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(Abril 2018)

Se me subieron los piojos la penúltima vez que fui a Uruguay. Fui y volví en el mismo día porque expiraba mi visa de turista; crucé a Colonia del Sacramento a principios de febrero, era verano a pleno, y me tumbé en la arena de la primera playita que encontré, sobre una toalla que llevaba para tal fin y además para secarme después de nadar en el río: aunque me adentrara durante metros y metros, el agua –fría, color caramelo (color excremento)– me llegaría a las caderas, y las piedras se me enterrarían en la planta de los pies. Había un club de verano junto a la playa. Niños, de un grupo amateur, en kayaks plásticos. Un perro que también se había metido al agua y dos amigas argentinas que reían y jugaban, y tres amigos adolescentes más tarde y, a lo lejos, algunos barquitos inamovibles. Yo me había comprado un pancho y una botella grande de cerveza Patricia. Comí y bebí con los audífonos puestos, y me saqué el short y la blusa y me acosté y me dormí; dormité por horas bajo la sombra precaria de un árbol. Despertaba para entrar al río y flotar un poco, de muertito, bajo el sol quemante y deliciosamente contrastante con lo frío del agua, y volver a mi sitio en la arena, y dormir más, hasta que a eso de las cinco de la tarde me levanté y fui al faro, y subí hasta la cima, y bajé y caminé hasta no sentir más las piernas ni los talones, tomando agua con gas y sudando copiosamente, con un parpadeante dolor de cabeza y los hombros adoloridos por la mochila, a todo lo largo y ancho –que tampoco es mucho– del pueblo, por la marina y el muelle y las calles empedradas y la avenida repleta de comercios y la antigua estación de tren y la orilla del río, de día y luego durante el crepúsculo, reconociendo un lugar vagamente recordado de un sueño que yo había recorrido, con el cuerpo, ocho años atrás.

Pero en el ferry de regreso, en la hilera de asientos donde había intentado estirarme y dormir, la cabeza apoyada en el vidrio empapado que revelaba puro negro aunque afuera había marea y cielo, sentí, por primera vez, el prurito. Una comezón persistente en el cuero cabelludo. Se la atribuí al agua del río. El agua contaminada por aceite y gasolina (nafta, en rioplatense). Por perros y la e.coli. El agua color excremento.

Dos semanas después, cuando una amiga me explicó que en esta parte del mundo son comunes las plagas de piojos durante el verano, y tras leer en internet que los piojos sobreviven en la arena caliente y es común llenarse de ellos en las playas, me revisé con lupa y a contraluz. Tenía unas semillas en el pelo. Como alpiste. La picazón a esas alturas era insoportable. Había tomado antihistamínicos, me había lavado con vinagre de manzana, con bicarbonato de sodio, con té de manzanilla puro. Había pensado, durante días, que se trataba de una alergia. Pero no. Eran piojos. Piojos, es decir organismos vivos, que se alimentaban de mi cuerpo y me irritaban la piel y me caminaban mientras yo dormía. Los que nunca tuve de niña, contraídos de grande en una playa uruguaya.

Uruguay siempre me caga la vida.

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(Párrafo sobre el brote que comenzó en Uruguay, reservado).

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Ta

Quiero recordar Uruguay. Tengo mis entradas de diarios, los recuerdos todavía frescos, las observaciones que, al formularlas, me parecieron dignas de ser fijadas. Pero no ha habido el tiempo, las horas pasan y siempre algo urgente, necesario, impostergable. O quizás no he querido enfrentarme con el recuento porque ya pasó un mes y el sentimiento se ha transformado. Sin embargo, otra vez, Uruguay me dio todo. Sol y caminatas por la rambla y conversaciones y el sentimiento de que ahí el ritmo es otro, las preocupaciones son otras, el entendimiento es otro y es posible conocer a los demás y dejarse conocer.

¡Aquí todo ha pasado! Mi realidad es tan distinta ahora.


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República Oriental del Uruguay

El lunes por la noche, confundida por mis planes próximos, tomé la resolución espontánea de irme a Uruguay. Me levanté a las seis de la mañana, dejé una nota y partí hacia Puerto Madero.

El viaje en buquebus, un ferry inmenso de dos pisos, duró unas tres horas. Leí, escribí, me asomé a la cubierta, donde el Río de la Plata divide a ambos países con su franja de agua, y me dormí. Cuando abrí los ojos, llegábamos al puerto de Colonia.

La pequeña ciudad uruguaya causó una gran impresión en mí. Días antes, abrumada por la perspectiva de viajes larguísimos a tierras lejanas, las contantes llamadas a Banamex e Ixe, el adelanto de efectivo que se escurría como agua en mis manos y cierta melancolía que no me abandonaba, había llegado a sentir un cansancio atroz. Supongo que a todos los viajeros les pasa, sobre todo a la exacta mitad de su viaje: no es tanto el famoso homesick como una sensación de que algo está fuera de lugar. No diría que me dieron ganas de regresar, sino que perdí cierto entusiasmo por seguir viajando.

Y de pronto, mientras caminaba por las calles de estilo portugués de Colonia del Sacramento, toda la emoción volvió a mí. Uno nunca deja de sorprenderse, no cuando se descubren sitios tan hermosos como éste.

El casco histórico de Colonia, uno de los asentamientos más antiguos de Sudamérica, es muy pequeño: su totalidad se recorre en una hora. Está todo rodeado por el río y sus calles son de piedra, llenas de árboles. Como cambié pocos pesos argentinos, estaba limitada de recursos: comí empanadas y manzanas en un parque, luego renté una bici y recorrí todos sus senderos. Fue una de las tardes más felices de mi vida, pues la belleza de un lugar así puede alegrar al corazón “más frío del universo, oh”.

