Mujeres que no han desaparecido

Estoy leyendo El nervio óptico de María Gainza y es hermoso y formidable, se lee con la naturalidad de un líquido transvasándose, encadena un cuento o una pieza con la otra, y una mujer personaje con otra, y vidas de artistas con otras, como un collar de gemas tornasoladas. En su última tarde en Santiago, en la muy famosa librería Metales Pesados, Marisol y yo nos topamos con aquella bella edición de Laurel, y ella enseguida tuvo la clarividencia de comprarla. A mí me había llamado mucho la atención la contratapa, la promesa de hibridación entre crítica de arte y crónica íntima, pero me había propuesto o más bien estaba obligada a no comprar libros en Chile. Además se me ocurrió que, dado que la autora era argentina, terminaría por encontrármelo más temprano que tarde acá. Y por fin llegó a mí, no vía Mansalva que lo publicó originalmente en 2014 sino por un truco que Anagrama hizo posible, y entonces lo leo y me dan ganas de ir a buscar esas pinturas al Museo de Bellas Artes, al Museo Nacional de Arte Decorativo, al Museo Histórico Nacional, y me parece incluso que voy a hacerlo, que será una de esas excursiones de despedida ahora que ya he tomado mi decisión o debo tomarla, lo que me recuerda de ciertas investigaciones que debo emprender mientras esté aquí (los planos, la construcción del Ramos Mejía, por ejemplo).

Deben leer el ensayo de Marisol García Walls, por cierto, en la Revista de la Universidad de México, “La línea de ombligo”, sobre el archivo feminista de las artistas y la genealogía de las mujeres y sus nombres, y el borramiento que implica la línea de sangre, que me hizo pensar en mis dos abuelas y sus muertes prematuras. De ellas no llevo el apellido pero sí los dos nombres, ay.

En México, como dije, leí poco. Una mañana leí Tsunami, antología de textos feministas editada por Gabriela Jáuregui y Sexto Piso, y encontré que hay tres textos fundamentales en ella: el diario de la maternidad de Daniela Rea, que ha causado conmoción, con razón, y que me gustaría compartirle a mis amigas que son madres, por lo descarnado; el ensayo de Yásnaya Elena A. Gil sobre la categoría mujer, la categoría indígena, y su anudamiento; y el brutal texto de Sara Uribe sobre el desamparo del Estado hacia ella y su hermana cuando son niñas, cuando son adolescentes, y hacia las mujeres que están solas en general. Este último me despedazó. No tengo el libro conmigo, quisiera citarlo en extenso, pero me quedan ciertas impresiones vivas. O lo que dice Cristina Rivera Garza sobre el amor y el sexo. También leí los cuentos de Nora de la Cruz porque me parecía un título hermoso ese, Orillas, y que transcurrieran en esa franja orillada que es el Estado de México cuando no es zona metropolitana pero tampoco rural. Polotitlán de la Ilustración es Estado de México, he explicado antes, pero es rural y se sitúa en la punta más al norte, en la frontera con Querétaro y en algún punto con Hidalgo, y por tanto pertenece geográfica y culturalmente al Bajío, al centro, a esa región que es la cintura del país, que con su ancha faja divide los desiertos de las selvas, y es más bien serrana, arbusto y pasto seco, y ciertos lánguidos ríos. En fin. Mi cuento favorito, por la relación de amigas que aparece, es el de la quinceañera chicana que viaja a México a celebrar sus XV años.

Ernesto, aquí, me prestó Lugar, la colección de cuentos de María José Navia, escritora chilena nacida en 1982, que yo llevaba algún tiempo con ganas de leer. Hay un cuento muy lindo, y oscuro, que transcurre en el Costanera Center aunque nunca se menciona que se trata de él, y es que a mí siempre me gustado esa unión del mall -el mal, dicen las protagonistas- con la vida adolescente, tan contigente, de paso.

Alicia también me prestó Por qué volvías cada verano de Belén López Peiró. Hacía meses me había llamado la atención el procedimiento, su tratamiento de los archivos y la polifonía para narrar -aunque no es sólo narrar lo que hace aquí y este libro, como dice Gabriela Cabezón Cámara en la contratapa, es asimismo una intervención política- las reiteradas violaciones y abusos sexuales por parte de su tío, jefe de policía, cuando visitaba a su familia en la localidad de Santa Lucía, provincia de Buenos Aires. Y la violencia posterior, del Estado y las personas con las que se comparten lazos sanguíneos, y aquellos que prefieren bajar la mirada y no agregar nada más, como repiten en las declaraciones testimoniales del ministerio público. Es un libro lleno de odio, de mucho, mucho odio, y eso es lo que impresiona y alivia además de su sofisticada estructura, y de una afirmación personal tremenda.

