En mis últimos días en Cartagena pasé el tiempo paseando por la ciudad amurallada, mirando hacia el mar, sabiendo que era tiempo de partir. El jueves salí rumbo a la terminal a eso de las nueve de la mañana, y cuando llegué ya no había autobuses directo a Venezuela -ni a Caracas ni a Maracaibo. Según mi fiel amigo Google, mi otra opción era partir rumbo a Maicao y de ahí cruzar tranquilamente a la tierra del tequeño y el ron auténtico de piratas.
Tomé una buseta Expreso Caribe, un viaje que me pareció infernal de casi nueve horas, en las que paré en cada lugar en el que ya había estado antes, pero ahora como a través de un cristal. Para añadirle dramatismo a mis desgracias, ya no traía pesos colombianos, y en el camino me comí un kilo de mandarinas para paliar mi dolor (y porque era para lo único que me alcanzaba).
Llegué a Maicao de noche, casi a las nueve, y en el pueblo no había terminal, como pensé primero, sino una calle miserable llena de comercios y gente vendiendo chorizo y arepas. En cuanto me bajé, un tipo me preguntó si iba a Maracaibo, y enseguida tomó mi mochila y la metió en la cajuela de un coche tipo lancha, un Malibú setentero que se caía a pedazos. Yo intenté resistirme, pero pronto descubrí que era la única opción: el viaje me costaría 80 bolívares y me dejaría en Maracaibo, desde donde podría tomar un bus a Mérida -la que, pensé, sería mi primera parada venezolana.
Me consoló saber que viajaría con otros cinco pasajeros, entre ellos una casi adolescente de mirada furtiva, y una señora que no se subió a la lancha sino hasta que se terminó su café tinto. El chofer pasó todo el camino diciendo que él no acostumbraba hacer esta ruta de noche, porque era muy peligrosa, pero que llevaba tres días sin comer y había decidido no fijarse en los detalles. Un puesto de control tras otro, hasta que llegamos a las oficinas de migración. En la primera parte mostré mi pasaporte, se me preguntó qué hice en Colombia (“vacacionar”, contesté con un tono muy casual), y salí de ahí como si nada.
Fue hasta el segundo puesto que ocurrió la desgracia. Para este punto, yo sabía que no podías viajar sin perder algo, que los viajes placenteros y sin contratiempos sólo existen en la mente del que no viaja. También tenía una lejana idea sobre algún impuesto fronterizo, y cuando el policía me dijo que tenía que pagar 50 dólares por “el convenio entre México y Venezuela”, no dudé y sencillamente lo hice. No hubo resistencia de mi parte, no hubo escepticismo, no hubo un “¿qué te pasa, hijoeuputa? ¿Qué tú crees que yo soy una pendeja ingenua sin idea?”. No lo hubo. Sólo caminé hacia la lancha, saqué mi mochila y busqué el billete de 100 dólares. Mientras lo buscaba entre mis calcetines y mis playeras, la señora del tinto me apuraba. “No quiero dormir en el terminal de Maracaibo, ¿por qué no tienes tus cosas a la mano, niña?”. Yo no escuchaba. Sólo pensaba en el billete, en el impuesto y en la pérdida.
Convenientemente, el policía no tenía cambio de un billete de cien dólares. Me dio cien bolívares fuertes y me sonrió, como el beso de Judas. Yo sabía que estaba siendo estafada, pero algo en mí me impelía a actuar mansamente y obedecer. No dije nada.
En la lancha todos me preguntaron cuánto me cobró y enseguida me hiceron notar, de forma repetitiva si he de ser detallista, que me vieron la cara. Yo no quería saberlo, aunque lo supiera. No pensaba en los casi 80 dólares que había perdido, ni en lo fácil que había sido para el policía, sino en cuánto deseaba que todo acabara de una buena vez. El tipo tenía un arma, y aunque no tengo experiencia al respecto, si la tuviera ella me diría que nunca debes negarte ante un hombre armado. Además, trataba de ser positiva: el policía había resulto involuntariamente el problema de los bolívares que había de pagarle al chofer de la lancha-taxi-colectivo.
