El ojo izquierdo me molesta, siento basuritas y a veces veo fragmentado, como a través de un vidrio roto. Pero en general veo. Ya veo. No traigo ya lentes, ni de armazón ni de contacto. Puedo meterme a la regadera y ver lo que estoy haciendo, aunque antes también podía, cuando usaba los de contacto. Se me resecan mucho, como en esa época. Pero con los de armazón ya no sentía eso. Había intercambiado las molestias. Ahora era el puente de mi nariz, por el que se resbalaban continuamente. La sensación de algo ajeno e inestable sobre la cara. La lluvia. El calor repentino. La regadera a ciegas. No poder recostar la cabeza de lado plenamente en la almohada, al leer. Perderlos momentáneamente (la búsqueda a ciegas, ridícula). Pero tenían otros beneficios sobre los de contacto, cuyo uso era problemático, arriesgado y tedioso, además de que irritaban la córnea. Ahora no uso ninguno. Es extraño, pero también cómodo, y nada cuesta menos que acostumbrarse a lo cómodo, a lo fácil. Todo mundo me hablaba de la primera mañana tras la operación, abrir los ojos y ver; yo misma fantaseaba al respecto, volver a distinguir las cosas en la primera mirada después del sueño, la sorpresa al enfocar objetos lejanos, que el mundo se revelara cristalino de golpe. Pero no fue así exactamente. Salí de la operación a las tres de la tarde, cuando empezaba a jugar Holanda contra Argentina, y antes de llegar a la casa pasamos a la farmacia. Tenía puestos los gogles transparentes especiales y, encima de ellos, lentes oscuros. En el camino entreabrí algunas veces los ojos. La luz del sol me los perforaba, pero entre el plástico y la pantalla negra y el lagrimeo, distinguía cosas que no hubiera distinguido antes, como letras sobre carteles en las calles. Los cerraba de inmediato, como temerosa de gastármelos. Después llegamos y me recosté en el sillón y me puse una chalina negra sobre la cabeza, la luz filtrada por la persiana me lastimaba muchísimo, y mientras comíamos escuché el partido que encontramos, justo, en el stream de un canal argentino. Nos gustaba que el comentarista no se guardaba su apoyo y orgullo por la selección argentina, nos pareció un buen gesto, que no sonaba mal, que aquí deberían hacerlo más. En los penaltis traté de volver a enfocar y a ratos, en medio de un ardor casi inaguantable, lo logré: el gol de Messi, por ejemplo. Luego de eso me dormí, con los gogles, y desperté sólo para ponerme las gotas medicinales, y volví a dormirme, un sueño entrecortado en la noche pero muy pesado y prolongado por la mañana; debía pasar 24 horas con los gogles, así que dormité el resto del día hasta que fue hora de ir a la consulta y después, al volver, ya no tuve que usar los gogles. Me encontré en la casa, sola, con ojos nuevos, con luz afuera todavía, sin saber qué hacer. Me daba miedo leer, prender la computadora, ver algo en la tele. Por eso empecé a escuchar entrevistas de escritores. Una manera de escuchar algo interesante mientras no se mira nada. Al día siguiente era otra persona, pero ni siquiera recuerdo esa mañana, sólo recuerdo levantarme pronto y con la luz ya muy amarilla -siempre me levanto cuando todavía es de noche- y hacer cosas, hacerme de desayunar, escuchar otras entrevistas, ir a cortarme el pelo, ver una película (era brasileña), pasar el resto del día normal. Después vino el fin de semana, incansable. Después volví a la oficina. Semana larga. Ojos resecos. Lenta adaptación. Pero no. Nada. La verdadera diferencia, el verdadero momento de quiebre, sucedió anoche, cuando me estaba quedando dormida. Fue un viernes largo, movido: oficina, cantina con los del trabajo, desplazarme al centro para ver a mis papás que estaban aquí, largo regreso en trolebús, caminata nocturna. Cuando por fin me acosté estaba tan cansada que me costaba trabajo dormirme. Ahora mi lugar en la cama está frente a la ventana. La persiana negra llegaba a una altura donde la persiana semitransparente seguía, insinuando a través de ella la jacaranda y el balcón, un pedazo del edificio de enfrente y la luz blanca de la lámpara callejera. Y mientras pensaba en el día, en los sentimientos del día, en los pensamientos principales del día, me puse a mirar la ventana, sin pensar mucho en la ventana sino en las otras cosas, hasta que me di cuenta de que veía la ventana, de que estaba distinguiendo todo. Esa fue la sensación extrañísima, el momento eureka tras la operación. No abrir los ojos por la mañana y que el mundo se transparentara a la primera, sino fijar la mirada en un punto y observarlo hasta que la conciencia se desvaneciera. Esa sensación era la que, de verdad, no había tenido desde que era niña. Todas las últimas noches de mi vida se habían disuelto en medio de una bruma hecha de oscuridad y miopía, entre manchones burdos de lo que debía ser la realidad. ¿Desde que era niña no había sentido cómo llegaba el sueño mientras mis ojos miraban con atención algo? La sombra de un mueble, un fragmento de paisaje detrás de una ventana, alguna figura en la pared formada por un haz de luna, las cúpulas de ladrillo rojo de la casa, que fue de mi abuela, donde vivimos muchos años cuando llegamos a Polo. Despertar y mirar esa cúpula. Las ondulaciones de la cortina. Las caras sobre el tirol. Sólo ayer, al dormirme, me di cuenta de que veía. De que las reflexiones nocturnas ya no transcurrirían en una penumbra total sino en la intuición realista de los objetos circundantes. También sentí que fue la recuperación de una sensación física de la infancia, que era la primera vez en muchos años que sentía -percibiendo- algo que no había sentido desde entonces. La memoria aparece algunas veces por otros conductos.
Aquí terminaba, pero creo que debo rescatar los momentos y sensaciones de la operación. Pienso, sin mucha gratitud, que al fin experimenté su primera ventaja, que ahora sí me ha cambiado la vida -por el tiempo que dure, pues se me advierte que no dura hasta la muerte-, después de la breve tortura que significó exponerme a ella. Volver a ver mi cara libre de anteojos no es algo tan lejano, todavía en noviembre así andaba, y ahora que ha llovido recuerdo mi época de lentes de contacto, y nada es tan extraño para no haberlo vivido antes; mi propia madre me dijo que es como verme antes, con los pupilentes, y el ojo rojo, ligeramente hinchado, no ha cambiado en casi nada. Pero ahora me asusta más cualquier luz u objeto cercano, y los detalles neuróticos se exacerban, esas fantasías a la inversa -en clave horripilante- que siempre me asaltan en momentos inesperados (accidentes y dolores), haciéndome mover los dedos de un modo extraño, llevarlos después a otras partes de mi cuerpo, a rascar la cabeza o la nariz o el lóbulo de la oreja o la rodilla, o tocarme el pelo, gestos ahora encendidos por el recuerdo de las pinzas para abrir los ojos, y el aparato que te abre la cuenca y te aprieta el globo ocular, y la mirada siempre atenta, deformada, acuosa, intentando fijarse en una luz verde que se borroneaba o perdía, el sonido del láser, el olor a quemado, el pincel pasando libremente por la córnea, y la mirada siempre atenta, imposible que no esté atenta, que el ojo mire lo que se le hace, esa es la idea horrible, la sensación incómoda, además del dolor, obviamente, y la neurosis de pensar que el ojo debe ser el órgano menos tocado, menos violentado, menos escudriñado de todos.
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