Mujeres que no han desaparecido

Estoy leyendo El nervio óptico de María Gainza y es hermoso y formidable, se lee con la naturalidad de un líquido transvasándose, encadena un cuento o una pieza con la otra, y una mujer personaje con otra, y vidas de artistas con otras, como un collar de gemas tornasoladas. En su última tarde en Santiago, en la muy famosa librería Metales Pesados, Marisol y yo nos topamos con aquella bella edición de Laurel, y ella enseguida tuvo la clarividencia de comprarla. A mí me había llamado mucho la atención la contratapa, la promesa de hibridación entre crítica de arte y crónica íntima, pero me había propuesto o más bien estaba obligada a no comprar libros en Chile. Además se me ocurrió que, dado que la autora era argentina, terminaría por encontrármelo más temprano que tarde acá. Y por fin llegó a mí, no vía Mansalva que lo publicó originalmente en 2014 sino por un truco que Anagrama hizo posible, y entonces lo leo y me dan ganas de ir a buscar esas pinturas al Museo de Bellas Artes, al Museo Nacional de Arte Decorativo, al Museo Histórico Nacional, y me parece incluso que voy a hacerlo, que será una de esas excursiones de despedida ahora que ya he tomado mi decisión o debo tomarla, lo que me recuerda de ciertas investigaciones que debo emprender mientras esté aquí (los planos, la construcción del Ramos Mejía, por ejemplo).

Deben leer el ensayo de Marisol García Walls, por cierto, en la Revista de la Universidad de México, “La línea de ombligo”, sobre el archivo feminista de las artistas y la genealogía de las mujeres y sus nombres, y el borramiento que implica la línea de sangre, que me hizo pensar en mis dos abuelas y sus muertes prematuras. De ellas no llevo el apellido pero sí los dos nombres, ay.

En México, como dije, leí poco. Una mañana leí Tsunami, antología de textos feministas editada por Gabriela Jáuregui y Sexto Piso, y encontré que hay tres textos fundamentales en ella: el diario de la maternidad de Daniela Rea, que ha causado conmoción, con razón, y que me gustaría compartirle a mis amigas que son madres, por lo descarnado; el ensayo de Yásnaya Elena A. Gil sobre la categoría mujer, la categoría indígena, y su anudamiento; y el brutal texto de Sara Uribe sobre el desamparo del Estado hacia ella y su hermana cuando son niñas, cuando son adolescentes, y hacia las mujeres que están solas en general. Este último me despedazó. No tengo el libro conmigo, quisiera citarlo en extenso, pero me quedan ciertas impresiones vivas. O lo que dice Cristina Rivera Garza sobre el amor y el sexo. También leí los cuentos de Nora de la Cruz porque me parecía un título hermoso ese, Orillas, y que transcurrieran en esa franja orillada que es el Estado de México cuando no es zona metropolitana pero tampoco rural. Polotitlán de la Ilustración es Estado de México, he explicado antes, pero es rural y se sitúa en la punta más al norte, en la frontera con Querétaro y en algún punto con Hidalgo, y por tanto pertenece geográfica y culturalmente al Bajío, al centro, a esa región que es la cintura del país, que con su ancha faja divide los desiertos de las selvas, y es más bien serrana, arbusto y pasto seco, y ciertos lánguidos ríos. En fin. Mi cuento favorito, por la relación de amigas que aparece, es el de la quinceañera chicana que viaja a México a celebrar sus XV años.

Ernesto, aquí, me prestó Lugar, la colección de cuentos de María José Navia, escritora chilena nacida en 1982, que yo llevaba algún tiempo con ganas de leer. Hay un cuento muy lindo, y oscuro, que transcurre en el Costanera Center aunque nunca se menciona que se trata de él, y es que a mí siempre me gustado esa unión del mall -el mal, dicen las protagonistas- con la vida adolescente, tan contigente, de paso.

Alicia también me prestó Por qué volvías cada verano de Belén López Peiró. Hacía meses me había llamado la atención el procedimiento, su tratamiento de los archivos y la polifonía para narrar -aunque no es sólo narrar lo que hace aquí y este libro, como dice Gabriela Cabezón Cámara en la contratapa, es asimismo una intervención política- las reiteradas violaciones y abusos sexuales por parte de su tío, jefe de policía, cuando visitaba a su familia en la localidad de Santa Lucía, provincia de Buenos Aires. Y la violencia posterior, del Estado y las personas con las que se comparten lazos sanguíneos, y aquellos que prefieren bajar la mirada y no agregar nada más, como repiten en las declaraciones testimoniales del ministerio público. Es un libro lleno de odio, de mucho, mucho odio, y eso es lo que impresiona y alivia además de su sofisticada estructura, y de una afirmación personal tremenda.

También estuve leyendo unas novelas de un señoro francés que tenía toda la pinta de ser un señoro-señoro pero resultó no serlo, o por lo menos no del todo; pero no necesita que yo lo recomiende y además, en este post, los señoros qué.

José Juan me envió Comunidad terapéutica, de Iveth Luna Flores (Monterrey, 1988), y después diríamos que desde el primer poema es un knockout, es como una puerta que abres y te da un madrazo fenomenal. Me encanta la disposición de los poemas de la tercera parte, del otro poema que forman sus títulos:

Terapia individual
49 Voy a escribir en la bitácora…
50 Aprieta la cuerda…
51 Esta noche hablé con mi padre y fue…
53 Claramente visualizo…
55 Llené tu bandeja de entrada…
56 Voy por el valle de los ciegos…
57 Para perderlo todo…
59 Tanta rabia para cambiar el mundo…
61 Una zona de la ciudad…
62 Voy corriendo sobre mesas…
65 El tiro de gracia en el pecho de un poema…

Esto me pone a pensar en mis maneras de acceder a ciertos libros, de agenciármelos. Algunos mediante préstamos, otros leídos una mañana entera en una librería, y otros más pirateados. Aunque me interesa mucho leer, y sobre todo releer, raras veces he sentido el fetichismo de los libros.

También.

Miré Los Adioses, de Natalia Beristáin, robada toda por la presencia de Karina Gidi, sobre ciertos fragmentos de la vida de Rosario Castellanos, un domingo por la tarde.

Salgo del Gaumont casi a las ocho de la noche, todavía hay mucha luz, una luz cálida y rosácea; camino por Rodríguez Peña, sus edificios angostos como recortados bruscamente, del color de la tierra húmeda, tirados a la mierda la mayoría, y sus restaurantes anticuados y sus tiendas, y luego por Corrientes; me meto a las librerías, encuentro un libro que me interesa y que apunto mentalmente, por su título y por un fragmento que leí a las apuradas (La felicidad es un lugar común, de Mariana Skiadaressis); el puesto de Eloísa Cartonera está abierto y me detengo a ver los títulos y el tipo que atiende me dice que mi remera está buenísima -es de Condorito- y que dónde la compré, me dice que él es chileno y me pregunta de dónde soy, menciona algo que discutíamos recién hace unos días en casa, que todo mundo en Latinoamérica piensa que Condorito es de su país, y después me habla de los títulos de la editorial y me anima a hurgar y a llevarme alguno y por alguna razón sale al tema Salvadora Medina Onrubia (publicada en Eloísa), y le digo que sí, que ya sabía que era abuela de Copi, y empieza a hartarme él, y entonces miro  un ejemplar -distinto al mío, claro, por lo menos los trazos con pintura acrílica de su portada- de Caza, el poemario de la venezolana María Auxiliadora Álvarez, que otra tarde decidí comprar porque lo abrí en una página que tenía el verso: yo que tengo tan alto y bajo concepto de los cuerpos; luego entro por una porción de muzza con fainá a Güerrín, como de pie y me miro en el espejo de enfrente, mi playera blanca de Condorito adquirida sin romanticismo alguno en el aeropuerto de Santiago, mis chinos que aquí son rulos, los cachetes inflados mientras mastico la pizza grasosa empujada con fainá; entonces entran dos hombres que sobrepasan la cincuentena, uno tiene una barba blanca larguísima, de Fidel Castro, y lleva puesta una playera con el rostro de Fidel Castro, compran sus porciones y se paran frente a mí a comerlas, y noto que el otro tiene una playera de México, y me río por dentro; el de la barba le comenta a su acompañante que la pizza “tan superior como siempre” pero el servicio está del carajo y aquel le responde que es así, que como siempre tienen lleno qué les importa, “¿y en México la pizza qué tal, eh?” y el sujeto responde que casi todas son de cadenas yanquis, Pizza Hut, Domino’s, terribles, y yo me acuerdo de la vez que allá nos comimos una Pizzeta y sentí de pronto que era la peor pizza que comía en mi vida y que no se le comparaba para nada a las de Buenos Aires, que al fin y al cabo no son del tipo que me gustan (prefiero las delgaditas, y crocantes), pero que al César lo que es del César, y luego hablan de las pizzas de Estados Unidos y el de la playera mexicana dice que hay unas que sí son muy buenas, las de Chicago, y al mismo tiempo, al lado de ellos, hay un hombre y una muchacha, y él, que es moreno y de pestañas largas, se queja del transporte público, de que sales de la facultad y tenés que tomar esos colectivos que tardan horas, que a La Plata no la cambia por nada, y yo digo ah, ah, otra de esas coincidencias en las que aparecen, aglutinados y en un tiempo que es el mismo, sitios en los que he estado en el pasado, viajes que me cambiaron un poco; y se han puesto de moda ahora en el D.F., aclara el del atuendo paisano, cadenas de pizzas abiertas por argentinos y uruguayos, y ahí es cuando dejo el plato sobre la barra y salgo, hace mucho calor y ya es de noche afuera.

/ Paréntesis

Los posts hechizos volvieron. Se me figura que son como una plaga de bichos, paso las noches aniquilándolos y al día siguiente ya invadieron de nuevo. Pondré aquello en pausa, no tengo la paciencia o no me encuentro en el estado mental adecuado para iniciar otra extraña batalla relacionada con el blog.

Cierra paréntesis /

Siento que mi YouTube y mi Spotify intentan encajarme kpop a toda costa, como han visto que no dejo de escuchar y mirar videos de BTS, pero stop trying to make other kpop acts happen, it’s not gonna happen. Sin embargo, me gustó mucho Yaeji cuando me hablaron de ella en México, aunque difícilmente se la podría situar en el pop salido de allá; luego, en algún video de Taekook que son mis predilectos, los había notado tarareando una melodía que al instante me encantó pero que me resigné a no encontrar nunca, hasta que algún algoritmo me la trajo de nuevo: la canción se llama “Some” y es de Bolbbalgan4, o BOL4, o Blushing Youth, o 볼빨간 사춘기, un dueto de dos chicas, Woo Ji-yoon y Ahn Ji-young, pop-pop-bubblegum pop pero un tanto indie, ponele. Igual creo que sólo me gustará esa canción de ellas, por ciertas líneas tan bonitas y tan ingenuas, que alguien tradujo al español de la siguiente manera: ¿Es mi culpa si no soy buena expresándome? Soy una chica sincera en una ciudad fría. ¿No puedo decir que me gustas? (…) A partir de hoy, voy a tener algo contigo. Te llamaré todos los días. Aunque no pueda comer gluten, voy a comer comida deliciosa contigo.

Este fin de semana miré todo Russian doll de una sentada; en realidad, dice Natasha Lyonne, la concibieron como una película de cuatro horas, dirigida y escrita toda por mujeres, sólo por mujeres, y esto es importante, le digo a Gandhi el domingo por la noche, cuando comentamos qué estuvimos viendo durante el calurosísimo, infernal fin de semana en que sobrevivimos bajo el aire artificial de unas aspas de ventilador, aunque de momento no te lo parezca.

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El arte es una batalla; pero nosotras estamos perdiendo. Miro las noticias y me lleno de miedo, preferiría que a mí me pasara algo, que me pasara lo peor, antes que a mis sobrinas y a mis hermanas y a mis cuñadas y a mis amigas. Tengo miedo de que desaparezcan. Que las secuestren y las violen y las prostituyan y las maten y las destruyan. Que las desaparezcan. Que desaparezcan.

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Algunos títulos fílmicos y televisivos que relatan, de manera lateral, un mes y medio en México, alegre y familiar

En el avión rumbo a México miré GoodfellasDoblada. “Maldito patán”, repite Joe Pesci. Maldito patán. La palabra fuck y sus derivadas se pronuncian trescientas veintiuna veces durante la película, un promedio de 2.04 por minuto, dice IMDB. La mitad por Pesci. Pero el doblaje de 1990 sólo permite patán, maldito, hijo de perra. Me reí mucho, a solas, mientras otros cabeceaban o comían las porciones minúsculas de la comida de avión o miraban otras películas. Después vi Flashdance, una jovencísima, hermosísima Jennifer Beals: el deseo de la artista (la danza), la mejor amiga que persigue un fin similar, florido (patinaje artístico), y la ocupación improbable (soldadora), todo aquello en Pittsburgh, la ciudad de acero. Ah, Pittsburgh.

O el viernes que Frost y yo fuimos a Los Pinos (cuántas risas en el búnker de Calderón, en donde, desde un compartimento secreto, aparecían el tequila y la sangrita, imaginábamos; o el romance entre el sargento Pérez y la joven hija del presidente, del que actuamos cada escena, inventamos diálogos y nos carcajeamos por los pasillos y los senderos de la gran casa presidencial); luego comimos en El Pialadero de Guadalajara (aquella torta ahogada de camarones rosados, y el aguachile horadador de lenguas que yo tanto extrañé, y que con esa visita se disociará de otras personas y otras épocas), y caminamos por la Juárez, mi antigua colonia, la colonia de mis dulces 23, Hamburgo y Toledo por siempre, que es también la pequeña Corea, y entonces descansar en el café coreano donde dos señores jugaban Go en un tablero con sus inmaculadas piedras blancas y negras. Y en la glorieta de Insurgentes rememorar El vengador del futuro (un título infinitamente mejor que Total recall) y decir: vamos a verla, y esa misma noche verla, después de la sorprendente Tiempo compartido (reciclo los comentarios que le hice a Triquis por twtr: la estética vaporwave, la lenta erosión de la psique de estos dudes, la escena del escupitajo, es como un cuentito carveriano bien hechecito, y tiene algo muy hitchockiano también, alta tensión, infaltables momentos graciosos. Y ese lazo sutil pero irrompible de la mamá con su hijo, su cicatriz de cesárea, un vínculo que el papá neuras jamás conocerá.)

Luego, acá, hemos visto tantas con mis sobrinos. [Nota: el presente post comenzó a escribirse el día 7 de enero]. El 23 de diciembre: las gemelas Camila y Romina, y Osvaldo, y Tita, y Caro y Regina, y Leo, y yo, la tía que es excelente tía pero quizás sólo eso ya que constantemente se ha preguntado si podría ser madre y su más reciente conclusión es que no, que quizás no, ellos y yo acostados entre cobijas y cojines en la salita de tevé miramos Home Alone, un clásico navideño que nos arrancaba las risas (¿cuántas veces vi esa película cuando era niña?) mientras en la cocina mi mamá avanzaba con las preparaciones de la cena de Nochebuena, y mis hermanos cantaban con su karaoke, y ese nivel de bienestar, ¿qué haré al pensar en él cuando esté ocho mil kilómetros al sur? Y también, con ellos, he vuelto a Pocahontas. A El príncipe de Egipto (tan bella como la recordaba, o más: me obsesioné con ella años atrás, y quizás más de lo que entonces pude apreciar, e incluso fue, además de las lecturas del antiguo testamento en aquel volumen de Mis historias bíblicas, sumamente útil cuando acudí a la celebración del Pésaj en una sinagoga de Once, en 2015). Vi Mulán por primera vez. Una travestida, dice un personaje. Ah,  la heroína más hermosa, y los temas más adultos, y la belleza oriental… Y otra noche, con Tita, escogí Flavors of Youth para que se durmiera más rápidamente (pijamada con tía Lilí), pero las dos quedamos hipnotizadas con las breves historias que transcurrían en pueblos de China, y en la gran Shanghai, los fideos de arroz, las callejuelas y los edificios lustrosos y los que están a medio derruir, las varas de bambú para colgar la ropa, y los cassettes con mensajes largos que se graban dos amigos que no saben que están enamorados. O después, un sábado, con Carolina y Regina, vimos Wolf children, y lloramos mucho, o por lo menos dos de nosotras lloramos mucho, y al día siguiente le conté la trama entera a mi madre, tanto así me conmovió. O la otra noche en que cuidé a Osvaldo y Camila y Romina, y empezamos a ver Isle of dogs pero a la mitad, exhaustos, nos quedamos todos dormidos. Les mostré, a Tita y Regina y Caro, la belleza inigualable de The Addams family. Que, leía hace poco con justeza, aunque no sé dónde, lo que los vuelve excéntricos no es su afición por todo lo goth sino que Gomez y Morticia son en serio peculiares, distintos, notables, por ser dos paterfamilias que se aman con pasión y apoyan a sus hijos en sus proyectos e intereses.