También estuve leyendo unas novelas de un señoro francés que tenía toda la pinta de ser un señoro-señoro pero resultó no serlo, o por lo menos no del todo; pero no necesita que yo lo recomiende y además, en este post, los señoros qué.

José Juan me envió Comunidad terapéutica, de Iveth Luna Flores (Monterrey, 1988), y después diríamos que desde el primer poema es un knockout, es como una puerta que abres y te da un madrazo fenomenal. Me encanta la disposición de los poemas de la tercera parte, del otro poema que forman sus títulos:

Terapia individual
49 Voy a escribir en la bitácora…
50 Aprieta la cuerda…
51 Esta noche hablé con mi padre y fue…
53 Claramente visualizo…
55 Llené tu bandeja de entrada…
56 Voy por el valle de los ciegos…
57 Para perderlo todo…
59 Tanta rabia para cambiar el mundo…
61 Una zona de la ciudad…
62 Voy corriendo sobre mesas…
65 El tiro de gracia en el pecho de un poema…

Esto me pone a pensar en mis maneras de acceder a ciertos libros, de agenciármelos. Algunos mediante préstamos, otros leídos una mañana entera en una librería, y otros más pirateados. Aunque me interesa mucho leer, y sobre todo releer, raras veces he sentido el fetichismo de los libros.

También.

Miré Los Adioses, de Natalia Beristáin, robada toda por la presencia de Karina Gidi, sobre ciertos fragmentos de la vida de Rosario Castellanos, un domingo por la tarde.

Salgo del Gaumont casi a las ocho de la noche, todavía hay mucha luz, una luz cálida y rosácea; camino por Rodríguez Peña, sus edificios angostos como recortados bruscamente, del color de la tierra húmeda, tirados a la mierda la mayoría, y sus restaurantes anticuados y sus tiendas, y luego por Corrientes; me meto a las librerías, encuentro un libro que me interesa y que apunto mentalmente, por su título y por un fragmento que leí a las apuradas (La felicidad es un lugar común, de Mariana Skiadaressis); el puesto de Eloísa Cartonera está abierto y me detengo a ver los títulos y el tipo que atiende me dice que mi remera está buenísima -es de Condorito- y que dónde la compré, me dice que él es chileno y me pregunta de dónde soy, menciona algo que discutíamos recién hace unos días en casa, que todo mundo en Latinoamérica piensa que Condorito es de su país, y después me habla de los títulos de la editorial y me anima a hurgar y a llevarme alguno y por alguna razón sale al tema Salvadora Medina Onrubia (publicada en Eloísa), y le digo que sí, que ya sabía que era abuela de Copi, y empieza a hartarme él, y entonces miro  un ejemplar -distinto al mío, claro, por lo menos los trazos con pintura acrílica de su portada- de Caza, el poemario de la venezolana María Auxiliadora Álvarez, que otra tarde decidí comprar porque lo abrí en una página que tenía el verso: yo que tengo tan alto y bajo concepto de los cuerpos; luego entro por una porción de muzza con fainá a Güerrín, como de pie y me miro en el espejo de enfrente, mi playera blanca de Condorito adquirida sin romanticismo alguno en el aeropuerto de Santiago, mis chinos que aquí son rulos, los cachetes inflados mientras mastico la pizza grasosa empujada con fainá; entonces entran dos hombres que sobrepasan la cincuentena, uno tiene una barba blanca larguísima, de Fidel Castro, y lleva puesta una playera con el rostro de Fidel Castro, compran sus porciones y se paran frente a mí a comerlas, y noto que el otro tiene una playera de México, y me río por dentro; el de la barba le comenta a su acompañante que la pizza “tan superior como siempre” pero el servicio está del carajo y aquel le responde que es así, que como siempre tienen lleno qué les importa, “¿y en México la pizza qué tal, eh?” y el sujeto responde que casi todas son de cadenas yanquis, Pizza Hut, Domino’s, terribles, y yo me acuerdo de la vez que allá nos comimos una Pizzeta y sentí de pronto que era la peor pizza que comía en mi vida y que no se le comparaba para nada a las de Buenos Aires, que al fin y al cabo no son del tipo que me gustan (prefiero las delgaditas, y crocantes), pero que al César lo que es del César, y luego hablan de las pizzas de Estados Unidos y el de la playera mexicana dice que hay unas que sí son muy buenas, las de Chicago, y al mismo tiempo, al lado de ellos, hay un hombre y una muchacha, y él, que es moreno y de pestañas largas, se queja del transporte público, de que sales de la facultad y tenés que tomar esos colectivos que tardan horas, que a La Plata no la cambia por nada, y yo digo ah, ah, otra de esas coincidencias en las que aparecen, aglutinados y en un tiempo que es el mismo, sitios en los que he estado en el pasado, viajes que me cambiaron un poco; y se han puesto de moda ahora en el D.F., aclara el del atuendo paisano, cadenas de pizzas abiertas por argentinos y uruguayos, y ahí es cuando dejo el plato sobre la barra y salgo, hace mucho calor y ya es de noche afuera.