Calle de los suspiros. Creo que me estafaron porque no suspiré ni un poquito.

 

Acá con mi súper bici rentada por treinta pesos “uruguashos”

 

Semejantes imágenes no merecen pies de foto jocosos. Además no se me ocurre ninguno.

No era mi plan original quedarme a dormir, pero decidí hacerlo de último minuto. En el hostal conocí a una pareja de australianos con los que charlé un rato. Me contaron que llevaban una semana en Sudamérica, y que iban a recorrer todos los países hasta subir a México por los próximos seis meses. Les pregunté a qué se dedicaban, y me dijeron, pero después agregaron convencidos: we are professional travellers. Me di cuenta de que para muchos esto no se trata de simples paseos, sino de un modo de vida. Tuve que pensar qué era para mí este viaje, y creo que aún lo estoy decidiendo.

Por la mañana tomé un autobús a Montevideo. Mi plan era pasear unas horas y regresar por la noche a Buenos Aires, pero también me di cuenta de que no tenía caso, así que me quedé de nuevo en otro hostal.

Montevideo es una ciudad melancólica. A pesar de ser una capital federal, me sorprendió lo solitarias que están algunas calles. Casi no hay tráfico, hay mucho viento y oscurece poco después de las nueve de la noche. A pesar de esto, pude hacer algunas conclusiones apresuradas: los uruguayos son más reservados y callados que los argentinos, carecen de esa altivez y desenfreno que tienen los porteños. Por otro lado, paradójicamente, los hombres son más coquetos: no tienen reparo en lanzar piropos desde el coche o desde la ventana, y con esto reactivan en un trescientos por ciento la autoestima de la piropeada.

Willy me había contado que los uruguayos tomaban más mate que los argentinos, y de forma desquiciante (por ejemplo, que lo cebaban mientras conducían o entregaban las cartas montados en una bicicleta). No lo descreí, pero cuando llegué al Uruguay tuve que admitir que mi buen amigo se quedó corto.

Los uruguayos no toman mate: hacen de ello el centro de su existencia. Caminan por la calle agarrados del termo, bajo la axila, como si fuera una prolongación de su cuerpo. Lo beben como agua de uso, con una naturalidad e insistencia que no hace menos extravagante la venta de mates, materas, boquillas y paquetes de hierba mate en todas las presentaciones posibles cada dos metros.

Las calles de Ciudad Vieja son angostas y largas, y de alguna forma todas llevan al puerto. Hay una vibra de algo antiguo y elegante en sus edificios venidos a menos, de colores grises con manchas de humedad.

Al cabo de una larga caminata ya había hecho mi resolución: si alguna vez me exilio, elegiré Uruguay para vivir.

Palacio Legislativo

 

Plaza Independencia de noche. Jugando con los colores de la cámara.

Uno de esos edificios antiguos, semi-descuidados, hermosos, de Ciudad Vieja.

 

 

Por la mañana caminé en la playa, de agua helada, cerca del barrio de Pocitos.

Anecdotario Jocoso:

En mi dormitorio había cuatro chilenos. Uno de ellos se parecía a Claudio Valenzuela y me hablaba de usted: “¿Lleva mucho tiempo en Uruguay? ¿Le ha gustado? ¿Va a regresar a Buenos Aires después?”

Me contaron que al día siguiente se irían a Colonia en autobús, y luego de ahí tomarían un ferry a Buenos Aires. Yo partiría directo de Montevideo.

En la noche dejé mi iPod conectado al cable conectado al adaptador de usb conectado al adaptador del enchufe uruguayo conectado al enchufe uruguayo, que era algo como esto:

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Por la mañana sólo tomé el “aipaaad” y, luego de desayunar con todos los otros huéspedes y de decir algunas chabacanerías, me largué a caminar. Cuando volví, no estaban ni mi cablerío ni los chilenos. Tanto la dueña del hostal como yo pensamos que los tomaron sin querer, así que me dio el correo de uno de ellos para ver si lo podía contactar en Buenos Aires o, ya de plano, en Santiago.

Estoy harta de ser tan estúpidamente distraída, y de perder las cosas todo el tiempo (la otra vez dejé mi diario con pensamientos máximos y profundos en un locutorio, maldita sea) (pero lo recuperé). Decidí no satanizarme tanto y me fui al terminal. De ahí salió un bus de nuevo a Colonia, y de ahí un Seacat a Buenos Aires. La mitad del camino leí, y la otra mitad me dormí. Cuando arribamos al puerto, cansada de largas filas, esperé en mi lugar hasta que el ferry se vaciara por completo. Cuando me levanté, los chilenos venían por el mismo pasillo. Jamás se me hubiera ocurrido que tomarían el mismo ferry. Antes de decir nada, uno de ellos sacó mi cablerío y me dijo “¡Mira!”.

Fue fenomenal y me hizo sentir menos estúpida.

Sección de letreros chistosos:

Este letrero sólo puede tener sentido en esta parte del mundo.

 

 

Estamos de acuerdo en que todo este comercio, que no sé ni de qué era, sería un enorme albur en México.

Perspectivas a futuro:

Creo que visitar la tierra de Onetti, Benedetti y Galeano me dio un segundo aire, y refrescó mi perspectiva del viaje. Aún me faltan los trayectos más pesados, que serán una prueba de resistencia para mi cuerpo y mi mente. Pero también falta lo mejor: las cascadas de Iguazú, el glaciar de Perito Moreno, los Andes, Machu Picchu… Las glorias sagradas del continente. Tengo otra vez la energía. En una hora, por ejemplo, parto hacia Puerto Iguazú. Treinta y cinco horas de viaje en total, ida y vuelta, pero valdrá la pena, estoy segura. O eso quiero pensar. Me reportaré si no pierdo la cabeza.

 

(entrada original)