También está el domingo en que, con Triquis y Luis, luego de mirar uno tras otro los ocho episodios de Burn the stage, el documental de BTS, en un fin de semana que volvimos obsesivamente sobre ellos, nos sentamos a ver la última Misión imposible, y los diálogos que francamente me daban risa aunque a la vez no dejaba de pensar en una crítica de cine que me gusta mucho, Priscilla Page, quien durante meses se la pasó diciendo que esa era la mejor película de acción del mundo, y ponele que sí, de acción (aunque existiendo Point Break no entiendo cómo alguien puede afirmar algo así), pero es mafufa y en la última media hora me aburrió y me permitió dormir sin culpa.

Por cierto: miré el documental para cine de Burn the stage con María y Frost mismo (renuente) en una salita de Oasis Coyoacán, con otras tres muchachas que reían mucho también, sobre todo cuando Hoseok está jugando con Yeontan, el pomeranian de Taehyung, y canta graciosamente did you see my bag, did you see my bag… Lástima que, pese a sus bellísimos momentos, hay como un final que llega y llega, y a la vez nunca, hasta que sí.

Piensa, piensa.

Widows con Carla y Triquis un viernes en Querétaro, tras dar muchas vueltas en el centro con unos helados que se nos derretían en las manos, y las palomitas de Takis, y la cerveza francesa con gusto cítrico, y charlar y charlar y charlar antes de eso, y en medio, y después.

Otra noche vi No regret, una película surcoreana del año 2006, escrita y dirigida por Hee-il Leesong, un parteaguas del cine coreano LGBT+, que amenaza con tener un final tragiquísimo, lo cual me habría hecho voltear la hipotética mesa, pero se las arregla para cerrar con algo como un sarcasmo, un final tragicómico, o feliz. En este momento me interesa demasiado el conocidísimo género del BL, abreviatura que me oculta y me mantiene a salvo.

El sábado chilango, con Frost, Fáyer, Elsa, Thalía, luego de desayunar en la esplendorosa Fonda Margarita (¡todo lo que dicen sobre ella es cierto! ¡los frijoles refritos con chorizo, el cerdo en salsa verde, el guiso de longaniza, el bistec en salsa morita, los huevos rancheros, el café de olla, las filas semilargas y muy tempraneras en aquel rincón de la Del Valle, el milagro de cocinarlo todo en manteca de cerdo!), y mientras comíamos una deliciosa rosca de reyes de la pastelería Alcázar, y chocolate de agua de Oaxaca recién traído de Oaxaca, estuvimos viendo muchos videos en YouTube: los Guau de Alexis Moyano (el rap de los perritos explicando el internet me mató, me había matado ya semanas atrás cuando me lo mostraron en Baires, “no, no, no, te mandaste cualquiera… internet es un cable con poderes mágicos que… wrah… internet es una tele con botones pero que… tiburones”), un episodio de Skull-face Bookseller Honda-sanya que durante el desayuno habíamos estado hablando intensamente de anime, y la noche anterior Elsa me había mostrado uno que ahora consume algunas de mis noches: el anime yaoi Sekaiichi Hatsukoi, sobre romances homosexuales entre trabajadores del mundo del manga: editores y mangakas y hasta libreros sexys con perforaciones en las orejas, ¡ay!, y ese video de History of Japan, y varias otras cosas de las que ahora no me estoy acordando, para proceder al plan original que era mirar Life of Brian Holy Grail, de los reverenciados Monty Python, largometrajes que he visto tantas veces, que me sé tan de memoria, que me entregué al placer del sueño sin remordimiento, pues había dormido bastante poco los días anteriores. ¡Ah! Elsa también me mostró Diablero, una nueva serie de Netflix ¡excelentemente actuada, con excelente diseño de producción, excelentemente musicalizada, excelentemente fotografiada, excelentemente ambientada, y todo en ella es tan excelente -los diableros, la santería, el chilanguismo recalcitrante, el hermoso Horacio García Rojas y frases que me calcinaron el cerebro como “tsss, te repites más que taco de longaniza” y la hermosa Fátima Molina como su hermana, los dos hermanos más sensuales de la tevé digital- que no entiendo por qué la gente no la adora y habla más de ella, no lo entiendo!

El otro descubrimiento excelso de estas vacaciones tiene que contar con preliminar barato.

Verán.

Esa vez que Tita se quedó a dormir conmigo, busqué algún anime en Netflix porque ella empieza a dibujar manga y siempre es bueno animar los talentos de los niños a tu alrededor, los cuales abundan en mis muchachitos, ¿no? Entonces estaba buscando algo en aquella sección centrada en anime y me llamó la atención uno llamado Gokudols, o Backstreet Girls, que en aproximadamente un minuto presentaba el intríngulis de su relato: tres yakuzas que han metido la pata hasta el fondo -no se sabe por qué ni cómo- son presentados con una disyuntiva por el jefe de su familia: la muerte o cambiar de sexo en Tailandia para formar un lucrativo grupo de idols de jpop. Escogen lo secundo. Pero son muy yakuzas y a un yakuza muy macho no le importa su aspecto, y sin embargo a la postre son enfrentados a toda clase de humillaciones y sacrificios, lo que nos demuestra que la violencia idol no es tan distinta de la violencia yakuza. Con aquellas primeras escenas me quedó claro que no era un anime apto para niños, y lo guardé celosamente para echarle un ojo después; al fin, llegado el momento, quedé pasmadafascinadamaravilladaintrigada por una trama que me parecía completamente original pese a una animación más bien burda, en la que durante largos planos sólo se mueven las bocas, y de pronto los ojos se vuelven dos hoyos negros y macabros, y a las caras angelicales se les superponen los rostros duros de los hombres yakuza que viven atrapados en cuerpos que no escogieron, que les son ajenos, y aunque todo es de una crueldad extrema, en esencia es una comedia negrísima, carcajadas cargadas de culpa, ¡pues qué jefe yakuza tan sádico, qué castigos corporales tan siniestros, qué graciosa subtrama del club de damnificados por las Gokudols, cuánto por decirse de la violencia machista y sí, heteropatriarcal, y de la destrucción de las vidas jóvenes, inocentes, no por un ideal sino por una suma de dinero sucio de la industria del entretenimiento! Lo recomiendo ardientemente, está allí mismo a distancia de un clic en Netflix, no lo dejen ir, no dejen ir esta gema, esta joya, este milagro.

También he estado viendo Neoyokio porque leí, de pasada, que la voz del personaje principal la hace el hijo de Will Smith, y Jude Law y Susan Sarandon hacen otras, y que la creó Ezra Koenig (Vampire Weekend), y aunque no es tan interesante ni tan incisiva como muchas otras cosas que empiezo a ver en el género (y la marca gringa está demasiado presente, demasiado difícil de ignorar), su mezcla de magia, moda, demonios y decadencia neoyorquina me ha tenido, digamos, más o menos interesada.

Quisiera ya terminar este post. Quisiera mencionar que también he estado mirando un dorama coreano, Reply 1997, que salta entre dicho año y 2012, en Busán, durante el reencuentro de antiguos amigos de la secundaria y los recuerdos de sus años mozos, y la protagonista es fan acérrima de H.O.T., hasta extremos locos, locos, y las cosas que hacen las fans en sus conciertos y alrededor de sus ídolos (ese cántico con sus nombres y apellidos al inicio de cada canción en vivo, los impermeables con las siglas, la fanfiction homoerótica) no es nada distinto de lo que hacen hoy en día, y luego descubrí que la actriz es, en la vida real, una idol también.

Sólo resta decir que vi Crazy rich asians con mi hermana porque ella necesitaba distraerse, que en un autobús miré y cabeceé con Ghost in the shell (versión Scarlett Johansson), y que en al avión de vuelta a Buenos Aires, muy estresada y malhumorada y preocupada por asuntos que aquí no vienen al caso, miré The big sick, que me gustó y hasta me permitió soltar unas necesarias risas alagrimadas. Luego, necesitada de dormir, y habiendo descubierto recientemente que sólo me da sueño mirando cosas pero que aquello se convierte en una lucha porque detesto dormirme mirando cosas a menos que ya las haya visto o su mala manufactura me libre de culpas, puse Inception porque medio me la sé toda y es un gran soundtrack  ese de Hans Zimmer, digan que no, y es perfecto para conciliar el sueño.

Ah, también vi Roma. La primera vez en la cineteca -antes cineteatro- Rosalío Solano, en Querétaro, con Carla y Ribón y Fanny y Triquis y David -y hasta, coincidencia hermosa, Hasiby- y que todos lloramos menos David, y luego, una segunda vez, en casa con mi mamá y mi hermana. Hace unos días soñé con Yalitza Aparicio, tanto me impresionó su actuación y hasta dónde la ha llevado.

Coda:

Mención a los animalitos hermosos con los que conviví esos días: Logan, el gato azul. Luna, la cariñosa french blanca. Aguacate, el ajolote plateado. Sorata y Pirata, la Hello Kitty real y el gato negro cuyo ojo perdido relata su imaginado paso por Vietnam. Bebé, el gigante aranjado, esponjoso, de mi hermana. Y el nuevo miembro de la familia gatuna, otro Logan, también gris. Y el muy libre y callejero Noalex, platicador, anaranjado, viril. Los ruidosos, olorosos, minúsculos chihuahueños de mis sobrinas, Taco y Chamoy.

Los cursos en la secundaria, algo que no sabía que estaba en mí, que podía hacer, que podía disfrutar, que podía darme ciertas guías.

Faltan amigos que vi, que extrañaba tanto. Olga. Marisol. Luli y Migue. Ara. Lety. Laura. Gaby. Grace. Jordy. Diego. Carlos. Rob. Gregory. Chava. Y los que me faltaran mencionar.

El día que volví, con un calor un poco asfixiante tras las noches bajo cero de Polotitlán, acompañé a Jes a unos asuntos y en la 9 de Julio nos cruzamos con la marcha por la liberación de Milagro Sala de Tupac Amaru, y luego caminamos por Recoleta hasta la placita de Vicente López donde se junta un nutrido y diverso grupo de niños a jugar en el arenero gigante. Y pensábamos en lo linda que es la ciudad, y en lo difícil que se nos pone la estadía. Al volver pasé por la esquina de Suipacha y Arenales donde viví durante mi primera temporada acá. Las ventanas estaban cerradas.

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El adentro afuera

Me llevó algún tiempo descubrir el juego o la clave en el título de Transparent. Trans-parent. Un padre transgénero. Lo que era obvio para muchos, al conocer la trama, para mí no lo era del todo: hasta entonces había leído de manera unívoca, lineal, la transparencia de asumirse, de salir del clóset. Volverse transparente, llevar al afuera lo que en el adentro se reafirma de manera contundente. Sarah, hija de Maura, al enterarse por accidente de la nueva identidad de su padre, pregunta cándidamente si eso significa que ahora se vestirá siempre de mujer. “No”, dice ella, “toda mi vida he tenido que vestirme de hombre”.

Entonces esta identidad no es nueva sino elegida, no preexistente pero sí capaz de remontarse a la infancia: Maura, antes Mort, es una mujer lesbiana en el cuerpo de un hombre (y por ende con sus privilegios), confinada durante años a practicar un cierto travestismo a puertas cerradas.

Con tres temporadas bajo el brazo, Jill Soloway y Amazon Studios han acumulado varios premios (en la última entrega de los Emmy, donde arrasó, Jimmy Kimmel bromea: “Transparent nació como un drama pero se identifica como comedia”) pero no son ellos o su prestigio sino otra cosa lo que despierta y mantiene el interés: se trata de un retrato familiar y más aún de un retrato familiar judío, que lidia con las políticas del género y la identidad, y es capaz de tejer una red de correspondencias entre la solución final de la cuestión judía y la identificación queer. Los tres hijos de Maura –Sarah, Josh, Ali– practican, tarde o temprano, alguna forma de sexualidad por fuera de la norma heterosexual: Sarah llega al altar, pero no consuma su matrimonio con su exnovia de la universidad; Josh incurre en una aventura con Shea, una transexual amiga de Maura; Ali descubre sus pulsiones lésbicas y tiene una relación primero con Syd, su amiga de años, y luego con Leslie, una poeta y académica varios años mayor que ella. La misma Ali intenta escribir un ensayo (después incluso una tesis) que plantee paralelismos entre la experiencia del ser judío –la exclusión, la ritualidad, el apego a la comunidad– y la de ser queer, el “trauma original” que los Pfefferman arrastran, una familia judía berlinesa que disfrutó, mientras pudo, la apertura sexual de la República de Weimar.

Quizá se trate de un atributo más de la intuitiva actuación de Jeffrey Tambor, pero es un hecho que Maura no es una mujer fácil: no hay en ella concesiones ni explosiones de emotividad, sea ira o llanto, sino un manejo contenido, incluso misterioso, inaccesible, de los sentimientos. En ella es posible ensayar un argumento de revolución lingüística, que es a lo que Soloway apunta, entre él, ella y la ambigüedad no del todo bienvenida de un término como moppa, que es el que sus hijos eligen para referirse a ella, hasta que Maura exige ser llamada madre y abuela. Esto sirve para revalidar la conocida tesis de Judith Butler de que el género es un acto performativo que se vale de un discurso público y social. Si la identidad es un constructo, este adentro afuera es lo que la sociedad califica como el “otro”, lo que expulsa y repele (en un baño, una mujer se horroriza ante Maura, quien es “claramente un hombre” que “traumatizará” a sus hijas adolescentes). Puede ser por esta razón que los flashbacks sean interpretados algunas veces por los mismos actores, como la Ali joven y la abuela Rose, que son habitadas indistintamente por Gaby Hoffman (Ali) y Emily Robinson (Ali de doce años). Estas rupturas, aunque infrecuentes, marcan el ritmo de Transparent, que de pronto mezcla líneas del tiempo y personajes (una Ali niña intenta impedir que un hombre bese a la que ella será años más tarde), juega con los espacios y deja historias inconclusas, evanescentes, flotando en el aire.

Transparent es una serie extraña que sigue a personajes extraños –a veces desagradables, que sin embargo son entrañables– y las miserias y alegrías de una familia que en lugar de encontrarse colisiona. No es un paradigma de la lucha transgénero, y no busca serlo, aunque muestra sus derrotas y búsquedas, esa área gris donde la estilización del cuerpo no imita otros cuerpos sino pelea por una concomitancia entre alma y exterior. En el segundo país con más asesinatos de personas transgénero en el mundo, la historia de Maura puede parecer banal y sin embargo vale la pena asomarse al mundo interior de una mujer que defiende no solo ante sí misma sino ante su familia su transparencia verdadera. ~

 

Publicado originalmente en Letras Libres

Comentarios televisivos

Este año, que ha sido el peor, me evadí felizmente con televisión. Las mejores nuevas series que vi, desordenadamente, fueron las siguientes:

High Maintenance – Un tipo reparte marihuana a domicilio en una bici en Nueva York. Su clientela es gente rara y ocurren situaciones graciosas, y hay humo y sol y parques y un perro que se enamora de su paseadora y la busca por la ciudad entera y luego es adoptado por una banda de punks que lo llaman Grandpa y es éste, creo, el episodio más sublime del año 2016.

Transparent – Una obra maestra queer, judía, californiana, muy blanca, feminista, a veces cínica, a veces extraña, con una cortinilla de inicio que siempre me conmueve, no sé por qué, y Jeffrey Tambor. Jeffrey Tambor como Maura Pfefferman, mujer transgénero. Y su familia de excéntricos, de la que ella es el centro gravitacional, a la manera de Arrested Development. En Letras Libres de enero escribí algo más largo sobre ella.

Atlanta – Donald Glover se llama Earnest, de manera muy wildeana, y vive en Atlanta, Georgia, y Atlanta -la Atlanta negra, callejera- es la presencia más importante de la serie. En algún momento alguien se aparece en un club con un carro transparente y luego atropella a otra persona y hay un video casero de eso. También sale un Justin Bieber negro y un episodio entero es una parodia de un talk show donde sale un puberto negro cuya identidad verdadera es un hombre blanco de 35 años.

Search Party – No negar que Alia Shawkat con el peinado que usé durante el primer semestre del año me atrajo como un imán. Alguien tuiteó que es todo lo que Girls quiere ser y no es, lo cual es una mentira, porque no se parece a Girls salvo en los personajes alienados, de veintipocos, que viven en Nueva York y son graciosos porque son tontos y no se dan cuenta de que son tontos. Dory se propone encontrar a Chantal, una ex compañera de la universidad desaparecida, y su involucramiento se complica y la pone en peligro, y al final el resultado es escalofriantemente estúpido y falto de sentido y deja en el espectador una sensación fría, irreconciliable, desamparada.

