El general en su laberinto

El general Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios ha soñado con el proyecto improbable de unificar América entera. Se le conoce como el Libertador y ha participado en la guerra independista de las jóvenes naciones de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia –entonces apelmazadas bajo el nombre de Nueva Granada– del yugo español. Simón Bolívar es el caudillo latinoamericano por excelencia y en la novela El General en su Laberinto (1989), el escritor colombiano Gabriel García Márquez traza la ruta final del general cuando, en abril de 1830, decide renunciar al último Congreso de la Gran Colombia y vagar en un laberinto interminable que lo llevará a la muerte. La única salida posible.

Como novela histórica (y debido, en gran parte, a la extensa investigación que García Márquez elaboró), El General en su Laberinto no deja de ser rigurosa y precisa, pues detalla con minuciosidad el peregrinaje final del que fuera presidente de Venezuela (venezolano él de nacimiento) y fundador de la Gran Colombia. En la recta final se barajan nombres como el de Antonio José de Sucre (también líder independista y primer presidente de Bolivia), Francisco de Miranda, Francisco de Paula Santander, José Antonio Páez y hasta la presencia alegórica (aunque a ratos inverosímil) del militar y fallido emperador mexicano, Agustín de Iturbide. Los caudillos reunidos y recreados a través de los múltiples recuerdos de Bolívar, de las glorias pasadas y el terror inminente de un presente que se dibuja desprovisto de su gloria, honor y notoriedad política.

Decía Ortega y Gasset que el pueblo “que no recuerda su pasado está condenado a repetirlo” y esta afirmación viene a cuento en la coyuntura de la política latinoamericana actual. Hasta hace poco, la república venezolana cambió su nombre al de República Bolivariana de Venezuela y no son pocas las alusiones constantes al afán caudillista de Bolívar. En este sentido, cabe preguntarse la validez de premisas libertarias (que en su momento se presentaron como únicas e ineludibles) en una situación que exige más allá de un auténtico afán de lucha y requiere, en cambio, el enfrentarse con la realidad social del país latinoamericano, con yugos distintos y expuesto a la fragilidad de sus ideologías. ¿Hugo Chávez el nuevo Bolívar? Desde luego que no, así como tampoco pueden serlo ya los líderes políticos que permean la circunstancia actual. Un debate político profundo y hasta filosófico que sólo se vislumbra en sus fronteras más lejanas con el conocimiento, aunque sea sólo literario, de la historia del Libertador primigenio, del Bolívar que ha asimilado la problemática de su cultura y el mundo en que vive y que, ya al borde la muerte, exclama aturdido:

– Carajos, ¡cómo voy a salir de este laberinto!

El tañido de una flauta

Gracias a los cargos diplomáticos que ha desempeñado en variadísimos países del continente europeo, Sergio Pitol (Puebla, 1933) es un escritor cospomolita y -si se quiere- elitista, complejo, altivo. No es para menos y en su obra es aún más notable: en alguna nota del año 2003, escrita por el autor –acreedor en meses pasados al premio Cervantes de literatura– para su diario personal, Pitol dice que en sus obras abundan los intelectuales, los artistas, los personajes inescrutables. Es cierto: en El Tañido de una Flauta (1972) los protagonistas son un director de cine, el que recrea la historia en dos días, y un pintor, cuya vida ha sido inmortalizada por el cineasta japonés Yukio Hayashi. Ambos, la película japonesa (titulada, insoportablemente para el primer hombre, como El Tañido de una Flauta) y la novela entera, recrean la vida de Carlos Ibarra, el hombre que termina en desgracia, miseria y en una paradójica aceptación de estas fatales circunstancias.

 

En realidad la historia es simple, y como Pitol ha enunciado preferir, inconclusa. Un director mexicano, cuyo nombre jamás es revelado, viaja a un festival cinematográfico en Venecia y ahí, en alguna proyección oficial, le es dada la perturbadora casualidad de mirar la vida de un amigo suyo retratada en una película japonesa. La película es la biografía exacta de Carlos Ibarra, pintor mexicano con quien ha perdido contacto y cuyo escalofriante y triste final nunca llegó a conocer… hasta que, por supuesto, lo mira voraz y lacerante en el filme. ¿Qué explicación encierra la paradoja? ¿Cuáles los motivos de Hayashi, el director japonés y eminentemente superior al mexicano, para revivir con fría sutileza cada detalle, encuentro y viaje del pintor exiliado? Los cabos sueltos, para Pitol y para el lector conmovido de pronto con la anécdota, importan poco. Las razones existen quizás, pero perduran aún más los capítulos abigarrados de una vida suelta y desvergonzada, de los paisajes y las ciudades, de los personajes y las nacionalidades. No dejan de parecer, sin embargo, pretextos de Pitol para mostrar lo absurdo del intelectual, su esnobismo desmedido, su insensatez e incoherencia. Ambos hombres, unidos por casualidades increíbles en tiempo y espacio (sobre todo en espacio pues, a pesar de ser los dos mexicanos, no dejan de encontrarse en Londres, en Yugoslavia, en París o en calles ocultas en Varsovia), son dos títeres que no logran sobreponerse al vacío de su época. Se enseñan mutuamente a vivir como sibaritas, se enfrascan en larguísimas conversaciones sobre literatura, pintura y filosofía, discuten sus filias y necesidades. Lo ambiguo de su relación es, a ratos, incomprensible. El final de su relación es un hilo muy frágil que se mantiene tenso por las cartas que, luego del bochorno, sólo Carlos Ibarra envía.