/ Paréntesis

Los posts hechizos volvieron. Se me figura que son como una plaga de bichos, paso las noches aniquilándolos y al día siguiente ya invadieron de nuevo. Pondré aquello en pausa, no tengo la paciencia o no me encuentro en el estado mental adecuado para iniciar otra extraña batalla relacionada con el blog.

Cierra paréntesis /

Siento que mi YouTube y mi Spotify intentan encajarme kpop a toda costa, como han visto que no dejo de escuchar y mirar videos de BTS, pero stop trying to make other kpop acts happen, it’s not gonna happen. Sin embargo, me gustó mucho Yaeji cuando me hablaron de ella en México, aunque difícilmente se la podría situar en el pop salido de allá; luego, en algún video de Taekook que son mis predilectos, los había notado tarareando una melodía que al instante me encantó pero que me resigné a no encontrar nunca, hasta que algún algoritmo me la trajo de nuevo: la canción se llama “Some” y es de Bolbbalgan4, o BOL4, o Blushing Youth, o 볼빨간 사춘기, un dueto de dos chicas, Woo Ji-yoon y Ahn Ji-young, pop-pop-bubblegum pop pero un tanto indie, ponele. Igual creo que sólo me gustará esa canción de ellas, por ciertas líneas tan bonitas y tan ingenuas, que alguien tradujo al español de la siguiente manera: ¿Es mi culpa si no soy buena expresándome? Soy una chica sincera en una ciudad fría. ¿No puedo decir que me gustas? (…) A partir de hoy, voy a tener algo contigo. Te llamaré todos los días. Aunque no pueda comer gluten, voy a comer comida deliciosa contigo.

Este fin de semana miré todo Russian doll de una sentada; en realidad, dice Natasha Lyonne, la concibieron como una película de cuatro horas, dirigida y escrita toda por mujeres, sólo por mujeres, y esto es importante, le digo a Gandhi el domingo por la noche, cuando comentamos qué estuvimos viendo durante el calurosísimo, infernal fin de semana en que sobrevivimos bajo el aire artificial de unas aspas de ventilador, aunque de momento no te lo parezca.

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El arte es una batalla; pero nosotras estamos perdiendo. Miro las noticias y me lleno de miedo, preferiría que a mí me pasara algo, que me pasara lo peor, antes que a mis sobrinas y a mis hermanas y a mis cuñadas y a mis amigas. Tengo miedo de que desaparezcan. Que las secuestren y las violen y las prostituyan y las maten y las destruyan. Que las desaparezcan. Que desaparezcan.

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En Shakeaspare & Company, adquirí Portnoy’s Complaint, de Philip Roth, que me gusta y divierte tanto:

 

