Yo estuve de malas en República Dominicana, estaba casi siempre de malas, poco participativa y callada, no tengo que verlo ahora (ahora que escribo, por fin, el texto al respecto); lo veía entonces, me daba cuenta y me odiaba por eso, y me decía: ya cálmate, pon buena cara, agradece todo, intenta hacer amistad, hablar más, entender lo que pasa no desde adentro sino al menos en el intento del afuera. Comimos en un restaurante muy bonito en un mall lujoso en el Santo Domingo que yo no sentía que fuera el verdadero Santo Domingo, yo quería ver más, caminar más, estar menos atada al hotel y a las pasarelas, pues iba a la semana de la moda y a diario había eventos en el hotel mismo donde nos hospedábamos, de cara al Caribe pero sin entrada al Caribe, lejos de la ciudad colonial y los primeros asentamientos, la ciudad más antigua, Santo Domingo, Prudi, las aventuras de Prudi, Montse tan dominicana, tan agradablemente dominicana, con todo y sus miamol. Así, en este restaurante de nombre francés, yo comí un carpaccio que me cayó mal y me produjo gastroenteritis, o al menos eso creí y me hundí más en mi mal humor y en mi separación. Fuimos a los Altos de Chavón, maravillosa y admirable escuela de diseño, con los estudiantes internados ahí mismo, dibujando figuras y esculpiendo en palapas con ventiladores, y una réplica de ciudad mediterránea pero con vista al caudaloso río Chavón, después más carretera, hacia Punta Cana, todo hermoso y exótico, y sin embargo yo desfallecía en mi asiento, empapada en sudor frío y con grandes malestares, seguro una sanción por mi actitud y por lo poco que participaba y me dejaba estar, ni siquiera el mar, ver el mar, donde aquel día no se podía nadar por las algas, lograba calmarme, hasta la noche que nadamos en una especie de cenote dentro de un club residencial privado, en el que nos movíamos con nuestra nueva amiga en carritos de golf, hasta entonces me sentí más yo y dentro del momento, en el cenote de agua helada y poco profunda y transparente. Al día siguiente nadamos menos de una hora en la playa de un all inclusive en el que no nos hospedamos, en el punto donde el Caribe confluye con el Atlántico, en aguas turquesas y delicadas como las de Tulum, o Cancún, pero tibias, muy tibias. Después, otra noche, de regreso en Santo Domingo, yo me escapé del hotel y de la pasarela y salí por una avenida, y caminé por calles que podrían ser el oriente del D.F., puentes peatonales y coches que echaban lámina, y bardas pintadas con el logo del PRD, Partido Revolucionario Dominicano, y muchos Wendy’s, McDonalds, Burger Kings y KFCs, pensar: ¿así pasaría con La Habana, es esto lo que le habría sucedido a La Habana? (aún no cabía el pensamiento de que esto podría pasarle a La Habana). Llegué a un bar con karaoke, cerca de una universidad, donde había un grupo grande de estudiantes, tomando ron y cervezas, cantando éxitos lo mismo de Juan Luis Guerra que de Paulina Rubio; yo los veía, sentada en una mesa, tomando mi cerveza Presidente, hasta que uno de ellos se acercó a mí, me preguntó de dónde era, si española o de dónde, le dije que no, que mexicana; me dio un cigarro, era gay, por cierto, ninguna posibilidad de ligue, y así acabamos hablando de temas políticos, del narco como nueva actividad en República Dominicana, y hasta de las reminiscencias trujillistas, y de esto y aquello. Volví al hotel y a mis responsabilidades, y a confirmar que soy vaga, que tengo que vagar, que no puedo estar confinada, que algo se puede descubrir, incluso cuando se viaja así, con todo dispuesto, con todo acotado, cuando uno va de prensa y deja que le descubran en lugar de descubrir a solas. Otra tarde, en un cigar club, un puro dominicano, un buen ron dominicano, y volver a pensar en el comercio dominicano que se beneficia del embargo, vendiéndole a manos llenas a Estados Unidos, recibiéndolos en sus playas y casi nunca en su capital, extraña capital, bella y contradictoria capital, la ciudad más antigua del continente, la primera en casi todo: un sábado, el sábado antes de irnos, por fin pude caminar mejor su centro, tomar su cerveza y comer sus empanadas de lambi y su chivo ripiado y luchar con la paleta helada de chinola (maracuyá) que se me derretía en las piernas, haciendo un mejor intento (todavía insuficiente) por conocer a las otras reporteras, hablar más con ellas sobre su vida y mi vida y participar nuevamente del mundo. . .