El camino a Maracaibo fue pesado e incluyó una carga de gasolina en una casa con las luces apagadas, donde se dedicaban al contrabando de gente. Incontables retenes donde a cada tanto tuvimos que mostrar nuestros documentos, y hasta una revisión exhaustiva de nuestro equipaje. Una carretera llena de huecos y sin señalizaciones. Los comentarios del chofer, siempre catastrofistas, y la hostilidad de mis compañeros de viaje, tan acostumbrados al cruce fronterizo.
En el terminal no había buses ni para Caracas ni para Mérida; de hecho, no había buses en lo absoluto. Dejé mi mochila en la sala de espera y me resigné a esperar hasta la mañana siguiente. Charlé un rato con un taxista, un negro de ojos bondadosos al que terminé contándole el robo del que fui parte, y que me contó de sus hijas y hasta me ofreció su casa para pasar la noche. Me negué primero, pero supongo que habría terminado aceptando si hubiera insistido más. Le dije que no sabía si ir a Mérida (quería pasar a la famosa heladería Coromoto y turistear un poco por la ciudad andina) o a Caracas directamente. Me dijo que tenía que decidir qué haría, y sólo farfullé que quería ver a mi amigo (el camarada) y de ahí decidir.
-Lo que usted quiere es el calorcito de una cara conocida.
Cuando lo dijo quise llorar, porque era cierto. Qué ganas quedaban de turistear después del robo y el viaje. Acordamos vernos a las seis de la mañana para que me llevara a un cajero (yo sólo tenía cuatro bolívares en el bolsillo, suficientes para un tequeño gigante), y me acomodé en una silla. Pronto me dormí.
Como a eso de las tres, un flaco canoso me despertó. Me dijo que había un carro a Valencia, y que de ahí sería fácil tomar un autobús a Caracas. Primero dudé, pero luego vi que la señora del tinto y otro de los que venían de Maicao iban a tomar el carro. Se trataba de una lancha similar, más sórdido que la anterior, y esta vez no dudé en permitir que amarraran mi mochila con mecates a la cajuela.
En el camino dormité la mayor parte del tiempo, y siempre tuve pesadillas. En cada parada deseé un café, pero no tenía dinero: ni pesos colombianos ni bolívares ni nada. Salimos a las cuatro de la mañana de Maracaibo. Llegamos a las once y media a Valencia. En el camino, uno de los pasajeros se enfrascó en una pelea con el chofer. Al principio yo observaba la discusión sin entender qué pasaba, hasta que un colombiano-venezolano a mi lado me explicó que, en realidad, era por mí: el chofer quería pasar a un cajero a que yo sacara dinero, y el otro tipo (un negro impresionante que, ironías, primero me pareció guapísimo) alegaba que tenía prisa y que no era justo que se detuvieran para semejante idiotez. La hostilidad era tan evidente que ya ni siquiera me provocaba nada, era sólo parte del viaje infernal para llegar a tierra conocida, una serie de trámites molestos para alcanzar un sitio seguro.
En Valencia me comuniqué con Gregory, me comí una arepa y me bebí una malta, y tomé el bus a Caracas. A mitad del camino nos cambiaron de unidad, porque a ésta se le había descompuesto el aire acondicionado, y durante todo el trayecto sufrí por un dolor de cabeza atroz (tal vez somaticé, tal vez el aire acondicionado me jode más de lo que me gustaría).
Llegué al departamento del camarada a las cuatro de la tarde. Me recibió con una Pepsi y un sofá muy cómodo. Aunque hablé del robo y del viaje como una desgracia, algo me decía que pudo haber sido peor. Y aunque intenté justificar mi torpeza con la policía, en el fondo aún tengo la certeza de que pudo haber sido peor negarme. O eso me gusta decir, nunca he sido buena defendiendo mis derechos.
No todo es trágico. En cuanto pisé suelo caraqueño, mi suerte cambió. Pero de mis aventuras en esta ciudad, oh amigos, he de hablar en otra ocasión.
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