 

¿Cómo era Paz Naranjo?, se pregunta el director mexicano, desencantado de todo, mientras vaga por los rumbos más ruines de una Venecia que creyó idílica y perfecta. Después de ver El Tañido de una Flauta, recuerda con una intensidad incómoda al Carlos Ibarra que solía decirle:

 

¿Has advertido en qué cosa indigna pretendes convertirme?
¡Quieres tañerme!
Pretendes conocer todos mis registros.
Deseas penetrar hasta el corazón de mis secretos,
pretendes sondearme, para que emita desde la nota más grave
a la más aguda del diapasón.
¿Piensas acaso que soy más fácil de tañer que una flauta?
Tómame por el instrumento que más te plazca,
pero por mucho que me trates, te lo advierto,
no conseguirás obtener de mí sonido alguno.

 

Paz Naranjo, la mujer que los separó, era una cincuentona enclenque, siempre a punto de partirse en mil pedazos, experimentada y dolida por un pasado (al que, recuerda el protagonista, le dieron tantas vueltas como sus encuentros en Nueva York les permitieron) que no logra evocar del todo y que, por tanto, no comprende. El episodio que los unió, el de la efímera ruptura con Carlos que los orilló a pasar una noche de pasión urgente, fue después recreado por el director en su ópera prima –y vergüenza intelectual–, Hotel de Frontera. Episodio que, infaltable, fue también incluido en El Tañido de una Flauta. Podría encontrarse con Hayashi, se dice, ¿pero entonces qué le diría? ¿Se limitaría a preguntarle cómo había conocido a Carlos, cómo le había referido detalles tan íntimos de su vida, por qué para interpretarlo a él había elegido a un japonecito de finas maneras y talante inseguro? Prefiere evitar el encuentro y vaga entonces por calles atroces, mira una góndola fracturada que de lejos le parece un cisne negro degollado, recuerda a Carlos Ibarra y por momentos lo odia, lo añora, lo extraña, lo recrea a través de una tía desfigurada que en principio fue motivo ficticio de sus pinturas y luego una presencia real y terrible. Se dice que nunca pudo tañerlo.

 

 

La última escena de El Tañido de una Flauta transcurre en una aldea de Macao, mientras que, en la vida real, Charlie terminó destruido en un pueblito en las Bocas de Kotor. Su amigo, derrotado, no puede soportar la revelación horrible de una muerte tan estúpida, tan accidental, tan casual. ¡Carlos Ibarra! ¡El genio que jamás fue profeta en su tierra, el mentor, el lúcido, el viajero! Reducido a un harapiento que, luego de timado por un poeta desterrado de su gloria personal, resbala por un peñasco y muere en la inopia más inclemente. Sin más. Después de darse cuenta que en adelante sería el loco de dientes podridos que mendigaría para comer. Excluido definitivamente del mundo. Y el protagonista piensa, mientras intenta conciliar el sueño ya de vuelta en su cómodo hotel veneciano, que saber otro detalle sobre la muerte de Carlos no cambiaría en lo absoluto el panorama. Y luego la pesadilla. Pero Pitol nunca, durante las más de doscientas cuartillas de la verdadera El Tañido de una Flauta, resuelve el misterio. ¿Y qué importa, después de todo? La vida, ese misterio, es tan inasequible como una flauta. Imposible pretender tañerla.

Ella

Una arribista. Tomás Eloy Martínez, arrobado por la belleza etérea del cadáver de Evita Perón, escribe Santa Evita (1995) con la certeza nunca oculta de que en la búsqueda de las palabras encontrará una revelación casi divina de la mujer que, sin querer, describe como una arribista sin escrúpulos. Y, sin embargo, hermosa. Hermosa, sobre todo, después de la muerte. Pues es el cuerpo sin vida el que viaja y se apodera de la novela sin esfuerzo, el que se yergue como protagonista y amo de la trama, el que despierta pasiones y rencores: el que vive, sin desearlo, en la inmortalidad que Eloy Martínez le reserva. Santa Evita es una alegoría de la Historia: aquella más bella y romántica por ser ficticia y mentira, la emocionante por su coquetería con lo imposible y lo prodigioso. Y atrapa: de pronto, entre las líneas meticulosamente construidas con precisión periodística, surge la figura nítida de lo que el lector podrá considerar, en lo sucesivo, Historia prohibida pero verosímil. Y real, indudablemente real.