The Girlfriend Experience – Es muchas series y muchos géneros y no estoy segura cuál en realidad. Es una hermosa y distante estudiante de leyes que empieza a trabajar como una escort de lujo, y persigue un misterio y un caso de corrupción en la firma donde hace su pasantía y se hace pedicure y faciales y viste elegantes camisas y faldas entubadas y su rostro es sublime y su mirada lo atraviesa todo y es muy lista y hay como una amenaza constante a su alrededor para destruirla. Sobre el sexo y el deseo y el fetiche y el dinero, y erótica y gris y oscura. Riley Keough es un hoyo negro y una droga, y llegar al final de su historia te deja en la perplejidad más grande.

Crazy Ex-Girlfriend – Carcajadas infinitas con los números musicales (es un musical, y yo adoro los musicales). La diversidad y, digamos, perdedorez de sus personajes me recuerda un poco a Community, excepto que aquí es una abogada “rota por dentro” que intenta por todos los medios conquistar a su ex novio de la adolescencia Josh (quien es de ascendencia filipina y tiene un amigo al que llaman White Josh) y se muda a West Covina, California, y allá tiene una nueva mejor amiga que vive a través de su vida romántica y un jefe que descubre que es bisexual y una vecina cool y un pretendiente y una enemiga llamada Valencia. Y todos bailan y cantan. No me quito de la mente:

Sexy Getting Ready Song

https://youtu.be/hkfSDSfxE4o

Group Hang

https://youtu.be/elrDmZxtLtU

y

Boy band made up of four Joshes

https://youtu.be/RPw6sCTh9Q8

Rachel Bloom es excelente.

One Missississippi – Escuché el stand-up de Tig, vi su documental en Netflix y, ahora, la versión novelada de su vida. Ya soy experta en su cáncer, su enfermedad intestinal, la muerte de su madre y su ruptura amorosa. Una mujer de humor muy raro, deadpan, apenas alza la voz, tiene una mirada muy inteligente y concentrada, con su arruga en la frente; se atreve a mostrar el resultado de su mastectomía, sus temas son difíciles y oscuros pero contados con mucha ternura.

Nuevas que vi que me interesaron mas no me arrebataron:

Better Things – Pamela Adlon (“Sam”) y sus hijas, en un formato Louie: fragmentos, escenas descoyuntadas, flechazos, jonrones, relaciones familiares disfuncionales.

Love – Me reí, me pareció honesta en la miserabilidad de sus personajes centrales, me gustó la Los Angeles sucia y barata, que muestre sus puntos con cierta sutileza, ironía y mala leche, me gusta Gillian Jacobs.

Easy – Me pareció buena, interesante, la vegan cinderella espectacular, aburrido el de los hermanos cerveceros, chistosón el de los mexicanos fresas, poético el de la actriz nadadora (Gugu Mbatha-Raw, la otra estrella del capítulo estrella del año, San Junipero) y la posibilidad de soñar, otra vez, con Chicago.

Sensitive Skin – La que hasta ahora conocía como la nueva de Kim Cattrall. Su resumen en Wikipedia: Davina is a woman in her 50s who works in a gallery who has recently moved from the suburbs into an apartment in downtown Toronto with her neurotic husband Al, a pop-culture critic. She finds it difficult to adjust to life as she gets older, worried that her looks are fading and she has done nothing of substance with her life. Gracias a que me metí a Wikipedia, acabo de espoilerearme la segunda temporada. Bien. Lo mejor de esta serie es el esposo Al, Don McKellar (gran descubrimiento). Y Toronto.

Mención especial:

Black Mirror – Este año vi por primera vez Black Mirror y al fin entendí las referencias al primer ministro y el puerco. Creo que la primera temporada es la más perfecta y, como todo el mundo, que San Junipero es un episodio casi casi poético. Pero no suelo especializarme en los géneros de la imaginación, como la ciencia ficción y la fantasía, lo cual lamento pero a la vez me hace pensar que consumo, así, sus obras más acabadas, sus coronas verdaderas.

Series antiguas:

Girls – Aquel episodio donde Marnie se encuentra con su ex novio Charlie, quien ahora es una persona totalmente diferente, medio siniestra, y luego pasan un día y una noche juntos, pasando aventuras raras, es un sueño filmado, hay una presencia fuertemente onírica a lo largo del capítulo, que se recorta limpiamente de los otros, como si lo ocurrido detentara el estatuto de lo improbable o lo prescindible. Además, Shoshanna en Japón. Shoshanna enamorada de Japón, y luego cansada de Japón. El momento en que Hannah descubre lo que pasa entre Jessa y Adam. Girls es refinada, inteligente y divertida.

BoJack Horseman – Me encantó la primera temporada, me encantó la segunda, el episodio bajo el agua, la asexualidad de Todd, los caballos galopando en la pradera, Secretariat, todo eso.

Unbreakable Kimmy Shcmidt – No recuerdo mucho de esta temporada excepto reírme mucho otra vez.

Game of Thrones – Otra temporada llena de sangre, hielo, fuego, dragones, etcétera.

Narcos – El año pasado me tardé meses en terminar la primera temporada. Esta vez la consumí rápida, intensamente. Adoro a Pedro Pascal y adoro Colombia y el acento y la cara de Wagner Moura y los acentos logrados de los mexicanos que interpretan colombianos, pero no los que ni siquiera se esfuerzan -como Bichir-.

Club de Cuervos – Hugo Sánchez, el “hola, prim”, los elotes con mayonesa, el Potro, el “a ver, de qué chillan”, la fiesta en Acapulco, el acento norteño fresa, perdón, me carcajeé mucho y muy largo.

La serie que no me gustó:

Stranger Things – La vi casi por disciplina (¿se puede ser disciplinado en la pereza?). No me interesó, no me produjo nada, me aburrí bastante, su mezcla de géneros apenas me interesa y encuentro mayor satisfacción en otros productos que explotan la nostalgia por los ochenta.

Relleno:

Gilmore Girls – Un comentario para los nuevos episodios de Gilmore Girls:

(qué horror: pensar que mi hermana y yo veíamos cada capítulo en Warner, que la abandoné alrededor de la quinta o sexta temporada, que volví a verla en Netflix y me quedé en la tercera y ya no quise avanzar, que alguna vez me reí y me interesé. Pero: es un gusto conocer a la Rory fracasada).

Mr. RobotAlaíde me prestó la primera temporada en DVD y llegué al capítulo cinco y no he continuado.

Orange is the new black – ¿Este año fue que nos mataron a Poussey?

Portlandia – Favorita. La macrohistoria de una ciudad entera. Las historias de Nance y Pete, de Nina y Lance, de Candace y Toni, de Dave y Kath, del mayor, de los ecoterroristas, de los goths.

No terminé: Horace & Pete, The Get Down

Quiero ver: You’re the Worst (corrección: vi dos y jamás quiero volver a ella). Terminar: Broad City. Empezar: Insecure.

Corolario:

En el diario de Alejandra Pizarnik me encontré con esta frase:

La televisión es un estupefaciente inofensivo para burgueses introvertidos.

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Un mundo raro

Me angustia el hecho de que Hollywood e industrias hermanas me provean incesantemente de piezas que reúnen, en combinaciones cada vez más estrafalarias y lujosas, a mis actores favoritos. Me los están juntando y eso es emocionante y es magnífico pero sospechoso a veces. Se me manipula con actores o sea con personas, de las que admiro la naturaleza de su oficio como admiro la de los escritores, por ejemplo, actores que por las convenciones o quizá exigencias del medio suelen ser personas pues la neta muy guapas, hombres y mujeres de hermosura cautivante, ¿y qué hago, entonces? A veces, me los juntan románticamente, ¿qué hago, repito? Me parece de mal gusto, que le están robando la magia a algo, que no me están dejando disfrutar de actuaciones en bruto, de actores desconocidos de los que no espero nada, cuyas caras no conozco, pero que luego me conmueven y agitan y marcan más que los otros, es decir mis Daniel Day-Lewises del alma, a quienes sin embargo no dejo de ver como Daniel Day-Lewises siempre, tanto espero y exijo de ellos. Total, ¿qué pretenden, que vea todo? Esta modalidad explotadora de repartos corales (o a veces ni corales, viles duetos de nombres tan brillantes que es imposible apartar los ojos) alcanza expresiones tan abyectas como Wet Hot American Summer: First Day of Camp. Ya estuvo, ya estuvo, daré ejemplos ridiculitos que me pintan de cuerpo completo: apenas salgo de Maps to the Stars y ya está Inherent Vice y Love & Mercy, y de Listen Up Phillip me cuestiono si aguanto Still Alice -dudo, dudo, dudo- y se vienen The Big Short y Carol, y tengo en el torrente, esperándome para cuando termine este apunte, The Overnight, tras enterarme que Louis C.K. estará en Portlandia el próximo año, y pude haber visto Mortdecai pero no lo hice, aunque quisiera, por esos dos hombres y esa hermosa rubia, ¡esos dos hombres y esa rubia que ha sido una de mis chicas siempre, aunque todos la odien!, y hasta Star Wars me dará un gusto a bordo de un X-Wing. Pero no, no, no es que sea incapaz de ver cómo se trata de atraer a las moscas con miel, que las caras y los nombres venden, que la crítica y el periodismo que acompaña a la industria endiosa e idoliza aunque a veces de pronto señale el talento, y que la actuación se disfrute lo mismo, lo sostengo siempre, y que muchos sigan esta premisa y por eso acudan y pues qué mejor y cuál es el problema y en el fondo por supuesto hay dinero, hay uso de cuerpos, hay confección de subjetividades, etcétera etcétera, sólo digo que me angustia, que lo estoy leyendo en clave mística, que es como si algunos de mis deseos exóticos se cumplieran, un mundo así de raro, como si dijeras tus artistas favoritos se juntaran a fabricar -crear, expresar, pensar, interpretar- algo a lo cual tú puedes acceder con intermitencias (pensar que este mes en Buenos Aires se proyectaron en cine películas que vi hace dos años: la chilena Gloria, la penúltima de Terrence Malick; que sin embargo me da otras que luego no tendré, que no todo está en internet, que no todo llega a todo, que el tiempo no da, que qué bueno que no da).

 

Al día siguiente:

No me gustó mucho The Overnight, hay algo falso en ella, algo que no cuaja, algo que abreva del lugar común. Pero me reí un poco. En IMDB, alguien entiende la esencia de este apunte:

Earlier this year, when the trailer to overnight was released, I was sure that I would watch it and it would be awesome, for three reasons: Adam Scott, Jason Schwartzman and the Duplass Brothers. That far I was already sold! Then you got Taylor Schilling and Judith Godrèche, two beautiful and very talented women, in a plot about “swinging”. Shut up and take my money!

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Entrada que he dejado en borrador desde julio 30

Quiero seguir el recuento fílmico (¡Y de TV! ¡Y de teatro!), pero aunque este post comenta productos audiovisuales carece de spoilers y más bien trata de otros temas.

Descubrí el cine BAMA, Buenos Aires Mon Amour, que se presenta como “una iniciativa de amigos cinéfilos que buscan generar nuevos espacios de exhibición, con un criterio de cine de arte”. Lo mejor es la ubicación, en la diagonal Roque Sáenz Peña, a metros del Obelisco y por el rumbo de Tribunales. La primera que vi ahí: What we do in the shadows, con Vainilla, además tras la marcha del 3 de junio. Reímos muchísimo. No había más de ocho personas en la sala. Pequeña, sí, con butacas incómodas y una pantalla con los bordes redondeados, y todo en un sótano, muy 1983. Me gustó el cine y mucho más la película. A veces me pongo a ver clips y videos y vuelvo a reír muchísimo con Viago, Deacon, Vlad, Nick, Stu y Petyr, como sólo me río con los Python.

En el Lorca, otro favorito, no lejos de ahí, sobre Corrientes, vi una islandesa, Historias de hombres y caballos. Ese día hubo paro de transporte, chispeaba, había neblina, mucho frío, yo no pude realizar los pendientes que tenía programados y decidí, mejor, meterme al cine. Justamente el BAMA estaba cerrado, yo quería ver una de Asia Argento (“Incomprendida” en español), y por eso fui al siempre confiable Lorca. La película empezaría en una hora, así que mientras tanto me metí a las librerías de nuevo y de viejo que abundan a esa altura de Corrientes. En algún momento me aburrí (o me dio la ansiedad de las librerías y los libros infinitos) y quise regresarme a la casa, pero ya tenía mi entrada, así que esperé el momento adecuado y entré al Lorca y qué película tan grandiosa, tan chistosa y tan cruel, en la Islandia rural, mucha cultura ecuestre, conductas animales, vergüenzas y sobrevivencias, equinos hermosos y espectaculares, de miradas profundas, y formato pueblo chico infierno grande, y hasta un personaje colombiano muy simpático entre tantos rostros nórdicos.

Terminemos las de cine.

Un viernes fui a ver Mad Max, tras cierto quilombo (fue la tarde humedísima, maravillosa, en que descubrí lo que hay en la Costanera, detrás de los edificios mamonsísimos de Puerto Madero) que derivó en el Village de Recoleta. Se decidió una experiencia “pochoclera” completa, lo que incluía el pochoclo (sin salsa, maldición) y nachos (sin jalapeños, maldición). Mad Max me gustó, aunque no he vuelto a pensar mucho en ella.

Otra noche, ¿de dónde venía?, hacía muchísimo frío y hasta entré a una tienda a comprarme un gorrito (80 pesos), y más adelante estaba el Gaumont, y dije: bueno, si traigo cambio entro. Y traía justamente los ocho pesos de la entrada en el bolsillo y felizmente en una hora iba a empezar Alfonsina, un documental sobre Alfonsina Storni, cuya poesía aprecio. Esta vez, antes de entrar, me comí dos empanadas en una cafetería pizzetera de esas de poco pelo, donde estaba puesto el futbol. Pero yo me senté en una mesa abajo de la tele y no vi nada (y traía lecturas de la escuela) (está mal decirle escuela, o no). También tomé un vasito, o quizá dos, de moscato, lo cual fue un gran error, porque es una bebida aparentemente insulsa pero con grados imperceptibles de alcohol, de efecto pastoso y soñoliento. Cuando entré a la sala empecé a cabecear y creo que, entre las fotos del Buenos Aires de principios de siglo, y la música, y los poemas, y las entrevistas, y la hora, y el insomnio de noches anteriores, me dormí por momentos. Qué mal, qué mal. Pero me gustó y me gustó, también, que al terminarse varios aplaudieron.

Netflix me genera problemas, me hace caer en un vortex de indecisión, no se me antoja nada o lo que se me antoja ya lo vi. Está Girlhood, que me interesó desde que vi el trailer, casualmente en el momento en que Boyhood estaba de moda. Tiene momentos muy Drive, muy tecno-oníricos, de dicha momentánea con música electrónica y transiciones en negro laaargas largas, pero la película en sí es muy dura, no se engaña respecto a las opciones con que cuenta una adolescente “guetoizada”, tiene “interesantes usos de la elipsis”, y una secuencia hermosa donde las adolescentes de raza negra, que forman una pandilla, que molestan a gente más debilucha y se meten a tiendas de ropa a robar, rentan un cuarto de hotel para probarse ropa, tomar alcohol, comer dulces y cantar “Diamonds” de Rihanna como si estuvieran en un video.

(además es de Céline Sciamma, quien dirigió otra belleza y monumento queer, Tomboy).

La otra que vi, en la indecisión total, fue un clásico de los hermanos Coen, los hermanos que más quiero además de mis hermanos: The Big Lebowski.

Mi diálogo favorito:

Además de la clásica “That rug really tied the room together” y uno de los tantos, grandiosos diálogos de Walter Sobchak/John Goodman: “Nihilists! Fuck me, I mean, say what you want about the tenets of National Socialism, Dude, at least it’s an ethos”.

Otra noche, antes de dormir, tuve muchas ganas de volver a ver The Beach, pero sólo la primera parte, aquella donde todo es hermoso. Y recordé que suelo ver esa película cada tantos años y que la relaciono intensamente con Buenos Aires, puesto que hace cinco años, un par de semanas antes de llegar a Argentina, estando en Taganga, Colombia, con el alemán, quien en muchos sentidos -y en otros no- era Richard, la vimos. Después, al llegar al primer hostal porteño, sobre la peatonal Florida, uno de los libros que estaban en el librero comunal era “The Beach”, que te podías llevar si dejabas otros dos. Yo dejé un par que había conseguido en otros hostales, y que ya había leído: “Tala” de Gabriela Mistral, y una edición de Bruguera con “Desayuno en Tiffany’s” y otros cuentos de Capote. De manera que esa fue mi lectura durante los primeros días en Buenos Aires. No puedo disociar la experiencia mochilera de ella (“The Beach”, a backpacker novel…) y de Buenos Aires (pero: The Beach también se relaciona con mi mamá, con quien la vi en el cine la primera vez, y con Carlita, con Triquis, con la prepa y la universidad; con J… Es una película que veo a cada rato, pues).

Trust me, it’s paradise. This is where the hungry come to feed. For mine is a generation that circles the globe and searches for something we haven’t tried before. So never refuse an invitation, never resist the unfamiliar, never fail to be polite and never outstay the welcome. Just keep your mind open and suck in the experience. And if it hurts, you know what? It’s probably worth it.