Doctor, they can stand on the window ledge  and threaten to splatter themselves on the pavement below, they can pile the Seconal to the ceiling -I may have to live for weeks and weeks on end in terror of these marriage-bent girls throwing themselves beneath the subway train, but I simply cannot, I simply will not, enter into a contract to sleep with just one woman for the rest of my days. Imagine it: suppose I were to go ahead and marry A, with her sweet tits and so on, what will happen when B appears, whose are even sweeter -or, at any rate, newer? Or C, who knows how to move her ass in some special way I have never experienced; or D, or E, or F. I’m trying to be honest with you, Doctor -because with sex the human imagination runs to Z, and then beyond! Tits and cunts and legs and lips and mouths and tongues and assholes! How can I give up what I have never even had, for a girl, who delicious and provocative as once she may have been, will inevitably grow as familiar to me as a loaf of bread? For love? What love? Is that what binds all these couples we know together -the ones who even bother to let themselves be bound? Isn’t it something more like weakness? Isn’t it rather convenience and apathy and guilt? Isn’t it rather fear and exhaustion and inertia, gutlessness plain and simple, far far more than that “love” that the marriage counselors and the songwriters and the psychotherapists are forever dreaming about? Please, let us not bullshit one another about “love” and its duration.

 

 

En Paris Review, Hannah Tennant-Moore escribe sobre Henry Miller. Texto cachondo.

 It’s sexy to be freed—even through a trick of the imagination—of the complications of my own needs and the elusive but constant fear that they will not be met.

Because Miller is aware of this fear, his accounts of sexual recklessness are much more than misogynistic bravado.

Un tipo que firma como T en los comentarios, grandioso.

Leía Henry Miller a escondidas, en la secundaria. Me llevó lo más ruin: la portada, una bailarina exótica con los pechos al aire, aunque sin pezones. Los pezones estaban difuminados. La fotografía era de mala calidad. Era esta colección de best sellers Origen/Planeta. Tapas negras con plateado. Doradas con rojo. Selección editorial arbitraria: estaba Ira Levin con Rosemary’s Baby y las novelas de Ian Fleming y de Dallas. Y Gógol. Y las versiones noveladas de Star Wars. Raro.

Cuando mi papá me descubrió, me dijo: está muy fuerte para tu edad. Sólo eso. Luego ya no le importó. Léelo. Qué más da. Pero al principio fue prohibido.

A mis hijos les prohibiré los mejores libros.

 

Miedo

Hace poco vimos The Descendants. Toda la primera parte me aburrió increíblemente. Pero a la mitad justo algo pasa, no sé qué, y la historia adquiere otro tono. Hay una escena que me conmovió muchísimo: después de muchas aventuras con su papá y su hermana en busca del amante de la madre que está en coma, una trabajadora social le explica a la niña precoz que su mamá morirá. Y la película es muy honesta: ésta es la reacción auténtica de una niña de esa edad. No hay las miradas introspectivas o reacciones mudas que según las películas tienen los niños ante la muerte. Hay llanto. La niña que a los diez años ya está hiper-sexualizada y dice groserías, al saber que su madre morirá pronto, vuelve al estado de inocencia. Aquí es donde The Descendants te hace llorar, como marca el cliché. Al volverse, la niña mira a su padre, que la mira consolándola. Esa mirada consoladora. La primera vez que leí Año nuevo, brevísimo cuento de Inés Arredondo, lloré:

Estaba sola. Al pasar, en una estación del metro de París vi que daban las doce de la noche. Era muy desgraciada; por otras cosas. Las lágrimas comenzaron a correr, silenciosas.
Me miraba. Era un negro. Íbamos los dos colgados, frente a frente. Me miraba con ternura, queriéndome consolar. Extraños, sin palabras. La mirada es lo más profundo que hay. Sostuvo sus ojos fijos en los míos hasta que las lágrimas se secaron. En la siguiente estación, bajó.

 

Esa mirada consoladora, después de ese momento, simboliza todo lo que me da miedo en el mundo.

Photography is the only major art in which professional training and years of experience do not confer an  insuperable advantage over the untrained and inexperienced—this for many reasons, among them the large role that chance (or luck) plays in the taking of pictures, and the bias toward the spontaneous, the rough, the imperfect. (There is no comparable level playing field in literature, where virtually nothing owes to chance or luck and where refinement of language usually incurs no penalty; or in the performing arts, where genuine achievement is unattainable without exhaustive training and daily practice; or in film-making, which is not guided to any significant degree by the anti-art prejudices of much of contemporary art photography.)

 

Susan Sontag en Regarding the pain of others.

 

Can Dostoievsky still kick you in the gut?

Este texto del New Yorker:

“Notes from Underground” feels like a warmup for the colossus that came next, “Crime and Punishment,” though, in certain key ways, it’s a more uncompromising book. What the two fictions share is a solitary, restless, irritable hero and a feeling for the feverish, crowded streets and dives of St. Petersburg—an atmosphere of careless improvidence, neglect, self-neglect, cruelty, even sordidness. It is the modern city in extremis.