¿Quién fue Evita? ¿Cómo explicar el mito? Tomás Eloy Martínez, abrumado por las posibilidades, decide lanzarse al ruedo y buscar un cadáver que no le pertenece (que nunca pudo haber sido suyo) a través de historias que pecan de creíbles por lo increíbles. Nunca lo niega: “la realidad no resucita, nace de otro modo, se transfigura, se reinventa a sí misma en las novelas”[1]. Durante el texto entero, Eloy Martínez no deja de insinuar que lo suyo no es más que una sarta de mentiras acomodadas muy hábilmente entre verdades innegables. Y por eso su propuesta de la leyenda resulta tan magnética: es más romántica, más seductora, más misteriosa y dotada además de una carga de suspenso que la realidad no podría igualar. A un relato de policías y ladrones agrega un conflicto político de primer nivel, una dosis de perversión, lujuria y santería. Sobrenatural y además femenina, la novela exhibe a Evita en muchas más formas que la llana desnudez de su cuerpo embalsamado podría mostrar, a pesar de ser éste susceptible a la profanación y el estupro. Sin ponerse de un lado u otro, con una sospechosa neutralidad, el escritor argentino la describe –e imagina– en las etapas descendentes de su vida, desde el lecho de muerte hasta la tierna infancia. Diosa, madre, Jefa Espiritual de la Nación, Benefactora de los Humildes, única mandataria de la Argentina conquistada en apariencia (en apariencia, porque la verdadera figura era ella, Evita), por el general Juan Domingo Perón… Eva fue mítica y de ello no cabe la menor duda. El interés, el escozor de Tomás Eloy Martínez era encontrar una cara de la moneda que desvelara, de una buena vez, el rostro único de La Mujer. Aquel que lograra encontrarla debía ser, por fidelidad a la historia y a la nación, argentino puro de nacimiento, de patria, de alma y corazón. Un argentino exiliado que la busca en documentos, entrevistas, relatos escuchados aquí y allá, mientras se debate entre los escondrijos y trampas de las letras, en una ciudad que le es ajena (a Ella y a él) y que no comprende, con sus luces neón, la profunda argentinidad de esa mujer odiada y santificada con igual fervor.

El mito, quiere explicarlo el buscador, nace de las incongruencias, de las contradicciones, de la historia de hadas que –dicha de lejos y sin detalles– parece tanto más bella y metafórica cuanto que representa el ascenso doloroso de quien, desprendida de sus penurias, decide darlo todo por los pobres, sus eternos grasitas. Pero la historia no es así, dice Eloy Martínez, no puede ser así. Los santos siempre son mártires. Evita es santa por ser mártir, por sufrir el hierro caliente del desprecio, la pobreza, los prejuicios y el dolor… el verdadero dolor: el físico, el de las entrañas, el que sangra y deja llagas. Pero además, dicen otros, una resentida, enferma de venganza. Una inculta, casi analfabeta y vulgar que se cree ama y señora, dama de los desposeídos y ante todo superior a los oligarcas que tanto desprecia. Una revolucionaria, pero conservadorísima, cegada por un amor que para muchos no es más que la insistencia de un cariño al que se aferra desproporcionadamente. Y una figura, más allá de las descripciones psicologistas que acaso merman la increíble leyenda (leyenda tanto por lo falso como por lo verdadero) que Evita es. Evita, el cadáver: ambas son material sorprendentemente fértil para una novela vigorosa y trascendente en potencia. Y Tomás Eloy Martínez lo sabe.

Los personajes, unos verdaderos (aunque absolutamente falsos al integrarse como títeres a la farsa del escritor) y otros inventados, pueblan Santa Evita de anécdotas hermosas, cómicas, tristísimas. Pedro Ara, el embalsamador catalán que convirtió a Evita en la belleza inquietante que en vida sólo pudo imitar (y que desató, con este simple encargo, una revuelta política de proporciones dantescas), es en la novela un necrofílico amanerado y debilucho. Necrofílico… ¿Quién en la novela no lo es? El coronel Moori Koenig, el más finamente diseccionado por la pluma sanguinaria de Eloy Martínez, es el más humano y sensible de los personajes, el más atado emocionalmente a Persona. Persona, Ella, Esa Mujer, Yegua, Potranca, Evita en mil nombres y ensoñaciones. Galarza (que confiesa su total ateísmo en un descuido), Yolanda, el Chino, Magaldi, Emilio Kaufman… todos prolongaciones de la fascinación que Tomás Eloy Martínez ni oculta ni afirma. Esa fascinación que deja caer en cada línea, cada descripción, cada salto de trama y técnica narrativa: de la crónica a la entrevista, al guión cinematográfico al reporte y al ensayo, todos deshilvanados pero increíblemente compenetrados unos con otros. El descuido perfecto de una novela que se lee como el agua, que envuelve sin querer con el mito de la diosa y su burdo cadáver (pero con vida propia, atrayente como si respirara por las fosas bellamente esculpidas en formaldehído), que lleva ilusamente por un camino oscuro y espeso, donde la verdad escasea pero donde la mentira fantástica es luz suficiente. Llueve y el rostro de Evita aún no desaparece. Ella, como su versión momificada y reservada para la posteridad, pervive sin concesión alguna.



[1] Eloy Martínez, Tomás. “Santa Evita”. Editorial Alfaguara. Ediciones Generales Santillana. México-, D.F. 2002. Pp 90.