La otra que vi -abundaremos- es una argentina, Sin retorno, porque salen Leonardo Sbaraglia y Federico Luppi. También se me antojó porque pensé que tenía el estilo de Amores perros, es decir, género realismo muy realista y muy serio, subsección “realidad nacional muy jodida” y “cosas cabronas que le pasan a gente adulta”, ejemplo: un choque o un atropellamiento.

Pero el personajito del estudiante universitario que atropella a un ciclista y esconde el coche y miente a sus padres, y los papás infumables, y la hermana intratable, y toda su capsulita existencial de familia cheta que vive en un departamento amplio de Barrio Norte, o sea, no, no, no pude, y además el muchacho no sabe actuar y me desesperó muchísimo. Pero las partes donde salen Luppi (papá del ciclista, quien termina yendo al juicio oral con la foto de su hijo colgada del cuello, al estilo de las madres de desaparecidos) y Sbaraglia (ventrílocuo padre de familia/clase media baja/tipazo, que minutos antes, casualmente, había atropellado la bici del ciclista y a quien acusan injustamente de matarlo) salvan enormemente la película, desbordan los límites de la imagen con su presencia actoral, con lo cual elaboré una analogía que tal vez puede derribarse con facilidad (ahí dirán): que la actuación es como la prosa o el estilo de las películas (o la tevé); una muy intensa, interesante, elevada, trasciende la obra que la contiene.

(pero es un símil idiota porque la estructura de la literatura es el lenguaje mismo y pues no).

Vi Obvious child, “dramedy” “indie” de Jenny Slate, quien me encanta. Un personaje lee The Savage Detectives. Feminismo waspy aunque sea judía. Aborto. Gaby Hoffman. Experiencia de las mujeres (me interesa, por supuesto que me interesa). Me reí bastante.

 

Vi Appropriate behaviour, opera prima de la cineasta de origen iraní Desiree Akhavan y ME ENCANTÓ. Es cierto que existe un vacío de representación mediática de la experiencia de las mujeres bisexuales “hoy” (no se guarda el “es sólo una fase”) pero me gustó mucho por otras cosas: es chistosa y es ojete y no tiene piedad con su propia protagonista, muy al estilo de Girls (Desiree aparece en un par de episodios de la última temporada: es la compañera malvada de la maestría de escritura creativa, y además es muy bella, tiene una mirada hipnótica, penetrante).

 

Vi The Two Faces of January, basada en una novela de Patricia Highsmith, con Oscar Isaac (mi razón elemental, confieso) y Viggo Mortensen y Kirsten Dunst, y transcurre en Atenas y quizá es que yo extrañaba algo muy English Patient, muy The Sheltering Sky, gringos en parajes exóticos, y enredos, y años cuarenta. Calificación: REBUENA.

 

Alguien puso en Twitter que Another woman estaba en Netflix y entonces fui y la vi. Una de las grandes de Woody Allen, con mi hermosa Mia Farrow cuando ambos todavía se amaban, y la bellísima Gena Rowlands; de 1988, otoñal e intelectual, con tantos temas que me dejaron pensando (you and your life of the mind!) y sí, creo que lloré un poquitín.

 

-Ahora escribo un mes después, para ponerme al día-.

Otras que he visto en BAMA cine: Melancholia (ya consignada) (gran lectura al respecto) y, ayer, la última de Polanski (que me dio, pese a todo, ay, una de mi top personal, Rosemary’s Baby): La Vénus à la fourrure, y que resultó otro gran comentario sobre la actuación, el teatro y la magia, y además deliciosamente perversa, erótica, con buena comprensión de las dinámicas de poder entre hombres y mujeres, y Mathieu Amalric que me fascina, con labial rojo y tacones, y muchas risas.

 

Volví a ver, por gusto y para escribir este comentario en La Tempestad online, Clouds of Sils Maria, que es tan buena. Y de paso, también, al respecto, vi Rendez-Vous, Juliette Binoche joven actriz:

https://youtu.be/tk8yMT4ioWk

Con J, acá, vimos A girl walks home alone at night, de otra bella iraní debutante, Ana Lily Amirpour, y me gustó muchísimo, y el documental de Tig Notaro, Tig (muchas veces escuché en mi iPod su stand-up del cáncer y reía y lloraba).

 

Esto es un poco vergonzoso pero: resulta que yo nunca vi Parent Trap. Y la vimos. Y, ay, qué tristeza ver a la niñita Lindsay Lohan. Pero no abundemos.

Me parece que eso es todo.

He visto o estoy viendo lo siguiente de televisión: segunda temporada de Twin Peaks, primera temporada de Club de Cuervos (¡cómo me reí!), tercera temporada de Orange is the new black, segunda temporada de BoJack Horseman, primera temporada de Wet Hot American Summer: First Day of Camp y: segunda temporada de A young doctor’s notebook, que es muy cruel, opone a Jon Hamm y Daniel Radcliffe (son el mismo doctor moscovita), y transcurre en páramos siberianos entre 1917 y 1933.

(he visto un chingo de tele: no me enorgullezco)

(teatro) Vi un show con los hermanos Sbaraglia en Palermo (Leonardo es HERMOSO), Escenas de la vida conyugal con Darín y Érica Rivas, y una llamada Madre sólo hay una. Pero francamente ya me cansé de escribir y quien hipotéticamente lea seguramente también. Adiós.

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Productos audiovisuales

Veamos si logro recordar todas las películas desde marzo 16:

Vimos Inherent Vice los pocos días que estuvo en cartelera. Estado alterado de conciencia. Varias personas se salieron a mitad de la película. Los ojos de Joaquin, ¡los ojos de Joaquin! Paul Thomas Anderson. Lo adoro, lo fagocito.

Ya había consignado aquí: Relatos salvajes (que acá también se lee distinto, que sé que en círculos privados se le llama Regatos salvajes, que se le relaciona con el típico lector de Clarín, etc.; no sé bien, todavía no entro en la trama de la política, de la vida social, todavía no quiero entender estas cosas).

Documental en Netflix: After porn ends. Me humedeció… LOS OJOS. Lloré poquito. No hay novedad: la marca del porno, la letra escarlata del porno, el sexo que tienen los hombres, el sexo al que aspiran las mujeres.

(lapso de sequía fílmica)

Fue el BAFICI, el festival de cine independiente de Buenos Aires. Pero conseguir entradas -que son a precio muy bajo- era un triunfo. Escoger de la laberíntica, enorme grilla: titánico. Vi una llamada Faraday, española que parodia el género del terror, filmada digitalmente con “tres mangos”, que es de lo más trash y ridículo y absurdo que he visto. Divertidísima. Asquerosa. Después, al otro día, en un cine de Caballito, vi Love & Mercy, suerte de biopic sobre Brian Wilson, la grabación de Pet Sounds y la cooptación que sufrió, en los ochenta, a manos de su psicoterapeuta (Paul Dano, genial, delirante; Giamatti, malévolo, incómoda y graciosamente malévolo). La recomiendo plenamente.

Otra de Netflix: una alemana, Coffee in Berlin, por la nostalgia berlinesa. Chistosa, fresca (la trama de la película nazi en la que aparece un personaje que es actor es genial). Días después, al llegar una noche, prendí la tele y encontré Las alas del deseo no muy empezada, y volví a verla, y oh, otra vez Berlín y lo hipnótica que es Berlín, y lo hermosa que es esa película (otra aclaración de esas por la dignidad: hace mucho que vivía sin cable, que había olvidado la dicha de encontrar algo bueno sin escogerlo, de dejarse caer en la mansedumbre de la programación del cable).

¿He visto otra en el cine? Creo que no, además del miércoles en la noche: tuve que ir a Balvanera, regresé por Corrientes a pie, comí una pizza y vino en Güerrín (hice amistad con un matrimonio de Santa Fe, muy viajeros) y después entré a un cine a ver 3 coeurs, una francesa que francamente me aburrió un poco pero que al menos brindó la oportunidad de admirar la belleza masculina de Charlotte Gainsbourg (me encanta, me encanta, esa mirada tan impenetrable) y la belleza poética de Catherine Deneuve. Antes de eso había ido a ver qué había en un cine que está frente a la plaza de Congreso, donde ponen puras argentinas: no llegué a tiempo para ver una llamada Choele en la que sale aquel hombre tan hermoso que es Leonardo Sbaraglia. Tal vez después. Pero el asunto es que disfruto mucho ir a estos cines que son en verdad cines, que ponen la programación en una tabla de Word impresa en una hoja de papel que se pega o coloca afuera del cine, que algunos tienen reseñas de periódicos locales igualmente pegadas en las puertas (pensar que acá se toma todavía en cuenta la reseña del diario, que la de teatro es importante por la gran oferta, etc.), que sus salas son de una elegancia decadente altamente seductora.

Ah, otra noche llegué y prendí la tele: vi un pedazo de una francesa, Amor y turbulencias en español. Bleh, chick flick gala sin filo. Le cambié a iSat y alcancé el último tercio de una llamada Untitled, no entendí bien si sátira o mirada seria sobre el arte contemporáneo (tenía partes muy chistosas, creo que era comedia, aunque con momentos geniales como, por ejemplo, cuando un artista veterano le dice a un extrañísimo -como siempre- Adam Goldberg: an artist must find meaning in the process). Cuando se acabó empezó Cumbres borrascosas, pero la última versión fílmica, una que no había visto, aquella famosa donde Heathcliff es un HOMBRE NEGRO. Esa novela es tan fundamental para mi alma que no dudé en verla y sufrir nuevamente, pero al parecer me quedé dormida antes de la muerte de Catherine. Chale. Lo que vi me gustó mucho.

Cierto, cierto, también vi Ex machina, por recomendación de Luis Reséndiz, una tarde que le di play y no me levanté de la silla y la vi así, extrañamente, sentada en el escritorio. No me gustó mucho, la verdad. Como siempre, una gran idea que los involucrados echaron a perder o resolvieron de manera poco satisfactoria. Pero la vi por Oscar Isaac, actor del que proclamo posesión absoluta debido a la hipsterez de haberlo amado desde que lo vi en Agora, la de Amenábar, en 2009.

Vi la mitad de un documental llamado Beyond clueless, escrito y dirigido por un güey/chabón que sigo en Twitter, Charlie Lyne, quien humillantemente nació en 1991. Está bueno, deconstrucción de la high school movie que por fin me hizo entender una referencia de la única del género que jamás vi: AM I A BET, AM I A FUCKING BET?

Teatro, todavía no he ido. Veo los carteles de las obras, me paseo por las taquillas, sopeso, pero todavía no sé qué ver, no he tenido chispazos de espontaneidad, valentía o inteligencia. También, tal vez después.

A continuación va la parte vergonzosa del presente post. Un ejercicio catártico de confesión y búsqueda de redención.

Justifiquémonos. Digámonos: ahora estamos leyendo tanto, tan obligatoria y metódicamente, tan elevada y sentidamente, etcétera, y además llevamos una vida diríase que de persona en soledad, que pues OBVIAMENTE será posible dedicar el tiempo libre a retomar una costumbre que, aunque la gente no lo crea, aunque la gente se muestre escéptica, aunque la gente mediante charlas en fiestas y otras actividades me contradiga, no se poseía desde 2011: ver muchas series de televisión. De manera que he dedicado algunas horas (nuevas justificaciones: domingos, hora de la comida, antes de dormir, alguna tarde de sábado, alguna otra de domingo) a ver las siguientes series televisivas:

Terminé la temporada 5 de Portlandia, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. Algunas veces he fantaseado con escribir algo serionsón sobre ella, eventualidad que conllevaría la enorme dicha de volver a ver todos los capítulos con espíritu analítico. Pero a la vez la sola idea me deprime y cansa.

Terminé asimismo la temporada 4 de Girls, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. También. Además esta ocasión tuvo cosas cercanas, me proporcionó gratas carcajadas, me confirma mis altas opiniones sobre Lena Dunham.

Me puse al corriente con la temporada 5 de Louie, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. O sea, estas tres series cada vez están mejor, son geniales, chistosas y agudas. No nos desgastemos buscando adjetivos. Louie además está dando risa de nuevo, porque la última temporada fue una meditación demasiado dolorosa sobre asuntos dolorosos, que recuerde. Sin dejar de ser dolorosa todavía, maldito seas, Louie C.K. Y además esta vez nos dio, en un capítulo justamente llamado Untitled, la mejor representación de un sueño/pesadilla que yo había visto desde Paprika (qué asco reciclarse los tuits) en el que, de paso, se planteó aquella idea de la muerte como un regreso a la nada, al estado inanimado del que partimos. Louie es filósofo comediante.

Como el resto de la población que mira series, terminé Mad Men. Curiosamente, a pesar de los postitos que le he dedicado en la vida, esta vez no logro sacar nada en claro, no me sale escribir sobre ella. Tal vez después. Si no, de todos modos se están escribiendo cosas muy buenas sobre ella, para qué agregar sobrantes.

Estoy viendo Game of Thrones. Cada vez se pone más intensa. Yo leí los primeros tres libros y ya no tuve disciplina para seguirle. La serie ya me rebasó salvo en lo que pasa al final de A storm of swords y que estoy esperando ansiosamente que suceda. Sus buenos momentos no paran y es la única serie en la que una frase como “the dwarf lives until we find a cock merchant” es perfectamente plausible.

A veces veo algún episodio de Bob’s Burgers y me encanta (¿hay mejor personaje que Tina?), pero avanzo lento. No he retomado Twin Peaks, que estábamos viendo en México. Vi un par de episodios de Garfunkel & Oates y me gustó bastante (mujeres chistosas: POR FAVOR), pero me entristece ver que duró solamente ocho capítulos.

Llegamos a Unbreakable Kimmy Schmidt, la serie que me hizo desear escribir este post. Desde aquellos años de 2011-2012, yo no me había aficionado a una comedia cortita, tradicional, tipo NBC, tipo The Office o Community. No he logrado terminar Parks & Recreation, por más que me encante Amy Poehler, creo que todavía más que Tina Fey. Tampoco, por lo mismo, he logrado avanzar una sola temporada de 30 Rock. Ésta no se me antojaba, la verdad, aunque fuera creación de Fey. Pero un día que tenía migraña y cruda horrible, un domingo helado y gris, puse un episodio en lo que comía. Dije: a ver. Y el dolor y la dejadez me fueron llevando, llevando, y de pronto ya me había fletado seis episodios de corrido. Hace mucho tiempo no caía en el famoso binge watching. Fue un oscuro reencuentro con mi yo de 2011.

En la semana la terminé. Después, me tuvo pensando algunos días. Por un lado, está llena de brochazos gordos, como sketches (Titus sacando un billete de -1 dólar del cajero, etc.) y bromas escatológicas o pretendidamente satíricas sobre raza, dinero, sexo… Por otro, el ritmo es trepidante, cada línea de diálogo está cargada con un chiste y Ellie Kemper es una actriz archisimpática. En medio: la serie nunca olvida que la base de su historia es el secuestro de cuatro mujeres por un megalómano que las mantuvo encerradas durante quince años en un bunker bajo tierra. Lo que impresiona es la manera de hilar algo tan trágico e inquietante con una comedia. Esa combinación. Los momentos en que ciertos fragmentos no dichos de su vida emergen (I have to use the filth bucket, erm… the powder room o cuando un irreconocible Martin Short, cirujano plástico, revisa el rostro de Kimmy y se sorprende porque, por un lado, no tiene rastros de exposición solar y, por otro, tiene very distinctive scream lines). Se trata, finalmente, de sobrevivientes de abuso y violación. Después no supe bien qué pensar de que el secuestrador maldito terminara siendo Jon Hamm, una parte de mí pensaba que aquello trivializaba el acto (¿qué mujer no piensa: sí, Jon Hamm, enciérrame en un bunker durante quince años y abusa de mí repetidamente?), pero después me hicieron ver que sí, que esos personajes tienen que ser seductores, que de esa forma dominan. Y, ay, Tina Fey y su peluca. Yo no puedo negar la cruz de mi parroquia y que la amo.

En resumen, esas son las cosas que he visto desde marzo 16.

Actualización: hoy pude ver Choele en el cine de Congreso, llamado Gaumont (es un Espacio INCAA – Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales). OCHO PESOS. Bonita y por momentos lenta estampa del interior argentino. Premisa buena: especie de triángulo amoroso entre puberto, su papá quien es a todo dar, y una mujer joven. Al salir, larga larga larga caminata.

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Orange is the new black, una telenovela que es una droga

La última escena que Orange is the new black nos suministró en su primera temporada, hace un año, se interrumpía a la mitad de la golpiza brutal que el personaje principal, Piper, le propinaba a una secundaria maligna, Pennsatucky. Era un final telenovelero, lo que los estadounidenses llaman un cliffhanger, que obliga a imaginar numerosas posibilidades y variaciones, y que garantiza la fidelidad e interés del espectador en el siguiente capítulo.

