Argentina”). A Silvina la quise también. Leí una novela que encontré entre los libros de mi papá hace mucho, que siempre quise leer por su título: “Dejemos hablar al viento”, de Onetti (hay más de él, adelante). Leí a Levrero, autor de pronto ubicuo: Jordy me trajo la “Trilogía involuntaria” de Montevideo, de la que había leído dos; volví a leerla, toda, y “Caza de conejos” y el cuento de “Gelatina”. También me trajo “Flor de lis”, el último libro de poesía de Marosa di Giorgio, que leí con delectación casi casi erótica. Leí la poesía de César Vallejo, de Gorostiza, de García Lorca, de Sor Juana. Leí “Las elegías de Duino”, de Rilke.

La novela más perturbadora (me causaba pesadillas cada noche): “Los vigilantes”, de Diamela Eltit.

Empecé, por el club de lectura de Gerardo Piña, “En busca del tiempo perdido”, de Proust (sigo, ¿cuándo terminaré eso?).

Releí “Rayuela”, la lectura convencional. Releí dos de José Emilio Pacheco. Releí la primera parte de “Los detectives salvajes”, el diario del joven García Madero, porque me devolvieron el libro, se lo había prestado a una amiga, muy buena lectora, a la que hace mucho no veía y a quien volví a ver este año. También, de Bolaño, leí “Amuleto” y leí o releí muchos cuentos suyos, entre los que destaco “El policía de las ratas” y “El dentista”. Leí, en condiciones alarmantes, “El infierno tan temido” de Onetti y otra vez “Bienvenido, Bob”.

Leí novedades argentinas. Leí “El viento que arrasa”, de Selva Almada (antes de esa había leído el relato “Intemec”, que me gustó mucho más). Leí “La libertad total”, de Pablo Katchadjian (solté carcajadas sinceras). Leí “Una belleza vulgar”, de Damián Tabarovsky (me gustó bastante).

Leí el libro de ensayos de Jean Franco, “Ensayos impertinentes” (lectura importante). Un libro de ensayos de Margo Glantz, “La polca de los osos”. Leí “El idioma materno”, de Fabio Morábito (lo devoré como todos los que lo leyeron). Leí “La parte ideal”, ensayos de Álvaro Uribe (me gustaron todos). Leí un libro de ensayos titulado “La otredad, los discursos de la cultura hoy: 1995”, coordinado por Silvia Elguea Véjar, producto de las jornadas de estudios culturales de la UAM, que encontré en una librería de viejo afuera de metro Eugenia. Mi favorito: “Las tretas del fuerte: escribir ‘para, por y en lugar del bello sexo'”, de Lilia Granillo Vázquez.

Leí la última colección de cuentos de Guadalupe Nettel, “El matrimonio de los peces rojos”. El de la serpiente me gustó mucho (por supuesto). Leí dos libros tardíos de cuentos de Cortázar que no había leído, “Octaedro” y “Deshoras”. Leí la colección de cuentos “El rey del Honka Monka”, de Tomás González (muy bellos). Leí algunos cuentos de Katherine Anne Porter, de una antología que tengo. Leí un cuento de Don DeLillo, “Midnight in Dostoevsky”.

Releí mi cuento favorito de Juan García Ponce, “Envío”, más de una vez. Releí algunos cuentos de “La ley de Herodes”, de Ibargüengoitia (siempre será grande). Leí lo nuevo, lo aún no publicado, de María José Gómez Castillo y Gabriela Damián (y lo que se publicó: “Turnos” y “El monstruo del lago Ness”). Terminé la colección “Too much happiness”, de Alice Munro, que me prestó Majo. Leí dos cuentos muy buenos de Marina Porcelli: “Crónica de un lugar muerto” y “Esa noche llamó Tamara”.

Leí “Elsinore: un cuaderno”, de Elizondo. Entrañable. Y dos cuentos de “Narda o el verano”.

Leí la mitad de una edición crítica de “El diario de Ana Frank” (lloraba al leer). Leí algunos cuentos de un libro de cuentos de Julian Barnes, “Pulse” (estos dos libros estaban en un cuarto de hotel amsterdamés, por eso no los acabé) (lo cual genera un sufrimiento esnob). De Barnes, morí de risa con ese de “60/40” de la serie “At Phil and Joanna’s” (está en línea, sin la frase que me dio más risa y que se repite a lo largo del texto: “it’s the hypocrisy I can’t stand!”). Leí unas prosas, no todas, de “Berlin Stories”, de Robert Walser.

Leí una novela de Enrique Serna que detesté y sin embargo no pude dejar de leer hasta el final, “El miedo a los animales”.

Leí un muy buen cuento de Mariana Enríquez, “Verde rojo anaranjado”. Leí un muy buen cuento de Liliana Colanzi, “El ojo”. Leí dos muy buenos cuentos de Abelardo Castillo, “Carpe diem” y “Muchacha de otra parte”. Leímos El Horla, del señorón Maupassant. También, por recomendación de Gaby, leímos “La inminencia del desastre”, de Clive Barker.

No leí rusos, aunque son o siempre digo que son mis favoritos (¿fue este año o el pasado que leí un cuento llamado “La víbora” de Tolstoi, no León sino Alexéi Nikoláievich?). Leí “Parábolas y paradojas”, de Kafka.

No leí cómics o novelas gráficas, aunque me encantan (releí una de las historias que conforman “Mirror mirror”, de Jessica Abel: el cuentito de unas amigas que viven en ciudades diferentes y quedan de verse en un motel a medio camino, con el único fin de platicar, nadar, tomar unas cervezas, ponerse al día, una celebración a la amistad femenina con los dibujos mal hechotes pero hermosos de Abel, y sus diálogos inteligentes y sus historias originales y su talento total como novelista gráfica, que me llena el alma de amor).

Entre aquello que no podría calificarse como literatura pero equivale a lecturas elevadas, ¿académicas?, leí libros o ensayos de Stefan Gandler (El discreto encanto de la modernidad), Butler, Kristeva (Historias de amor), Eagleton (Literary Theory, an introduction; Why Marx was right, After Theory), Gramsci (Introducción a la filosofía de la praxis), Bolívar Echeverría (La modernidad de lo barroco), hasta Foucault (¿Qué es un autor?). Me enfrenté a “La escritura del desastre”, de Blanchot. Pero nada pude estudiarlo bien o sacar mucho en claro.

 

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