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Memorias del subsuelo me trae una imagen: la del individuo ante el ridículo propio. La posición indefensa y vulnerable después de cometer un ridículo monumental.

(para mí sería caerme con una bandeja de comida encima)

Después de estar en la situación desesperada de mostrarte al mundo en tu peor forma (débil, torpe, aplastado, minimizado), ¿qué se hace? ¿Cómo se recoge uno mismo y continúa inserto en la vida, cautivo de la mirada ajena? Lidiar con esto -esta eventual reacción, este probable escenario- es lidiar con la esencia  de uno mismo. Hay espíritus livianos: los que se ríen después de la caída. Hay espíritus elevados: los que conservan su dignidad, la portan con recelo, después de la caída. Y hay espíritus atormentados, como el narrador de Memorias del subsuelo, que ante el ridículo cae más profundo todavía, hasta un punto de no retorno. Un punto donde su dignidad no volverá jamás, donde la vergüenza pública deja de ser circunstancial y lo define, y extermina su ser. En esa reunión con hombres que no lo han invitado, que lo ignoran, hace un berrinche y no se marcha. Permanece apocado en una esquina del cuarto, paseando su miseria, mientras los demás fuman y beben su vodka, considerándolo tan poca cosa, tan irrelevante, que ni siquiera protestan. Ese suicidio social que es en muchas formas un suicidio real.

A veces sé lo que haría en este escenario probable. No lo que me gustaría hacer. Lo que haría. Saberlo es una forma de conocerme a mí misma, de convivir con esa otra persona que soy.

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Al final del texto del New Yorker, David Denby, el autor, concluye:

You can read this book as a meta-fiction about creating a voice, or as a case study, but you can’t escape reading it also as an accusation of human insufficiency rendered without the slightest trace of self-righteousness. If you begin by grieving for its hero, he upsets you with so much truth of our common nature that you wind up grieving for yourself—for your own insufficiency. “Notes” is still a modern book; it still can kick.

 

 

Encuentro una pila de cuentos viejos. Carpetas enteras. Veinte cuentos, treinta cuentos, tal vez más. El más antiguo es de 2002 (fue publicado en el periódico de la prepa y aún me causa risa: un cepillo de dientes, temeroso de que su dueño lo engañe con otro más -uno de estuchito, de viaje-, va con un terapeuta). Todos estos cuentos me avergüenzan. Todos tienen frases ridículas, gramaticalmente incorrectas. Todos están hechos de lugares comunes. Ninguno será publicado. Tal vez ni aquí. Tal vez serán leídos, por otras personas, en algún futuro distante, como un último vínculo. Te enseñaré estos cuentos y nos reiremos. Porque son impublicables. Todos son horribles. Todos son intentos. Todos debieron existir y lo que escribo ahora, por malo, también debe existir. Quién sabe para qué.

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Este párrafo no me abandona:

De repente sintió el antiguo, conocido, sordo, corrosivo dolor, agudo y contumaz como siempre; el consabido y asqueroso sabor de boca. Se le encogió el corazón y se le enturbió la mente. «¡Dios mío, Dios mío! —murmuró entre dientes—. ¡Otra vez, otra vez! ¡Y no cesa nunca!» Y de pronto el asunto se le presentó con cariz enteramente distinto. «¡El apéndice vermiforme! ¡El riñón! —dijo para sus adentros—. No se trata del apéndice o del riñón, sino de la vida y… la muerte. Sí, la vida estaba ahí y ahora se va, se va, y no puedo retenerla. Sí. ¿De qué sirve engañarme? ¿Acaso no ven todos, menos yo, que me estoy muriendo, y que sólo es cuestión de semanas, de días… quizá ahora mismo? Antes había luz aquí y ahora hay tinieblas. Yo estaba aquí, y ahora voy allá. ¿A dónde?» Se sintió transido de frío, se le cortó el aliento, y sólo percibía el golpeteo de su corazón.
«Cuando yo ya no exista, ¿qué habrá? No habrá nada. Entonces ¿dónde estaré cuando ya no exista? ¿Es esto morirse? No, no quiero.»

León Tolstói, La muerte de Iván Ilich