La esperada “solución” apareció, con el resto de la segunda temporada, en junio pasado. Trece horas –su duración total– después de liberada en Netflix, ¿cuántas personas la habían visto de principio a fin? Inventemos una cifra a la segura: millones.

El motivo fundamental de este éxito, la razón más objetiva y desapegada tras su encanto de oropel, es que Orange is the new black es excelente. Es una droga que consumes porque es excelente. De haber podido eludir la oficina y otras obligaciones, la habría consumido de golpe, sin mediación alguna, en una sobredosis de Litchfield y compañía que me habría dejado mareada y ansiosa pero (de momento) feliz.

Piper Chapman es la protagonista de la serie pero a la vez no tanto. De pronto es molesta o rodeada de personajes aburridos (su prometido, su mejor amiga); la preeminencia de su enfoque narrativo es más bien un mecanismo para acercarse a las historias, mucho más ricas, de las mujeres que cumplen una condena en Litchfield, la cárcel donde se desarrolla la trama.

La serie original de Jenji Kohan (Weeds), basada en el libro de Piper Kerman, es una comedia pero no del todo. Su mérito no está en representar individuos de variado talante, estrato social o mezcla racial (Ross, en Friends, alguna vez tuvo una novia negra), darles antecedentes narrativos, adjudicarse una perspectiva amplia gracias a su presencia, sino en despertar empatía en el espectador, que termina amándolos de verdad. Ya no puedo pensar en unamamushka rusa sin pensar en Red, no puedo escuchar la voz rasposa de Natasha Lyonne (Nicky, exadicta a la heroína, mujeriega oficial de la prisión) sin reírme por pura asociación; cualquier cosa buena y dulce de la vida me trae a Poussey a la memoria, su sonrisa grande y contagiosa, su cara bellísima e inocente. A veces pienso en Uzo Aduba por el puro placer de pensar en Uzo Aduba, en su excentricidad y en la forma en que recita a Shakespeare (Uzo interpreta a Suzanne Warren, apodada Crazy Eyes por su mirada y por cierta forma intensa de entender la realidad, con lo que demuestra un enorme dominio de sus recursos actorales). También me hacen reír Big Boo, Cindy Black, Brooke Soso, Mendoza, las chicas de la lavandería, Yoga Jones, el administrador Caputo, la guardia llamada Susan Fischer. Me conmueven, a su modo, los personajes de Taystee, Sophia, Morello, Watson.

Dudo, después de listar sus nombres, agregar su identidad más “esencial”: dyke, negra, asiaticoamericana, hillbilly, transexual, anciana, latina. Cuando apareció el año pasado, esta parecía la carta más fuerte de Orange is the new black: la manera en que subsanaba un vacío de representación racial, sexual, de edad. Un show que contaba con una mayoría abrumadora de mujeres y, sobre todo, que hablaba de las relaciones entre mujeres (de carácter tanto filial como sexual, de amistad o rivalidad, de complicidad o de explotación). Sin embargo, lo más interesante era el modo en que estas mujeres se revelaban: con aristas y momentos inesperados, con gestos lo mismo emotivos que abyectos, con la capacidad de mostrar no morales ambiguas sino temperamentos con muchas capas de profundidad. “Malos” con gestos enternecedores (un Pornstache enamorado), “buenos” con aspectos desagradables (Sophia Burset o la hermana Ingalls: adorables dentro de la cárcel, poderosas por medio de la bondad y no del abuso, pero narcisistas o egoístas en libertad). Personajes que obligaban al espectador a cuestionar su propia identidad, a preguntarse cuál sería su lugar en prisión, si formaría parte de las líderes o de las sometidas, de las optimistas o de las derrotadas, a qué cofradía pertenecería, bajo qué identidad se le reduciría.

El formato de comunidad cerrada, de pueblo chico o microcosmos, genera una narrativa arriesgada, con muchas fuerzas en tensión y destinos interconectados. Si la primera temporada planteaba las circunstancias, la segunda se siente confiada y agrega un elemento disruptivo con la llegada de Vee, figura matriarcal que se va revelando poco a poco como antagonista verdadera. No es casualidad que la temporada inicie con los flashbacks de dos niñas –Taystee y Suzanne– que a la larga terminarían por ser las que más sufrirían el carácter manipulador de Vee. La figura de la madre es el tema principal de esta segunda parte: la madre como anhelo o vacío, la madre sustituta, la madre enemiga, la maternidad como obligación y destino. La mayoría de las mujeres en Litchfield tuvo relaciones difíciles con sus madres, y allá dentro se buscan o se afirman, forman lazos que las circunstancias ponen en conflicto una y otra vez; cuentan, únicamente, unas con otras. Como prueba está que el peor lugar al que pueden caer es la unidad de reclusión, donde se encuentran temporalmente expulsadas de la red humana que les permite sobrevivir.

Orange is the new black es compasiva pero no se engaña respecto a su tema, que es la vida al interior del sistema carcelario de Estados Unidos, el país con mayor población prisionera del mundo, un modelo donde abundan la explotación, la corrupción, la segregación y las injusticias legales. Finalmente, no intenta justificar a sus personajes, convertirlas de un brochazo en víctimas, pero comprende, desde una firme postura política, las circunstancias materiales que las vuelven blanco fácil de una vida en prisión. El enemigo real pero invisible, aquel al que las reclusas se refieren constantemente, es El Sistema. Es la necesidad de Daya Díaz de tener sexo con el detestable guardia de seguridad Pornstache, las regaderas rebosantes de mierda, la separación arbitraria de una madre de su bebé, la “liberación humanitaria” de una mujer que sufre demencia senil, el cáncer incurable (e impagable) de Rosa. Emily Nussbaum, crítica de The New Yorker, escribió a ese respecto: “Orange is the new black echa luz sobre la injusticia a través de historias tan brillantes y luminosas que sencillamente no puedes ignorarlas.”

Mientras se adentra en la vida de cada uno de sus personajes (nos enteramos incluso del drama de Fig, la administradora de la prisión), Orange is the new blackcomparte rasgos con la novela realista, por ejemplo, la tendencia a zambullirse en monólogos interiores. Brilla cuando reúne en un gran montaje a todos los involucrados y entonces el caos se vuelve fiesta; ejemplo de esto último es la celebración de San Valentín –uno de los episodios más conmovedores de la segunda parte, gracias a las particulares definiciones del amor que comparten las reclusas–. Provoca risas de complicidad con algunos chistes elaborados, como cuando Larry dice que se formó dos horas para conseguir un “bagnut”, mezcla de bagel y dona, trasunto del infame “cronut” (mezcla de croissant y dona) que el año pasado generó filas imposibles en una pastelería de Nueva York.

De pronto, Orange is the new black recuerda que es una comedia, que el humor es una forma efectiva de decir cosas serias. Hacia el final emprende una táctica propia de las telenovelas: soluciona algunos cabos sueltos de manera apresurada aunque satisfactoria, a fin de permitirse un último chiste mordaz. En las telenovelas mexicanas, el “castigo” del villano generalmente llega con la muerte (mientras más grotesca y dolorosa mejor: no faltan en los melodramas quemados, atropellados, envenenados, incluso personajes devorados por lobos). Este castigo, de ribetes cristianos, funciona como una suerte de venganza gozosa para el espectador, la sublimación de todas las horas de angustia anteriores.

Como la exitosísima Shonda Rhimes, showrunner de Grey’s Anatomy Scandal, Jenji Kohan mantiene a su público cautivo, lo embelesa a través del conflicto y el ritmo constantes, pero mientras una manufactura dramones para toda la familia, la otra busca incomodar con sexualidad explícita y temas espinosos. En esto reside la cualidad adictiva de Orange is the new black, y a esta premisa debe sus marcas de fábrica: una estructura sencilla, la disponibilidad absoluta de todos sus capítulos, elcliffhanger constante que impele –exige– a consumirla de corrido. Al volver a ella, después de un año de no verla, tuve dificultad para recordar situaciones y momentos clave; la historia exigía estar al tanto de muchos detalles que poco a poco, como el alcohólico rehabilitado que prueba una gota de vino y recuerda por qué era alcohólico, volvieron con intensidad. De todos modos preferí suministrarme dosis pequeñas, paladear cada capítulo, tomarme mi tiempo, todo lo cual no pudo evitar que al final de la temporada, con un cosquilleo, experimentara algo que solo podría definir como síndrome de abstinencia. Seguido de unas ganas enormes de abrazar a todos los involucrados en que Orange is the new black exista. ~

 

entrada original en Letras Libres

El cuerpo radical: la representación femenina en el cine y la TV

(En el especial sobre feminismos para Tierra Adentro, editado por Gabriela Damián, un ensayo sobre la reconstrucción pop de lo femenino)

Ahora mismo tengo conmigo la Vogue de febrero. Admiro en la portada la cara redonda, la camisa de bolas rojas, los ojos grandes –todo son redondeces explícitas– de Lena Dunham. El balazo principal reza:

Choose your

SPRING STYLE

73 Great Looks, From Bohemian Chic to Boy Shirts

El balazo que concierne a la entrevista de Dunham se sitúa en el extremo superior izquierdo, en letras blancas: Hey, Girl LENA DUNHAM The New Queen of Comedy.

¿Es extraño que Dunham salga en la portada de Vogue? Lo es, la misma editora, Anna Wintour, lo aclara en su carta editorial, desde la primera frase: “Algunos pensarán que Lena Dunham no es la típica chica de portada Vogue, y estarán en lo correcto; precisamente por eso es la más indicada para protagonizar nuestro número de febrero” (nota: nunca sabemos qué tiene de especial el número de febrero). Wintour enumera las razones “verdaderas” para su fichaje ―que es exitosa, que no sólo “ha ascendido a la fama sino a la conciencia cultural colectiva”, que tanto ella como Sarah Jessica Parker encarnan al Zeitgeist― y, aunque muchas frases se leen ensayadas o innecesariamente rimbombantes, encuentro cosas interesantes en algunas, como la afirmación de que los ejercicios de exhibición tan típicos de Dunham no provienen de un deseo deliberadamente provocador.

Más adelante, en la pieza escrita por Nathan Heller, Dunham es retratada en un día de filmación de Girls (la serie que ―se aclara― escribe, dirige y actúa), en eventos públicos, en la cotidianidad de su departamento en Brooklyn Heights. Inevitablemente llega la parte donde se cuestiona el tratamiento poco convencional de la sexualidad en Girls, “famosa por su naturalismo”, pero también, de forma curiosa, por los frecuentes desnudos de Dunham. El texto recuerda que no sólo sus formas han sido reveladas en el programa, sino también las de Becky Ann Backer, la actriz que interpreta a su madre, quien se lamenta cómicamente de que nadie le hubiera pedido que saliera topless en la televisión sino hasta ahora, pasados los cincuenta.

Ahí mismo se recuerda un capítulo controversial en el que el personaje de Lena Dunham, Hannah Horvath, se liga a un hombre guapo, más grande que ella, con el que pasa un par de días ―dentro del bonito bronwstone de él― sin compartir nada más que sexo: un auténtico encerrón que a algunos les parecería muy normal en una chava de 24 años, pero que en las audiencias despertó todas las alarmas de la inverosimilitud: ¿cómo era posible que él, tan guapo, tan casado en la vida real con una modelo, sin ninguna perversión sugerida en el delineado de su personaje, se fijara en ella?

 

Al iniciar un ensayo con la figura de Dunham me arriesgo a varios males: que mi ejemplo me limite (y me confunda, me distraiga y me lleve a ideas a las que no deseaba llegar), y que todo aquel que opine horriblemente de ella decida no leer más que lo anterior.

Sin embargo, la escojo a ella porque es tal vez la figura más visible del cambio de la representación femenina en los medios audiovisuales: no la única, no la mejor, no la más innovadora, simplemente la más obvia aunque también, como me gustaría demostrar más adelante, la más radical.

 

El estudio de las representaciones sociales es complejo y difícil de abordar aquí. El concepto nace con Durkheim, para quien representar significa “traer cosas a la mente”. Serge Moscovici, uno de sus teóricos fundamentales, encontró que la representación social tiene la función de transformar lo arbitrario en lo consensuado, es decir, las representaciones recogen aspectos de la realidad y les asignan significaciones. Dichas significaciones varían de acuerdo al sistema de valores que rige a la sociedad en la que la representación social es creada. Carlos Colina, en “De la teoría(s) de las representaciones sociales a las mediaciones”, dice que las representaciones “moldean nuestras respuestas ante un determinado objeto pero también configuran nuestra percepción de dicho objeto. Lo que quiere decir que el objeto no es idéntico para los que no comparten su misma representación”.

La definición más simple de una representación social sería, según Abric, “el conjunto de informaciones, creencias, opiniones y actitudes al propósito de un objeto dado”. Este objeto puede ser, como indica en sus ejemplos, desde una autopista hasta las funciones de una enfermera. La representación, se repite aquí y allá en la teoría, no reproduce sino que re-produce. La idea, más que reflejar al objeto, lo produce de nuevo: la idea se vuelve objeto. Este conocimiento no es de carácter científico. Es el saber natural, empírico, social, modelado y rectificado por un amplio rango de circunstancias que van desde la tradición oral hasta la precisión del entorno que habita el sujeto. Éste no recibe pasivamente la representación: también la modifica y, de algún modo, reconstruye con ella la realidad.

 

Además de la Vogue, que anuncia en un balazo la SUPERBOWL PARTY de Kate Upton (no la conocía, pero ayer vi que alguien compartía en Facebook una explicación teórica de por qué a los hombres les gusta Upton mientras que las mujeres prefieren a Kate Moss), tengo también los Ensayos impertinentes de Jean Franco, publicados recientemente por Océano en colaboración con Debate feminista.

En uno de sus ensayos, “La incorporación de las mujeres. Una comparación entre narrativa popular mexicana y estadunidense”, Franco analiza el discurso contrapuesto de las novelas publicadas por la maquiladora de novelas románticas Harlequin y el de las historietas de El Libro Semanal, muy populares durante los años ochenta. Hay que tomar en cuenta que el ensayo fue publicado en 1996, cuando ambas formas de entretenimiento eran multitudinarias: El Libro Semanal tenía, por ejemplo, una tirada de entre 800 mil y un millón de ejemplares cada semana. Las que Franco llama “narrativas de la cultura de masas” se distinguen entre sí por el público al que van dirigidas: mientras que las novelas románticas le hablan a consumidoras potenciales (mujeres adineradas de ciudades grandes, grupos selectos de países tercermundistas), las historietas mexicanas apuntan sus dardos a mujeres integradas o en vías de integrarse a los niveles más bajos de la fuerza de trabajo. Hasta aquí, sobre todo para quien no conozca el finísimo trabajo de la humanista, parecería una división tajante y hasta arbitraria de dos productos distintos. Sin embargo, Franco es muy cuidadosa en sus intentos por explicarse el éxito de las ficciones románticas, que prometen, sí, una utopía que permite sustraerse del mundo, un mito con reglas inamovibles que conducen a un final satisfactorio, pero al analizarla como literatura de consumo masivo no distingue entre alta y baja cultura. Más bien, desde una sensibilidad marxista, Franco entiende que estas historias enfatizan “la adaptación incuestionada a una situación de abundancia” y el anhelo por obtener poder ―vaya, autonomía, un lugar legítimo― a través del contrato social.

Pese a que sabe que un ejemplo aislado es riesgoso, Franco cita la trama de una de las novelas más populares de Harlequin de entonces, Moon Witch, que narra el ascenso de la huérfana Sara al emporio textil que de pronto, en su lecho de muerte, su abuelo le hereda. “De este modo”, explica Franco, “Sara ya está incorporada desde el comienzo de la novela, lo que demuestra cómo, en el romance, el deseo de la mujer es canalizado antes de su nacimiento”. Entre el aprendizaje que obtiene del antiguo socio de su abuelo, quien le enseña modales y formas de navegar entre el elitismo corporativo, muy al estilo de un moderno “hado madrino”, y los enredos románticos con el hijo de éste, a quien toma por antipático y egoísta, Sara termina su odisea después de obtener su “verdadero lugar en la sociedad”: casada con la versión ochentera del señor Darcy. Es interesante lo que apunta Franco respecto a que, en la mayoría de estas novelas, la socialización no proviene de la madre sino que toda “programación social de importancia es dejada al hombre”.

Pienso ahora en Twilight (el vampiro rico, sofisticado, enamorado sin grandes motivos de una niña de 17 años), o en Fifty shades of Grey (un rico magnate, sadomasoquista, enamorado sin grandes motivos de una recién graduada de universidad), fenómenos comerciales que ilustran no sólo el enorme poder de la ficción romántica, sino los mecanismos narrativos apenas modificados entre una historia y otra. Su éxito se debe, según Franco, a que ponen en crisis el deseo de reconocimiento de las mujeres, “consecuencia directa de la posición devaluada que ocupan en la sociedad”, contra su deseo de amor individual.

