Dicen que Mario Vargas Llosa es el escritor latinoamericano vivo más importante y lo dicen con toda razón. En un fragmento de Día Domingo (contenido en la colección de cuentos Los Jefes, 1968) Vargas Llosa dice del protagonista, fuerza e ímpetu perdidos de pronto en medio del mar, “Dios iba a castigarlo, ahogándolo en esas aguas turbias que golpeaba frenético, aguas bajo las cuales lo aguardaba una muerte atroz y, después, quizá, el infierno”. Y no es que el escritor peruano lo piense realmente. No es que se sienta auténticamente subyugado por el mazo frío de la religión, ni que crea en posiciones tan antitéticas y por ello tan complementarias como Dios y el infierno. Porque lo que realmente le interesa a Mario Vargas Llosa va más allá de un conflicto religioso: es un conflicto moral, político. E ineludible, puesto que en su carácter de latinoamericano (y en su caso, de político demócrata conservador) no puede sino sentirse aludido y profundamente afectado por una realidad que no distingue entre justicia y brutalidad, entre castigo y sabiduría, entre vida y muerte. La convivencia de las dos caras (lo atroz y lo humano, por englobarlo en dos polos ridículos e incompletos) es una constante en la literatura de Mario Vargas Llosa y no hace falta que sus textos desborden críticas abiertas o comparaciones fulminantes: la metáfora de la historia pequeña –el microcosmos– es un reflejo de la realidad inmensa –el macrocosmos–.
En Los Jefes, por ejemplo, la crónica inconclusa de una pequeña (pequeña, no hay adjetivo más adecuado) huelga infantil es una analogía casi evidente de una situación política actual o, más bien, universal y atemporal. Porque la anarquía ha existido desde siempre, no como concepto definido, sino como natural subversión a la antiquísima y humana lucha por el poder. Y en ese cuento no hay final (no hay solución al conflicto primordial de la huelga estudiantil), pero sí la consumación de una rencilla interna: la de Javier –el líder idealista y, sin querer, maquiavélico en sus maneras por conseguir la justicia– y el narrador –idealista a medias, pues sus maneras son más discretas y, en cierto modo, más pendejas– contra Lu, el odiado.
En 1967 Vargas Llosa publicó Los Cachorros, y según el prólogo de Joaquín Marco en la edición de Salvat Editores de 1970, no hay una clasificación certera para este escrito. No es un cuento y tampoco es una novela corta. Es un experimento en el que Mario Vargas Llosa se da el lujo de engañar al lector, a la narrativa, a la literatura misma. El narrador es y no es uno de los cachorros, es ellos y luego los describe y explica desde posturas antagónicas e irreconciliables. Es primera y tercera persona a un tiempo. Y los pensamientos desordenados impiden comprender, salvo en una segunda lectura, que el meollo reside en la poco placentera condición de Pichulita –el innegable protagonista y alter ego de Cuéllar, el niño con ahora improbable futuro prometedor– de niño castrado. Joaquín Marco explica que la anécdota se le ocurrió a Vargas Llosa después de leer una nota de periódico y que trasladó el infortunio a la literatura con reservas y desfachatez.
En el fondo, los temas son los mismos. Las preocupaciones, las fijaciones, las alusiones constantes. Vargas Llosa no puede ocultar su entorno: la sociedad limeña (miraflorina, más específicamente) pero, sobre todo, la cultura latinoamericana y su amplísimo espectro emocional y social. El escritor sabe que el poder corrompe, subyuga, no da lugar a la libertad de elección. Lo que parece heroico en un momento es, al siguiente, una atrocidad… porque los valores éticos fluctúan y jamás son universales. Porque el heroico protagonista de Día Domingo, por ejemplo, desde otra perspectiva es un machista y un ciego. Porque Vargas Llosa lo comprende y, a veces inexplicablemente, lo enaltece.
* Vargas Llosa, Mario. “Los Cachorros-El Desafío-Día Domingo”. Biblioteca Básica Salvat. Salvat Editores S.A. Navarra, España. 1971.