Algo curioso sucede en El Libro Semanal, cuyo discurso podría confundirse por feminista cuando, en momentos inesperados, incita a la liberación sexual. Pero las moralejas, si las hay, son extrañas y no se desprenden de manera lógica de aquello que cuentan. Por lo general, sus argumentos se recogen de casos reales, de la nota roja y cartas de lectores, con abundancia de violencia y sexualidad explícitas. Su antecedente literario se encuentra en la novela naturalista, en contraste con los romances de Harlequin y similares, que beben de la caballeresca.

Franco exhibe, con el análisis de tramas (mujeres maltratadas que huyen de casa, mujeres adúlteras que tras el castigo “vuelven a las andadas”), las “diferentes estrategias narrativas cuando las mujeres son destinatarias en cuanto consumidoras, que cuando se las interpela como miembros potenciales de la fuerza laboral”.

Jean Franco rastrea los orígenes de la producción masiva de textos durante la reforma educativa de Vasconcelos. Con la caída del monopolio estatal en la producción de contenidos (consecuencia de la airosa entrada de México a la política neoliberal), el discurso de la Revolución entró en crisis, haciendo notoria la escisión entre aquella República ideal, modernizada, con la demoledora realidad de los mexicanos. Hay, acaso, una separación de la generación vieja, la “mala” ―responsable de la desviación que tomó el camino al progreso― de la generación “nueva”, que para sobrevivir deberá desprenderse del lastre que supone la familia. Y hay algo doloroso aquí: el recordatorio de la sociedad que “hace de la escasez el principal incentivo (para) la fuerza de trabajo”.

(Una suposición precipitada: el interés por lo sensacionalista parece haber sido desplazado, actualmente, por publicaciones como TvNotas, que dispensa unos dos millones de ejemplares cada mes y es una de las lecturas más consistentes del mercado editorial mexicano.)

La preferencia sobre cierta narrativa es reflejo de un momento histórico. Está el ejemplo demasiado obvio de la entrada masiva de las mujeres a las fábricas como consecuencia de la fuga laboral que trajeron consigo las dos guerras mundiales, y el advenimiento de Rosie The Riveter con su enfáticoWe can do it! como símbolo de la mujer trabajadora (un símbolo ahora reapropiado por voluntades menos interesantes, pero esa es otra historia). También, el suave retorno del discurso del ama de casa como columna y eje central de la familia, y el posterior del “empoderamiento” (esa palabra que suena muy feo, pero que es necesaria) de la mujer: una nueva manera de llamarle a su profesionalización laboral. En resumen, una serie de discursos que cambian de acuerdo a las necesidades del mercado.

He citado ampliamente a Franco, una mujer de lucidez, inteligencia y compromiso precisos, pero no encuentro una manera mejor de terminar este apartado que con una de las frases finales de su ensayo: “Lo que falta de manera crucial en la literatura de masas es cualquier forma de solidaridad femenina”.

 

Vi hace poco el documental Miss Representation, una producción de Girls’ Club Entertainment. Es interesante, es, incluso, entretenido. Trata sobre la “objetificación” (otra palabra fuerte, poco atractiva) de las mujeres en el cine, la televisión, el internet y la música, es decir, en los mass media. El discurso se construye con los siguientes elementos: imágenes que exhiben la representación femenina dominante en los medios gringos (escenas deGossip Girl, de reality shows, de noticieros con presentadoras escotadas, de videos musicales); la opinión de personajes de la academia, de directivos de organizaciones civiles por la equidad y los derechos femeninos, de actrices y periodistas, y de estudiantes preparatorianos en lo que parece unfocus group o taller de discusión; por último, de estadísticas y datos en frío que, sin conectarse de manera directa con aquello de lo que se habla, respaldan teóricamente la idea del documental. El hilo conductor lo lleva la reflexión de Jennifer Siebel Newsom, incipiente actriz y directora del documental, que expone su preocupación por la concepción del mundo que los medios transmiten a su hija, y a los jóvenes en general, en lo que toca a los conceptos de feminidad y masculinidad.

Algunas cifras: los adolescentes norteamericanos pasan 31 horas a la semana viendo televisión; 10 horas (me parece poco) en internet; 17 escuchando música, en resumen, más de 10 horas al día consumiendo entretenimiento. El documental inicia con una frase distintiva de la crítica cultural: el medio es el mensaje y el mensajero. Y otra, no tan original pero que encuentro veraz, sobre que entender los medios de comunicación significa enterarse de lo que está sucediendo en la sociedad (la gringa, en este caso).

Sólo 16% de las protagonistas de películas hollywoodenses son mujeres. Sólo 26% del segmento de mujeres que aparecen en la televisión tiene más de 40 años. Las estadísticas no producen análisis cualitativos, como se le ha querido atribuir al súbitamente popular test de Bechdel, pero funcionan como herramienta para medir un fenómeno cultural.

(Una refrescada de lo que dicho test clasifica: una película tendrá una representación femenina más eficaz si en ella aparecen: 1) más de dos mujeres, 2) hablando entre sí, 3) de algo que no sea un hombre).

El mensaje predominante en los medios masivos sitúa el aspecto físico como uno de los valores más altos a los que debe aspirar una mujer. Lucir bien es tener poder. El “empoderamiento” es más efectivo si, preferentemente, es sexual. La mujer fuerte se encarna, a menudo, con el estereotipo de la heroína ruda pero hiper-sexualizada (aparecen imágenes de Gatúbela, Elektra, Lara Croft; las opiniones de adolescentes que perciben el bombardeo de la silueta femenina lo suficientemente redonda, lo suficientemente delgada, como única forma de belleza aceptable; estadísticas que, por tramposas o aisladas que puedan ser, no dejan de apuntar a algo: el 65% de las adolescentes norteamericanas sufre trastornos alimenticios, una cifra que ha crecido entre 2000 y 2010; el gasto promedio en cosméticos y salones de belleza en Estados Unidos es de 12 a 15 000 dólares al año.)

Este argumento salta a otro mucho más agudo: la representación de las mujeres con poder verdadero (económico, político) en los medios de comunicación. Las constantes alusiones al físico de Hillary Clinton, de Sarah Palin (agreguemos: de Angela Merkel, de Cristina Fernández de Kirchner, de, ¡vamos!, Elba Esther Gordillo); la preponderancia del aspecto emocional en las descripciones y juicios respecto a ellas e incluso, si se permite el pecado de la subjetividad, el encasillamiento, la ridiculización, la condescendencia. En pocas palabras: la trivialización del poder femenino.

Un clip de Jay Leno donde presenta el juego: “Adivina si es presentadora de noticias o mesera de Hooters”. ¿Quién con conocimientos poco especializados del mundo de los negocios conoce los nombres de Indra Nooyi (presidente de Pepsi), Ursula Burns (presidente de Xerox), Andrea Jung (presidente de Avon)? Rachel Maddow, analista, frontwoman de un programa político, un personaje delicioso, lleno de candor y perspicacia, relata el hate mail que ha recibido a diario, desde su primera aparición en la televisión, por razones de género, sexualidad (Maddow es lesbiana) y aspecto físico.

Condolezza Rice, Jane Fonda, Geena Davis, Jim Steyer (director de la organización Common Sense Media), Jean Kilbourne (cineasta y académica de Wellesley Centers for Women), Pat Mitchell (presidente de Paley Center for Media), Martha Lauzen (directora ejecutiva del Center for the Study of Women in TV and Film), todos opinan, relatan sus experiencias, apoyan con su visión la propia visión del documental. Y la conclusión demoledora es la siguiente: el tratamiento de las mujeres en la cultura popular es indigno.

Los niños, que construyen su educación sentimental en mayor medida con los medios que con la literatura y el arte, reciben concepciones parciales de lo que significa ser mujer y ser hombre, de lo que hace a una mujer, mujer y a un hombre, hombre. La perspectiva de los creadores de contenidos es, forzosamente, limitada y poco incluyente: la presencia de mujeres y de razas diferentes de la blanca en los puestos estratégicos de cadenas como NBC, Disney, Time Warner o Fox es ínfima (un 3%).

Lauzen plantea: “Cuando un grupo no es representado en los medios, es inevitable que se cuestione qué rol juega en esta cultura”. El término acuñado para este fenómeno es “aniquilación simbólica”. Geena Davis argumenta que siempre se ha dado por hecho que las mujeres se interesan por las historias protagonizadas por los hombres, pero no viceversa: una forma de indicar que la experiencia de la otra mitad del mundo no es taninteresante (aparece el ejemplo de las chick flicks, un género unánimemente asociado con las mujeres, cuyas protagonistas tienen como objetivo más importante la consecución del romance: lo que recuerda el análisis de Jean Franco sobre los romances: lo que trae a la memoria, una vez más, el test de Bechdel).

 

Las representaciones sociales surgen, se perciben y se intervienen desde numerosos frentes, pero la cultura es uno de sus abrevaderos más significativos. En After Theory, Terry Eagleton recuerda que la cultura se movía, hace muchos años, en el terreno de lo simbólico, lo erótico, lo ético, lo afectivo y lo mitológico. A partir de los años sesenta y setenta empezó a significar también cine, moda, imagen, estilo de vida, publicidad, marketing, medios de comunicación. Éste es el concepto de cultura que entendemos hoy. El lenguaje de los medios y el de la cultura es uno solo.

La cultura, conviene el mismo Eagleton, es central para las demandas políticas del feminismo. “Valor, discurso, imagen, experiencia e identidad son el lenguaje mismo de su lucha política, como en las políticas étnicas o sexuales”. Y agrega que el único paradigma sobreviviente de la moralidad clásica (la capacidad de plantear verdades morales) es el feminismo, con su insistencia por entrelazar lo político (en su definición aristotélica) con lo personal.

Un grupo lanzado a los márgenes, en un sistema económico que requiere dichos márgenes para sobrevivir, y que emplea a la cultura como uno de sus artífices principales, vuelve la realidad del mundo un discurso. La realidad se vuelve discurso. La realidad se vuelve representación.

 

Hay muchas cosas que me hubiera gustado decir aquí. Que mis ejemplos son limitados, que el apartado anterior apenas puede aplicarse en México, donde la cultura y su distribución son muy distintos de Estados Unidos. Habría que hablar de los medios de comunicación en nuestro país, del acceso al internet, la televisión, la prensa, la literatura, el arte. De las representaciones femeninas y de clase en nuestros medios, de su transformación (y, acaso, involución) en el tiempo. De los grupos privilegiados que tienen acceso a las narrativas gringas ―y son, por tanto, influidos por ellas―. Pero no albergo ambiciones tan grandes: tan sólo quería hablar de Lena Dunham, la mujer con la que inicié el texto.

En el libro de Jean Franco hay otro ensayo, “Invadir el espacio público, transformar el espacio privado”. En él analiza los movimientos populares de mujeres latinoamericanas a partir de los años noventa, cuando las madres de desaparecidos durante las dictaduras se erigieron como un nuevo tipo de ciudadana. En las manifestaciones de las Madres de la Plaza de Mayo, en Argentina, las mujeres que blandían las fotografías de sus hijos desaparecidos, imágenes tomadas generalmente en reuniones familiares, representaban la “vida privada” de manera pública. Franco entiende lo privado como lo individual y lo particular en oposición a lo social. Al invadir el espacio público con lo privado se pone de relieve la anomalía que significa la presencia femenina reclamando la polis, que a su vez revela la destrucción de las estructuras familiares y sociales. La separación entre la esfera pública y la privada es factor de subordinación.

En “Silence is a woman”, recientemente publicado en The New Inquiry, la académica Wambui Mwangi describe las técnicas de subversión de las mujeres kenianas contra el régimen opresivo de las élites Gikuyu, que han dirigido Kenia con mano dura desde los años cincuenta. En el lenguaje Gikuyu, “mutumia” es una de las palabras genéricas para designar a la mujer. La traducción literal es “la silenciosa” o “la que no habla”. La condición natural de la mujer, explica Mwangi, es “habitar en silencio, perseverar mudamente, comunicarse sin habla”. El silencio es una mujer.

Las mujeres kenianas, en 1922 durante el colonialismo británico o en 1992 contra el régimen Moi, usaron la desnudez como su arma política más poderosa. En sus manifestaciones descubrían los cuerpos tabú que resultaban una afrenta para el espacio público keniano, acostumbrado a ver esos cuerpos under cover. La desnudez tenía el poder de hacer público lo privado, de crear publicidad a partir del cuerpo. No podía ser de otra forma en una cultura que ha negado la presencia pública de ciertos cuerpos y que, más aún, ha usado el cuerpo de la mujer como “instrumento de aprendizaje”: cuando, en la indecencia y la exhibición, es motivo y justificación de la violencia sexual.

Menciono estos dos ejemplos, radicales en su dimensión política, porque apuntan a dos conceptos que me interesan: lo privado como subversión, la desnudez como protesta.

Vuelvo a Lena Dunham. Es inevitable que, comparada con las madres de la Plaza de Mayo y las mujeres kenianas, su discurso parezca banal. Sin embargo, el tema del ensayo es la representación de la mujer en los medios de comunicación y, tras mucho pensarlo, no encuentro una figura que subvierta las convenciones de la representación femenina en la pantalla de manera más sencilla y a la vez más drástica: con su desnudez.

Girls retrata la vida de cuatro veinteañeras en Nueva York: sus relaciones amorosas, familiares, amistosas, sus búsquedas personales, sus dificultades económicas. Por supuesto la perspectiva es limitada, pero sería imposible pedirle lo contrario; la pretensión de representación detodas las perspectivas femeninas o de clase es tan necia que ni siquiera vale la pena mencionarla. Girls es, a pesar de todo, una comedia: la protagonista, Hannah Horvath, interpretada por Dunham, es una aspirante a escritora con una mirada alienada, desentendida, por momentos insensible. Gran parte de la comedia surge de esta ingenuidad voluntaria, que no es mero ejercicio de autocrítica: al exhibir opiniones que le granjean continuamente la animadversión de cierto público poco perspicaz, queda claro que Dunham, más que ridiculizar, crea un personaje.

Las protagonistas de Girls tienen sexo continuamente, pero el sexo que decide mostrarse es del tipo incómodo, del que recrea los aspectos más torpes, mediocres e incluso violentos de las relaciones sexuales. Es, en resumen, un sexo poco convencional… Y qué extraña es esta frase: poco convencional, porque refiere a una cualidad que sólo existe en relación con las convenciones de la tele y el cine, mas no de la vida diaria. Muchas de las anécdotas que se presentan en Girls me han pasado a mí o a personas que conozco. Puede decirse, entonces, que son anécdotas realistas.

En Girls hay, por lo tanto, mucha desnudez. Pero quien más se desnuda es Lena Dunham, la mujer de las “redondeces explícitas”. No sólo cuando tiene sexo, sino cuando llora en una tina con agua tibia, frente a su mejor amiga; cuando decide usar una blusa de red transparente para ir a una fiesta, cuando habla con su novio mientras se cambia de ropa. Sobre todo, en la actual temporada, Hannah se desnuda mucho.

He leído, en Twitter, en Facebook, en los blogs que reseñan y desentrañan cada capítulo de televisión que sale al aire, que no entienden por qué Hannah se desnuda tanto. No lo entienden. No hay razones. No.

El asunto llegó a su momento más álgido cuando, en un evento con la Asociación de Críticos de Televisión, el reportero Tim Molloy, de The Wrap, le hizo la siguiente observación a Dunham:

No entiendo el objetivo de tanta desnudez en el show, de ti particularmente, y siento que me pones en una trampa cuando dices que nadie se queja de la desnudez en Game of Thrones. Pero entiendo por qué lo hacen: porque quieren ser lascivos y, de algún modo, estimular al público. Tu personaje, en cambio, se desnuda en momentos arbitrarios y sin motivo.

La respuesta de Dunham fue simple: “Creo que es una expresión realista de lo que es estar vivo”.

 

He leído muchas opiniones sobre los “motivos” de Dunham para desnudarse constantemente en su show. En algún texto cuyo rastro he perdido en el historial de mi computadora, una bloguera feminista le daba carpetazo al asunto: porque el cuerpo femenino no está hecho solamente para, con su bella presencia, “alegrar el ojo” de quien lo ve. No existe sólo para el placer masculino.

Pero, además de que es una sentencia enteramente cierta, si bien un tanto obvia, creo que hay una postura política de enorme significado en la desnudez continua, sin motivos, de Lena Dunham. Una desnudez subversiva.

En su entrevista con Vogue, Dunham explica que buscaba normalizar lo que es natural para todo el mundo: “ese tipo de sexo”, el sexo que es cotidiano para la gente. Su decisión de desnudar a la actriz que interpreta a su madre, en una escena tan anodina como lo es un momento de intimidad con su esposo, obedece a la misma idea.

¡Qué absurdo que la televisión requiera normalizar lo que es normal! Pero lo requiere. Y es mucho más que la satisfacción de Lena con su propio cuerpo, un discurso tibio del que el mercado se apropia lentamente (pensemos en Dove, para no ir tan lejos), y de los modelos a seguir que las niñas (a las que no les interesa Girls) tendrán en el futuro: se trata de una postura radical. Su cuerpo es una herramienta de subversión, porque lleva aquellos “defectos imperdonables” a la luz. Si el arte moderno rompía las formas sobre la base de la armonía, y al experimentar alteraba un orden, no es descabellado pensar que Lena hace lo mismo con su cuerpo en un medio cuya armonía depende de la convención generalizada que exige la belleza.

Los medios son parte de la cultura que permite construir representaciones sociales. Ver, leer, escuchar: todo moldea sensibilidades. Lo que he leído, lo que he visto, lo que he escuchado, lo que he usado como ejemplos y base de mis argumentaciones, está allá afuera, en el corpus de la cultura misma, nodentro de mí, en un hipotético chapuzón hacia los confines de mi alma.

Es un reclamo justo exhibir los modelos destructivos de imagen, su papel protagónico en las representaciones que nos permiten reconstruir la realidad. Si esto sólo pasa con el cuerpo y la imagen, ¿cuánto más falta, cuánto más debe transformarse?

El medio es el mensaje y el mensajero.

¿Entonces? Que Lena se desnude. Que se desnude más y sin motivo.

 

Pienso ahora también en la frase de Franco que utilicé muchos párrafos arriba. “Lo que falta de manera crucial en la literatura de masas es cualquier forma de solidaridad femenina”. Pienso en mis amigas, en si estamos o no representadas en Girls, con las diferencias de clase, de circunstancia, de lugar en el mundo. No del todo, eso es cierto, pero a veces… El tema más importante en Girls es, a final de cuentas, la amistad que hay entre ellas. La solidaridad femenina. Resulta triste admitirlo, pero en eso, de una manera importante, también es radical.

 

 

Bibliografía

Ensayos impertinentes, Jean Franco. Editorial Océano – Debate feminista.Selección y prólogo de Marta Lamas.

Prácticas sociales y representaciones. Bajo la dirección de Jean-Claude Abric. Presses Universitaires de France (1994). Ediciones Coyoacán.

After Theory, Terry Eagleton. Penguin, 2004.

Miss Representation, Jennifer Siebel Newsom. Girls’ Club Entertainment, 2011.

“De la teoría(s) de las representaciones sociales a las mediaciones”, en revista Comunicación, Carlos Colina. Centro Gumilla, Venezuela, 2000.

“Silence Is a Woman”, en The New Inquiry, Wambui Mwangi. Junio 4 de 2013.

 

Favors

Ya, Mad Men es impresionante. Sus capítulos son como el cuento típicamente carveriano, todo va sucediendo con la normalidad esperada, pero después, en la historia paralela apenas sugerida, son también piglianos e incluso, algunas veces, asestan el puñetazo final como trilladamente recomendaba Cortázar.

En el último, una serie de sucesos que van escalando como una pirámide, algunos triviales, conducen a un momento doloroso y brutal: Sally observa a su padre cogiéndose a otra mujer.

Cogiéndose: con los pantalones enrollados en los pies y la camisa arrugada a medio abrir, en la cama de servicio, con la vecina de abajo. La imagen es humillante y violenta. El padre sorprendido en actitud animal (el padre que, para la hija, era bueno, puro, intachable). La niña que, sin ser mujer, pierde su inocencia para siempre. La línea que jamás debe cruzarse en la relación filial. Hay reglas no escritas, demasiado tabú, como la de ver a nuestros padres, o ser visto por nuestros hijos, durante el sexo. Además, hay algo que duele muchísimo: el descuido del padre. La negligencia que permite que ella observe eso, aunque la culpa no parezca recaer en él por entero. Pero recae, absolutamente. Tú me has permitido verte en ese estado y en ese momento humillante para ambos, y te has avergonzado, avergonzándome en el proceso. El descubrimiento, para ambos, se convertirá en recuerdo doloroso e ineludible.

Después del incidente, Don busca a Sally alzando la voz, con el tono altanero y hasta condescendiente con el que se dirige a sus hijos. Luego desciende en el elevador, el motivo constante. Esta vez, a un infierno sin retorno.


Ah, Don se quiebra de nuevo, pero este quiebre es ahogado, contenido: el descubrimiento de un nuevo abismo.

(Jon Hamm es un Actor: la ira se convierte en un sufrimiento que despierta tanta simpatía que es imposible no llorar con Don al comprender, como él, todo lo que acaba de perder.)

En el lobby, titubea. Pero no sucede, como leí en algunas reseñas, que por primera vez Don no sepa qué hacer. Es otra cosa. Don entra en una nueva dimensión, tan desconocida y hostil que una parte de él se divide en dos. No es la división entre Don y Dick: es la verdadera escisión de su ser.

Y Jonesy, que ha vivido un desdoblamiento similar:

…lo mira mientras Don, separado para siempre de la vida, se pierde en el caos de la ciudad (que, más bien, lo traga o absorbe).

Este reflejo imperceptible no es coincidencia. Mad Men sabe de subtexto. Abusa de él a veces. Y el tema de la temporada ha sido resumido en el poster:

…cuyo fondo -la ciudad y la presencia constante de policías- se sugiere mientras Sally anda en el taxi:


**Nótese que Sally, rumbo a su descubrimiento, asciende en el elevador.

(Paréntesis necesario: el episodio fue coescrito por Semi Chellas, coautora también de Far Away Places y The Other Woman, y dirigido por Jennifer Getzinger, directora de episodios tan fundamentales y complejos como The Suitcase y A Little Kiss).

Más momentos desgarradores suceden a continuación.

El primer encuentro entre Don y Sally. La mirada avergonzada, inocente, sometida:

La tensión, la incomodidad, la humillación y luego, lo peor: la ruptura de todos los paradigmas masculinos. A Don lo felicitan y lo adoran por ser como es (un traidor, un animal), de modo que la pérdida de la inocencia se convierte en una bofetada de realidad, de la verdad sobre los roles de los hombres y las mujeres.

Cuando Don la busca, la esperanza de que hable como un hombre y no como un padre, que se deje conocer por su hija, se va al inodoro cuando, otra vez, reacciona con su this never happened attitude (Hamm dixit). Con la condescendencia del padre, transfigurándose en mi padre, en el padre de todos. Don es la figura paterna universal.
(o: aquí)

Después, la puerta se cierra para siempre.

El post de Triquis, más personal, es obligatorio. Dice cosas que yo quisiera decir pero con un valor que no tengo.

Girls

Si Reality Bites (1994) era (pretendía ser) la voz de la generación X, Girls quiere serlo de la generación Tumblr. Los noventa están contenidos en Singles (1992), The Craft (1996) y Clueless (1995), por ejemplo. Los noventa son mallas arriba de la rodilla, camisas de cuadritos, Breckin Meyer, el soundtrack de Great Expectations, Billy Corgan en un Dodge. Girls, entonces, quiere ser American Apparel, Coachella, Brooklyn, cupcakes y tatuajes color pastel. Girls quiere ser esta generación y también sus pesares, aunque en esto no tenga tanto éxito puesto que no toda la generación vive en Nueva York ni tiene la capacidad de ser o parecer cool. Esto ya se ha apuntado. Es la cruz de Girls, de Lena Dunham: lo poco representativa que es, lo difícil que es identificarse con chicas neoyorquinas que sufren.

(pienso en Dawson’s Creek: el ficticio Capeside funcionaba como escenografía genérica del drama adolescente; en Girls, en cambio, Nueva York es un motivo y un símbolo.)

Podría ser un acierto o un error, pero Girls va a paso lento con la paleta de personajes que quiere tomar como estandartes de esta generación: artistas que se flagelan porque quieren ser mejores, escritores sin confianza ni futuro, mujeres con la cara de Bridget Bardot y el culo de Rihanna que visten en flea markets

Claro: todos son personajes muy neoyorquinos, en este nuevo Nueva York en el que las calles son como pasarelas y en el que es más probable que seas juzgado por tu elección de calzado que por tu color de piel. Esa ciudad donde es difícil sobresalir y triunfar, pues los que lo hicieron no cederán su lugar: se aferran como sátrapas a sus trabajos y a sus departamentos mientras los demás miran (la fantasía del departamento de renta congelada en Manhattan es una puntada de Friends). Por tanto, es más fácil rendirse en Nueva YorkEsta ciudad es un rack de ropa que ya está muy escogidito. Entonces, las hordas se dispersan a Brooklyn, donde fundan una nueva comunidad sustentada en las thrift stores y la comida orgánica. Girls sabe que la escena anda en Bushwick y que ya no hay placer en sortear límites morales. Los miembros de esta generación están cómodos en la indefinición, aunque no están exentos de pasión; tal vez incluso son demasiado apasionados y también poco realistas: tal vez quieren ser jóvenes por siempre, dice Girls.

Girls es femenina pero no trata de mujeres, en plural, y supongo que en el fondo ni le interesa. Tampoco trata de Lena Dunham, su creadora, sino del mundo que cree ver, esta pequeña porción de realidad en Nueva York, esta muestra (sesgada y privilegiada y demasiado blanca, ya se dijo) de lo que es vivir en la segunda década de este siglo. Todavía no sé qué obra (literaria, cinematográfica, musical) comprendió a los dosmiles, pero esta nueva década ofrece otra cosa y nuevas posibilidades de aprehender dicha cosa. En esta búsqueda, en este dejarse ir entre drogas blandas y trabajos segundones, hay alguna respuesta.

“Creo que puedo ser la voz de mi generación. O la voz de una generación. O una voz”, dice Hannah en el primer capítulo, como si en la duda se adivinara el fracaso y en la confesión, la confesión de Dunham. Su pretensión está puesta: la voz de una generación que nadie ha tenido el detalle de bautizar, o que no ha sido correctamente retratada.

(hay una película, Tonight you’re mine (2011), en la que dos músicos son esposados por un policía en un festival de música y al final, por supuesto, se enamoran. Los dos pueden clasificarse como hipsters con cortes de pelo asimétricos y ropa con animal print. Acá hay otro pedacito de esta generación. La generación Coachella. La generación Glastonbury. La generación Corona Capital.)

En una escena de Girls, Hannah redacta un tuit tres veces, el primero críptico (pierdes algo, pierdes algo), el segundo azotado (mi vida ha sido una mentira, mi ex novio tiene novio). De pronto, el shuffle de iTunes le pone Dancing on my own de RobynHannah, cuyo ánimo se estimula con la música, envía un esperanzador: todas las aventureras lo hacen.

(atención a los detalles: Hannah tiene 26 seguidores, 4,140 tuits y el último de ellos fue: acabo de tirarle agua a un pan para no comerlo, pero me lo comí de todos modos PORQUE SOY UN ANIMAL).

En esta escena, una porción de la juventud está representada, lo mismo en Nueva York que en el DF. El proceso de creación de un tuit. La generación que crea tuits, esa idea de la que Cliff Poncier de Singles, que batallaba como un mártir en el proceso de escritura de sus letras, se burlaría.

Algunas voces de esta generación salen bien retratadas en Girls: su talentoso Adam, el personaje más complejo de la serie y con el arco narrativo más interesante; su etérea, excéntrica (aunque aburridísima) Jessa; la Shosanna que en un momento de coraje grita everyone’s a dumb whore!; Marnie, la chica bella y concentrada, y Hannah (Dunham): la anti-heroína que es lo mismo detestable que entrañable y, por lo tanto, una protagonista original, fresca, humana.

Girls tiene el aroma de una galleta de Magnolia Bakery y de un tubo manoseado del metro neoyorquino. Aunque es un lugar común escribirlo, también es una carta de amor a Nueva York, esa ciudad que aún tiene barrios industriales en los que es fácil perderse y una playa que nadie visita y ciertas calles que aplastan el corazón, y que siempre, siempre será bella, a pesar de lo caro, a pesar de lo difícil que es vivir en ella.

 

**Esto salió originalmente en Conecta la TV**

 

La despedida de Kristen Wiig de Saturday Night Live

Nunca había llorado con Saturday Night Live. ¿Por qué me pondría a llorar con SNL? A lo mucho me enojo: cuando sus sketches son abiertamente malos, como el fanático que no puede perdonar un descenso de calidad y todo se lo toma personal, o cuando el invitado no me parece o no me cae bien, o cuando algo pasa, en fin; me enojo poquito, no realmente, y a veces me aburro y le adelanto y me salto a las partes buenas. En general, en las últimas temporadas, Saturday Night Live tiene la costumbre de mezclar fragmentos que son geniales con fragmentos que son penosos, horribles.

Pero el capítulo final de la temporada número treinta y siete fue una cosa aparte. Cada minuto fue un gran minuto. Mick Jagger se convirtió en el mejor host de la temporada: dio un monólogo conciso, a la antigua, nada de intromisiones de los actores o del público, ni de romper la cuarta pared. Fue Mick Jagger burlándose de Mick Jagger, sin perder el tempo ni el ritmo.

Luego vino ese sketch tradicional del programa sesentero Secret Word. Algo que me gusta de Saturday Night Live, y que algunos podrían tomar por un defecto, es que la estructura de sus sketches no cambia. Es inalterable. Sabes que en What up with that DeAndre Cole (Kenan Thompson, uno de sus mejores personajes en SNL) siempre interrumpirá a sus invitados y no los dejará hablar jamás, y que Lindsey Buckingham de Fleetwood Mac (Bill Hader, cuánto lo amo) siempre estará ahí, no hablará, se molestará, pero al final se reconciliará con DeAndre. Eso es reconfortante. Sabes que las ladies del Bronx (Amy Poehler y Maya Rudolph) siempre invitarán a jóvenes guapillos a su show y que se la pasarán quejándose de sus vidas y tirándole el perro al invitado. Y en ese sketch de la  palabra secreta, Kristen Wiig es la actriz venida a menos que siempre enumera  fracasos pasados y que no se sabe las reglas del juego y que siempre la caga. Y adoras el sketch por eso. Y en perspectiva, sabes que es la última vez que lo hará y algo dentro de ti se rompe.

Nota adicional: en ese sketch, Mick Jagger es una especie de pimp amanerado. En el siguiente, van a un karaoke donde cada imitación de Mick Jagger es peor que la anterior, y sin embargo los amigos creen que son geniales. Mick Jagger, en el papel de un ñoñazo, se queja tímidamente de cada una. En otro sketch rarísimo, telenovelero (The Californians, recurrente), Mick Jagger es un californiano de pelo rubio y acento del west coast. Es adorable. Es gracioso. Pero también es Mick Jagger. Es el host y el musical guest en uno: canta con Arcade Fire, Foo Fighters y Jeff Beck, que son invitados, pero también sus alumnos.

Otros elementos notables: uno de los personajes más queridos de Kristen Wiig es Dooneese, una chica de manitas horrendas, que canta con sus hermanas y es una desgracia. Aquí en un sketch para la posteridad donde acosa a Will Ferrell. El chiste es que Dooneese nunca consigue al hombre y lo persigue desde su fealdad, que no es autocrítica. Pero en ese último capítulo donde Kristen Wiig aún fue parte del elenco de Saturday Night Live, el hombre a perseguir fue Jon Hamm, un italiano cantor. Y como si Dooneese mereciera un destino feliz por ser ésta su última aparición, el italiano poco exigente la acepta. Y juntos rompen las burbujas de la escenografía de PBS, felices. Un final digno para un personaje grotesco que todos adoramos.

 

Jon Hamm es Don Draper, el personaje más viril de la televisión. Pero también es Jon Hamm, nuevo consentido de Saturday Night Live (y en general, de la televisión en vivo gringa). Cuando a principio de la temporada estuvo Lindsay Lohan, y todos temían que fuera la desgracia que efectivamente fue, Jon Hamm fue el back-up host. Le dio vida a un episodio penoso en el que Lindsay leyó todas sus líneas mal, con una cara hinchada y triste. Además, Hamm es amigo querido de Kristen Wiig. Tenía que estar ahí, en su despedida.

Entonces llegó esa despedida. Kristen se graduó con honores. Hubo una ceremonia real, en la que Mick Jagger fue el maestro. Kristen bailó un vals con sus compañeros. Llegó Bill Hader, su otro camarada fiel. La pareja neurótica de Adventureland. Hader le dijo algo al oído. Kristen empezó a llorar. Yo empecé a llorar. Es absurdo, es tonto. Es un programa de sketches. Pero también conmueve. Hubo en ese episodio todo lo que un seguidor espera. Estuvo Steve Martin, que es como el Empire State de SNL. Estuvieron Rachel Dratch, Chris Parnell (en su última aparición en un Lazy Sunday, evocando al primero de los SNL Digital Shorts), Amy Poehler, Chris Katan. Estuvo Lorne Michaels a cuadro, bailando con su alumna más distinguida. El abrazo de Jon Hamm a su amiga.

Me voy a permitir llorar un poco.

 

Ocho años de amar a Kristen Wiig. La primera vez que llamó mi atención fue cuando vi a su one-upper Penelopela tipa que si has viajado a Italia fue a Japón, que si tienes ocho gatos tiene trece, que si sabes tocar la guitarra puede hacerse invisible y que, al final, cuando nadie la ve, realmente se hace invisible. Recuerdo esa primera vez y lo que pensé: una comediante talentosa. Sutil y aparatosa a partes iguales. Lo que sucede es que el talento femenino escasea en Saturday Night Live. Tina Fey no era graciosa al actuar, no tenía el rango actoral que Amy Poehler sí, pero era la escritora brillante y hacía reír desde el intelecto. Ellas ya no están, Maya Rudolph tampoco. A Jenny Slate la corrieron porque dijo un fuck en vivo. Las que quedan no lo han logrado del todo, a lo mejor porque viven opacadas por la sombra de Wiig (aunque a mí me gusta Nasim Pedrad).

En esta temporada, la número 38, hay nuevas adquisiciones. Ninguna ha logrado brillar salvo Kate McKinnon, a la que se le veía futuro en un par de capítulos de la temporada pasada. Ahora, es evidente que será el relevo de Kristen: ya aparece en casi todos los sketches y su cara es graciosa y se está dando a conocer (además, ostenta el dudoso honor de ser la primera mujer abiertamente lesbiana en el reparto de SNL). Cuando Kristen se fue, me resultaba triste pensar que por primera vez en casi cuarenta años, Saturday Night Live podría empezar una nueva temporada sin comedia femenina fuerte (afortunadamente, no es el caso).

Wiig ahora perseguirá una carrera en cine. No le irá mal, pero dudo que brille. Su talento reside en su capacidad para imitar (es la mejor Drew Barrymore de todas). Para la farsa y la exageración. Para los gestos. Para los personajes extravagantes. Me pregunto si podrá lucir ese talento en personajes de largo aliento. Tal vez, después de mucho intentarlo, regrese a la televisión, reducto de los comediantes de amplios rangos. En el futuro, volverá como invitada de Saturday Night Live, en algún capítulo especial, y revivirá la magia. Es raro, pero espero más ese momento que todo lo demás. Porque los personajes despiertan emociones. Y la despedida de Kristen Wiig significó despedirse de un conjunto de personajes. Al final, no te despides de ella, sino de estos amigos imaginarios.

 

**esto salió originalmente en Conecta la TV**
 
 

Don Draper, el hombre con miedo de morir

We’re flawed, because we want so much more. We’re ruined, because we get these things, and wish for what we had.

Don Draper

 

Al inicio de la cuarta temporada de Mad Men (Public Relations), un reportero le pregunta a Don Draper quién es. Aunque se proclame, Mad Men no se trata sobre el hombre que Don Draper es, sino sobre el hombre que quiere ser, que fue.

Public Relations marcó el resto de la temporada con una nota que era brillante en lo profesional y oscuro en lo personal: Don logró labrar algo con sus manos, completar el círculo del hombre que se hace a sí mismo y a su negocio, pero al mismo tiempo está solo y pasa los días en la misma cama, ahogado de borracho, con mujeres que no conoce, que no le interesa conocer. La quinta temporada, en cambio, se revela como el negativo: Don es feliz (claro que no es feliz) y todo a sus costados se derrumba. Como recién casado, es despreocupado e irresponsable, aunque intuye que se acerca a su ruina profesional. Es difícil reconocer en él al Don Draper que le truena los dedos a unos clientes potenciales que no entienden, no quieren entender que el mundo cambia, que la modernidad ha llegado y hay que subirse a su cresta.

Esa maravillosa última escena de Public Relations en que Don accede a prestarse a otra entrevista y despliega todo su encanto mientras narra cómo decidió empezar de cero, creándose y viviendo la historia del hombre que quiere ser (aunque no lo sea), dejaba la ilusión de un tiempo mejor por venir.

A mitad de la última temporada, el tema es otro. Cada personaje atraviesa una transición íntima: Pete se está quedando calvo, abatido por su vida suburbial; Joan se convierte en una madre que es soltera y que trabaja; Peggy, que se encuentra en su clímax intelectual, descubre que para las mujeres de su época había siempre una pared insalvable. Y Roger vive la derrota y la infelicidad, pero las vive a su modo, nunca deja de ser delicioso. Es el primero de los personajes en meterse LSD. Antes de sentir los efectos del ácido, lee el papel que le han puesto en la mano y que dice su nombre, su dirección y, en letras mayúsculas, la frase: PLEASE HELP ME. La secuencia no aprovecha las obvias ventajas visuales de la percepción distorsionada; en cambio, se concentra en las reacciones que suceden. El resultado es una escena misteriosa e inquietante.

Don creía que los adolescentes no lo saben, pero tienen miedo a morir. Ahora él lo sabe, acaso porque se da cuenta de que la modernidad lo ha alcanzado, no, lo ha dejado atrás. Don es, esencialmente, un hombre chapado a la antigua en un mundo que cambia con demasiada rapidez. Don Draper, self-made man, por primera vez siente la escisión entre la época que vive y él mismo. En un concierto de los Rolling Stones, se aparece con traje y sermonea a una chica a go gó. Quiere entender lo que ya se le escapa. Pronto será anticuado.

La quinta temporada ha gravitado alrededor de estos temas: el tiempo y su velocidad, la decadencia, el cambio inevitable. Para Pete, es la convicción de que un hombre que tiene una esposa y una hija y que vive en los suburbios, en realidad no tiene nada: no tiene el respeto de sus iguales, no es un hombre todavía. Y en Don es una rara espiral, una simulación. Abandona a su esposa en un restaurante en medio de la carretera y vuelve para creerla muerta; entonces maneja con los ojos inyectados, se lo lleva el diablo: no teme tanto perder a la mujer que ama como a la idea de ella, y la seguridad de que ella es la última oportunidad de respirar, de pertenecer al mundo.

Es común señalar a Mad Men como una serie efectista en lo estético, que crea atmósferas que a su vez generan tramas y no al contrario, como sería lo narrativamente correcto. Sin embargo, en los últimos episodios, la belleza ilusoria de los sesenta se ha deslavado.

La primera mitad de la década se queda atrás –igual que sus personajes– ante la modernidad. Hay ahora un mundo que pierde sus destellos. Algunas tomas en exteriores revelan un Nueva York sucio y peligroso, como un presagio de las calles que Robert DeNiro recorre en Taxi Driver. Para Don, Nueva York es una ciudad en decadencia. Para Sally Draper, Manhattan está sucia.

Mad Men basa su juego en los paradigmas: crea nostalgia por otro tiempo, revive ideales. Don simboliza la idea del padre. El tipo que fuma entre las sombras, que está agobiado pero que nunca se derrumba, y si lo hace es digno y al minuto siguiente lo deja atrás, como los hombres que no gastan su tiempo en mirar al pasado. Don Draper es el proveedor, el solucionador, el hombre que es el padre lejano, la fuente de conflicto y recriminación eternos. En su derrumbe está una historia acaso personal de Matthew Weiner, el creador, que por su universalidad resulta sobrecogedora. Puede ser porque muchos, al ver a Don, ven a sus padres. Y entienden que ellos también, como Don, tienen miedo a morir.

Esto salió primero aquí.

 

Tina Fey y la nueva generación de comediennes

1.

En 2008, en plena carrera interna de los demócratas, Tina Fey se apareció como invitada al segmento Weekend Update de Saturday Night Live para una nueva entrega de su Women’s News. Centrada en historias de mujeres, con una brevísima dosis de defensa de género, Women’s News apareció en la época en que Tina Fey y su camarada, Amy Poehler, eran conductoras del tradicional noticiero (la primera vez que dos mujeres lo hacían desde la creación del show en 1975). Pero ese sábado de febrero de 2008, Tina Fey quiso dar un espaldarazo a Hillary Clinton como la primera candidata con posibilidades para llegar a la presidencia y dirigió su ataque contra los que llamaban a Hillary una bitch.

La frase con la que terminó fue ésta: bitch is the new black.

El sketch estuvo chistoso pero también fue un error, pues en lugar de reivindicar el peso de la mujer en los ámbitos más competitivos (¿y hay algo más competitivo que una contienda presidencial?), terminó convertido en una ratificación descarada de la señora Clinton, sin que Fey se lo propusiera[1].

Pero lo importante es que una vez más, en una nueva causa, aparecía el leitmotif básico de Tina Fey: el feminismo no como recurso para el chistorín, sino como un discurso serio. Un feminismo básico para las masas, lecciones de humanismo a través de la televisión.

Ya que los personajes feministas no ayudaban a la causa, alguien tenía que llevar estos asuntos al imaginario. Fey no tenía aliadas poderosas. Pienso en Lisa Simpson, la niña genio de ocho años, feminista, vegetariana y liberal, que a fuerza de defender sus causas con ardor exasperante acabó convertida en una party pooper neurótica.

El bitch is the new black puede no ser la mejor proclama feminista del mundo; de hecho, podría pasar por un argumento sexista y racista en un contexto más severo. Algunas semanas después, tal vez para nivelar sus afectos pero conservando la tradicional posición demócrata de SNL, Tracy Morgan apareció con el contraataque, declarando que Obama estaba en la contienda por sus logros y no por ser negro. Bitch may be the new black, but black is the new president, bitch.

Una frase que Tracy Morgan dejó caer con su encanto mitad ingenuo mitad badass.

 

2.

Lo que distinguió a Tina Fey de sus colegas, mientras fue jefa de escritores de Saturday Night Live, fue el tino que siempre tuvo para hacer el comentario adecuado cuando éste se necesitaba, sobre todo cuando hablamos de audiencias amplias. Mientras comandó, trató siempre los temas delicados sin censurarse ni dulcificar su voz, pero lo hizo siempre con gracia e inteligencia.

Sentó un precedente: la mujer inteligente detrás de la comedia, que poco a poco generaría secuelas.

Cuando imitó a Sarah Palin, la líder del movimiento Tea Party y candidata republicana a la vicepresidencia en 2008, aprovechó para hacer el comentario que era más pertinente, y que aplica en México para las campañas de 2012.

En el sketch están Tina Fey como Sarah Palin y Amy Poehler como Hillary Clinton. Tienen un mensaje para el público sobre el sexismo imperante en la campaña. Cada diálogo es un pimpón de elocuencia en el que Sarah Palin queda como la tonta fanática religiosa, cuyo concepto de relaciones internacionales consiste en poder “ver Rusia desde su casa” y Hillary, por el contrario, es presentada como la mujer que trabajó muy duro para conseguirse un lugar en la política y cuyas ilusiones fueron aplastadas por Obama. Liviandad de espíritu contra ira, en una situación política determinada. Al final, siguiendo el chiste pero con un gesto súbitamente serio, Poehler concluye: It is never sexist to question a female politician’s credentials.

La misma Fey, en su libro Bossypants, admite que esta frase fue la tesis y argumento de lo que intentaron hacer durante seis semanas con las parodias de Palin y Clinton. Un sketch sobre feminismo envuelto en bromas, “como cuando Jessica Seinfeld esconde espinacas en los brownies de los niños”.

Es como si con sus diálogos, Tina Fey aleccionara a sus televidentes, les enseñara a reflexionar a través de la comedia. Todo mientras demuestra un hecho que ya no debería intentar demostrarse: que las mujeres son graciosas. Que ellas solas pueden soportar el peso de un show. Como prueba están ella misma en 30 Rock y Amy Poehler, otro ícono del feminismo pop, que en Parks and Recreation se gana el pan dando lecciones de civilidad y ciudadanía. Ambas, con humor y con inteligencia, integraron un discurso marcadamente feminista en su obra, que además se atrevió a ir más allá del tema de género.

3.

Hay un sketch que atesoro: Bernie Mac (q.e.p.d.) y Tracy Morgan están en un cine a punto de ver The Pianist, a la que entraron porque ya no había boletos para “la de Vin Diesel”. Durante toda la película se la pasan comentando en voz alta y molestando a los asistentes, retratados con tan mala tinta que el estereotipo del negro ignorante (pero súbitamente conmovido por la historia de Wladyslaw Szpilman, un judío que al parecer no es tan diferente de los negros) profundiza un comentario que pocos shows se atreven a hacer[1].

Si el SNL presidido por Seth Meyers (discípulo ejemplar de Fey y actual jefe de escritores) se regocija en la nota coyuntural, que pese a su filo inmediato pierde vigencia con el paso de los meses, el SNL que Tina Fey comandaba trataba siempre los grandes temas americanos con entusiasmo y arrojo.

En el mencionado sketch hay que ver cómo, cada vez que termina de pelearse con un miembro de la audiencia, Bernie se vuelve a Tracy y le pregunta, con el tono amenazante pero a la vez fraternal de algunos miembros curtidos de la comunidad negra, did he touch you, did he touch you?

Esa era Tina. La pluma se le notaba, pues no hablaba de estas cuestiones desde una white guilt que es lugar común, sino como una ghetto más, una niña griega con una cicatriz que le atraviesa la mejilla que vivió, por este motivo, suficiente marginación mientras crecía.

4.

Al irse Tina y Amy, SNL dejó la comedia femenina a cargo de Kristen Wiig. Su forma neurótica de interpretar neuróticas le ha dado una fama de comediante que no es estridente, sino contenida, de mucha comedia física (los gestos, las miradas, los tics, el movimiento corporal). Ella y Maya Rudolph, acaso emulando la mancuerna Fey-Poehler, son el nuevo dúo femenino dinámico. Bridesmaids recaudó casi 300 millones de dólares internacionalmente, demostrando que a la gente sí le interesa reírse un rato con aventuras de puras mujeres (más una dosis de humor escatológico).

Según Fey, mientras estaba en The Second City, el teatro de improvisación de Chicago donde debutó (y conoció a Amy Poehler), un director le dijo que nadie quería ver un sketch con dos mujeres. El de Palin y Clinton fue visto por diez millones de personas en vivo.

Me gusta pensar que a lo mejor, quién sabe, ya estamos listos para reírnos de las mujeres.


[1] A menos que hablemos de otro gran show al aire: Community, donde Jeff Winger (Joel McHale) declara, respecto a esa insistencia enfermiza por ser multiculturalmente incluyentes,“not being racist is the new racism”.


[1] Aquí hay una transcripción del segmento.

 

entrada original en Letras Libres 

Apuntes sobre Urban Matrimony and Sandwich Arts

Todo lo que está mal en este episodio:

1. Hacerlo Shirley-céntrico. Vamos sincerándonos: Shirley, luego de Pierce, es el personaje menos simpático de la serie. No porque sea una señora. No porque sea negra. No porque sea cristiana. Al contrario, esos tres elementos la hacen distinta, única y posiblemente fascinante. Pero Shirley habla como tarada, y las personas que hablan como taradas deberían tomar lecciones de dureza con algún ex convicto. Cada que hace su vocecita me dan ganas de que algún personaje le dé un ponchazo y la enseñe a hablar.

Shirley no me molesta. Estoy con los que afirman que su presencia en Community es muestra de liberalismo, que por primera vez en el medio un personaje cristiano es respetado, explorado, mostrado en toda su complejidad, y no como motivo de burla (ya tenemos demasiados escritores demócratas).

Creo que fue un error volver de un hiatus extendido con un episodio que se centra en un personaje poco empático. Además, con tantas ambigüedades: cuando el esposo le grita que su lugar es en la cocina, uno piensa que la boda siempre fue un error, porque André es un machista y además un cuernero. Pero cuando ambos entienden que las promesas se hacen todos los días y que las personas cambian, ¡oh Dios! ¡Ese matrimonio debe llevarse a cabo en cuanto antes!

En la universidad también teníamos una amiga así, ¿y saben qué hacíamos? La abríamos.

2. A estas alturas, el conflicto irresuelto de Jeff con su padre ha quedado más que comprobado. Hacerlo sufrir una catarsis borracha no le agregó más capas al conflicto, tal vez al contrario.

3. ¿No Chang? ¿En serio? ¿No Chang?

Todo lo que está excelso en este episodio:

1. Referencias oscuras a la cultura pop antes de los créditos: cuando Pierce entra y Troy le pregunta:

Why do you look like a wealthy murderer?

American Pyscho 101.

Christian Bale sentiría celos.

2. Britta. Es increíble cómo en los primeros episodios me parecía un personaje chocantísimo, pero cada vez, a fuerza de bullying constante (you’re the AT&T of people y el verbo brittearla), conservó su esencia pero se hizo humana. Tiene ideales. Es izquierdosa. Si viviera en México pasaría su tiempo libre en Coyoacán y Tepoztlán. Fuma marihuana. Gillian Jacobs ha hecho un gran trabajo de comedia con ella.

2. Troy & Abed, que fácilmente son lo mejor de Community.

Troy and Abed being normal.

Qué alegría reencontrarse con la peluca del papá de Pierce al salir del Dreamatorium, después de saturarse de weirdness.

Pero lo mejor es esos momentos en que Abed, por amor a la comedia, decide ser normal (el más famoso es en ese episodio de My dinner with Andre/Pulp Fiction). Siempre que lo hace logra verse guapísimo:

3. El clásico Shut up, Leonard.

4. Dean Pelton.